Para los escritores malditos la literatura es un quehacer fundamentalmente autobiográfico y, por lo tanto, no se trata de creadores desde el punto de vista del material que aportan. Su ambición primera no es construir ficciones, sino rescatar mediante la memoria y las palabras los hechos de su vida para, de esta manera, justificarse ante sí mismos y ante la sociedad de la que, con o sin razón, se sienten excluidos. Pero, en cambio, sí suelen realizar un enorme trabajo de creación en lo que se refiere a la forma. Ocurre como si todas esas reservas imaginativas que no necesitan emplear en la búsqueda de un tema y en la invención de personajes, las volcaran en la obtención de un lenguaje original. Es sintomático que escritores como Henry Miller, Louis-Ferdinand Céline, Jean Genet y Jouhandeau sean, ante todo, grandes prosistas.
Las razones que llevan a un escritor a elegir determinado género se vinculan estrechamente con su vida. Los malditos son, por lo común, gentes al margen, no integradas a la sociedad en la que viven, y fascinadas por la singularidad de su propia existencia. Individualistas, solitarios, su insolencia no tiene límites y su conducta suele ser rebelde (lo es de hecho, ya que atenta contra la ley básica de la ciudad, que es aceptar la vida en común), pero sus libros rara vez lo son. No reclaman que la sociedad corrija esas taras e injusticias de las que ellos son víctimas o ejemplos, no piden un orden nuevo, mejor que el actual. El motivo es muy sencillo: en una hipotética sociedad perfecta sólo imperaría el bien y no habría lugar para ellos, que de una vez por todas han elegido ser el mal. Así como el diablo, para existir, necesita que exista Dios, ellos tienen ligada su suerte, de una manera irremediable (y trágica), al mundo que aborrecen. En unas páginas admirables de Saint Genet, comédien et martyr, Sartre ha explicado ese curioso mecanismo que convierte a las víctimas en cómplices de los verdugos y hace, por ejemplo, que los elementos más lastimados por el régimen establecido —los lumpen, los delincuentes— sean conformistas y hostiles a cualquier cambio. Es probable que las tesis de Georges Bataille, según las cuales la literatura es una representación simbólica del mal, no sean íntegramente convincentes. Pero son válidas en el caso de estos autores. (Para Bataille el mal no tiene un contenido religioso, sino social: significa aquello que escapa a la norma aceptada por la comunidad, lo que atenta contra la razón).
En las literaturas francesa e inglesa abundan los casos de escritores malditos. En la literatura española y en la latinoamericana, en cambio, son raros, y no existe uno sólo, entre estas excepciones, cuya obra tenga una importancia estética mayor. A primera vista, podría pensarse que este género de literatura autobiográfica es tan crudo, tan osado, que no surgió en España debido a la censura, más severa allí que en otras partes. Pero la censura no ha sido obstáculo, en las distintas épocas de la historia española, para que proliferasen las obras subidas de color y atestadas de atrocidades. Por lo demás, el escritor maldito no teme la censura; al contrario, la desafía: ella es un estímulo para él. La puritana Inglaterra ha sido la cuna de John Cleland y de Frank Harris. En realidad, no es por su carácter atrevido que este género de literatura no se ha desarrollado en España, sino más bien por el hecho de ser confidencial. Ni los escritores españoles ni los latinoamericanos acostumbran escribir sus confesiones. Y los pocos que han dejado una autobiografía, o fueron tan lacónicos como Ricardo Palma (La bohemia de mi tiempo, a fin de cuentas, nos revela más cosas sobre los amigos de Palma que sobre él), o tan frondosamente elusivos como Pío Baroja, que en sus excelentes memorias nunca acaba de mostrarse por entero. Esta discreción, esa resistencia púdica a darse a conocer del escritor de lengua española es tanto más sorprendente cuando uno piensa que ello contradice una propensión nacional.
En efecto, pocas gentes son tan comunicativas y locuaces como los españoles. Yo viví un año en Madrid y conocí decenas de personas, hice muchos amigos y creo, sin exageración, que todos me contaron su vida. Aquí, en París, un domingo compartí el asiento de un ómnibus con un sevillano que, en los diez minutos que duró el trayecto de Saint-Michel a la Opéra, me confió su historia, y ésta era tan tremenda que todavía me asombra. ¿Cómo es posible que uno de los pueblos menos reservados de la tierra carezca de literatura confidencial? Pero tal vez sea más extraño todavía que ésta florezca tan corrientemente en Francia, país de hombres discretos hasta la exasperación, y en el que, como dice Cortázar, cada individuo parece una «fortaleza inexpugnable». El francés divulga difícilmente su intimidad a un interlocutor de ocasión, su vida privada es como un cónclave, los demás sólo ven de ella el humo. Y sin embargo el género confidencial y maldito tiene aquí una robusta tradición y sus cultores contemporáneos son muchos. (Acaba de aparecer otro: Anne Huré, ex monja y ex ladrona, que cuenta en sus libros sus andanzas por conventos y cárceles).
