Euclides da Cunha era un muchacho enclenque y huraño, ávido de conocimientos, al que sacaban de su retraimiento habitual, de tiempo en tiempo, repentinos arrebatos de rabia. Sus biógrafos dicen que el suyo fue un «sino trágico», pero tal vez este adjetivo magnifique una vida afligida, sobre todo, de una pugnaz mediocridad. Ser huérfano, de escasos recursos y sin suerte en los trabajos es, desgraciadamente, poco original; morir asesinado por el amante de su propia mujer sí lo es, pero también es truculento y hasta ridículo.
La grandeza de Euclides no está en esa vida que nos apena, aunque hay en ella episodios que vale la pena conocer para entender mejor su grandeza. Había nacido en 1866, durante el Imperio de Don Pedro II, y como muchos jóvenes patriotas e idealistas del Brasil de su tiempo, fue enemigo de la «monarquía esclavista» y partidario febril de la República, a la que creían panacea para todos los males de su país. Demostró la firmeza de sus convicciones cuando era cadete de la Escuela Militar, vociferándoselas en un acto público a un ministro del emperador. Al instalarse la República, en 1889, Euclides, que había sido expulsado del Ejército por «jacobino», volvió a vestir el uniforme y se recibió a la vez de oficial y de ingeniero. Más tarde, sería también periodista.
El ideal republicano estaba vivo en Euclides da Cunha y en los jóvenes —intelectuales, políticos, profesionales, militares— de su generación, impregnados de positivismo, cinco años más tarde, cuando se produce la rebelión de Canudos. Todos ellos estaban convencidos que la República había venido a corregir las desigualdades y los privilegios de sangre y fortuna del sistema monárquico; a reemplazar el oscurantismo religioso por la ciencia; a gobernar para los humildes como antes se había gobernado para los poderosos.
¿Cómo hubieran podido entender, entonces, que fueran precisamente los humildes de la más atrasada comarca del país —los sertones bahianos— quienes se alzaran en armas contra la República? ¿Acaso la República no se había hecho para ellos? No lo entendieron. Mejor dicho, lo malentendieron inventando una teoría que les explicara lo incomprensible. Así nace —como tantas veces en la historia— el mito de una conspiración. No son los miserables sertaneros del Nordeste quienes insurgen contra la República, sino los aristócratas, los terratenientes, los emigrados, todos los nostálgicos del viejo orden imperial derrocado, incluida Inglaterra. Son ellos quienes se empeñan en hacer retroceder la historia brasileña y se valen para conseguirlo de la incultura y el fanatismo de los pobres sertaneros del Nordeste.
Que esta superchería, sin el menor asidero en la realidad, fue aceptada y creída por todo el Brasil «civilizado» lo prueban dos artículos que escribe Euclides da Cunha en marzo y julio de 1897, en São Paulo, antes de ir a Canudos, con el título sintomático de: «Nuestra Vendée». Aunque en ellos se refiere casi exclusivamente al clima y el paisaje del interior de Bahía para explicar el fanatismo de las «hordas» de Antonio Consejero, el supuesto que los sostiene es clarísimo: Canudos es la Vendée brasileña y los yagunzos luchan contra la República como los chouans bretones luchaban contra la Revolución francesa: azuzados y dirigidos por aristócratas retrógrados. [«Como en la Vendée —dice—, el fanatismo religioso que domina el alma ingenua y simple (de los rebeldes) es hábilmente aprovechado por los propagandistas del Imperio»].
Euclides va a Canudos con uno de los últimos convoyes militares, en septiembre de 1893, y asiste a los combates postreros y a la caída del reducto yagunzo, después de casi un año de resistencia. Resulta fascinante leer las veintitrés crónicas que envía a São Paulo desde el teatro de operaciones. Pese a la vecindad de los hechos, el prejuicio ideológico que obnubila al país entero sigue cegándolo. A estas alturas, claro está, no habla ya —como aún lo hacen otros— de «espías ingleses», ni de oficiales del Imperio dirigiendo a los yagunzos, ni de armamento modernísimo enviado acaso por una potencia extranjera, pues es evidente que no aparecen por ninguna parte.
Pero, en sus crónicas, Euclides describe lo que ve a partir siempre del mismo esquema axiomático: en esta guerra fratricida combaten, de un lado, la República —es decir, la civilización, la ciencia, la cultura, el progreso— y, del otro, el Imperio, es decir, los prejuicios, las desigualdades, el oscurantismo, la barbarie.
Es sólo después de la gran carnicería cuando la República ha exterminado a sus supuestos adversarios, degollando a los supervivientes y dinamitando las ruinas de Canudos —como para exorcizarlos también de la memoria— que este hombre esmirriado y taciturno toma conciencia cabal del fantástico malentendido. Tenía treinta y un años. Estaba en el Oeste paulista, en San José de Río Pardo, reconstruyendo un puente que se había llevado el río. Se pone, entonces, a escribir Os Sertões. Es ése un momento casi milagroso para la cultura de América. El puente y el libro le toman el mismo tiempo: tres años.
Os Sertões es, ante todo, un examen de conciencia, una meditación moral y una implacable autopsia histórica, un esfuerzo titánico para, rasgando los múltiples velos que la desfiguraban, entender desde sus raíces la tragedia de esa guerra civil. ¿Qué ocurrió realmente en Canudos? ¿Qué indujo a los pobres del sertón a malentender la República y, a ésta, a malentenderlos a ellos? ¿Por qué millares de campesinos creyeron que la República era el Anticristo y por qué lucharon con semejante heroísmo por Antonio Consejero, ese santón que, al parecer, no hacía otra cosa que predicarles el ascetismo y la ortodoxia religiosa más estricta?
Apelando a todos los conocimientos a su alcance —la geografía, la geología, la sociología, la historia, la psicología—, a su propia memoria, a testimonios escritos y orales y, por supuesto, a su imaginación, Euclides reescribe lo sucedido en Canudos de una manera que aspira a la omnisciencia, tratando de no dejar de lado ninguno de los factores innumerables que intervienen en un proceso histórico y que dotan siempre a éste de espesa complejidad. Que en ese empeño totalizador incurra a veces en ingenuidades o errores —como la aplicación, a la sociedad brasileña, de ciertas teorías racistas en boga en Europa— empaña apenas el extraordinario logro. El lector sale del libro aturdido por la magnitud del extravío nacional que llega a ver, tocar y oler por la fuerza contagiosa con que está descrito y deslumbrado por ese espectáculo en el que, por vivir tan alejadas cultural, geográfica y socialmente, dos sociedades de un mismo país se entrematan, creyendo, la una, combatir por el Buen Jesús, y, la otra, por la civilización. A través de este episodio de la historia brasileña, revivido con visión esférica, el lector descubre, de pronto, algo más vasto y conmovedor: la especificidad americana, ese desgarramiento absurdo y constante que son nuestros países, las incomunicaciones que explican nuestras tragedias políticas, y esta verdad: que en todo el continente ha habido y sigue habiendo nuevos Canudos.
Euclides da Cunha creía escribir un libro de ciencia. Os Sertões también lo es. Pero, como el Facundo de Sarmiento —el libro que más se le parece en nuestra literatura—, es asimismo una novela de aventuras, un tratado de antropología y una lección de moral. Todos los niños americanos deberían leerlo para saber en qué mundo han nacido y los desafíos que les esperan.
Washington, junio de 1980