En ambos casos, una tendencia manifiesta del carácter nacional se halla contradicha por la actitud de los escritores. Esto resulta incomprensible si se ve en la literatura una representación fiel de las características morales y psicológicas de un pueblo. Desde luego, ella es también eso. Pero además de testimonio, la literatura siempre ha sido una especie de reto a la realidad, una tentativa para llenar sus vacíos. Sólo un sentimiento de carencia o de insatisfacción puede llevar a un hombre a escribir ficciones. ¿Para qué crearía realidades imaginarias si se sintiera satisfecho en el mundo que lo rodea? Así, en sus obras hay siempre un elemento nuevo, no determinado por su experiencia objetiva. A veces, se trata de una dimensión ideal, que prolonga la realidad, que aparece añadida a ésta: es el caso de los escritores fantásticos. Los realistas procuran utilizar los datos más visibles y verificables que ofrece el mundo exterior para construir sus novelas, y en ellos el elemento agregado suele ser un orden, una coherencia, un sistema, un punto de vista, gracias a los cuales la tumultuosa, la compleja realidad evocada por sus libros resulta comprensible. En los malditos la novedad residiría en la actitud de contradicción, en la voluntad del narrador de ir contra la corriente. Contrariamente a lo que ocurre con los personajes de una novela realista, prototipos en los que muchos lectores se reconocen, el héroe o la heroína de un libro maldito es siempre caso único, la excepción a la regla. Si un lector se identificara con ellos, las intenciones del autor se verían frustradas: él quiere ser aceptado por la sociedad como ser diferente, ser reconocido como la oveja negra del rebaño. Cuando Genet señala que sus más altas virtudes son «la traición, la homosexualidad y el robo», está diciendo, tras esta fórmula violenta, «no me parezco ni quiero parecerme a ustedes». El maldito es aquel que da la contra, que en todo intenta precisar su antagonismo con los demás. Ciudadano de un país de hombres reacios al exhibicionismo verbal y a la confidencia, será exhibicionista con descaro y hará de su vida una transparente vitrina. Se comprende que en España la literatura maldita no adopte posturas confidenciales. El espíritu de contradicción del escritor se manifiesta de acuerdo a las características del medio, y ¿no es revelador que exista una importante corriente de literatura blasfema y antirreligiosa en la propia España? En una sociedad donde la doctrina estética imperante sea el realismo socialista, los malditos harán literatura fantástica. ¿Significa esto que la literatura de este género no es representativa, que no expresa lo real? Nada de eso. Ella también expresa la realidad, pero al revés, mediante negaciones. En muchos casos, incluso, es un contrapeso saludable, y sus excesos una respuesta airada a los prejuicios y a los dogmas.
I) UN EJEMPLO FEMENINO: LAS MEMORIAS DE UNA JOVEN INFORMAL, DE VIOLETTE LEDUC
Un joven tísico de buena familia seduce a su criada, la embaraza y la despide: Violette Leduc no conocería nunca a su padre. Hija del atropello, la desdicha parece ensañarse con ella desde antes de su nacimiento. En el pequeño poblado del norte de Francia donde pasa su infancia, conoce primero la miseria, luego la guerra. No ha aprendido a leer todavía, pero ya debe robar para no morirse de hambre. Muchos días, el único alimento de su madre y de su abuela son las provisiones que hurta la pequeña al campamento alemán. Las personas que al leer el último libro de Violette Leduc se sientan heridas o escandalizadas, deben recordar estos hechos antes de juzgarla. La sociedad hizo de ella una víctima, la abrumó de culpas cuando era inocente. Ahora se venga contra esa sociedad, reivindica la condición que le fue impuesta y arroja a los cuatro vientos un libro terrible: La bastarda.
En el colegio, sus compañeras juegan, conversan y en un principio se diría que, a través de ellas, Violette se va a reintegrar a la vida de los demás. Ocurre lo contrario: para evitar las burlas y las preguntas humillantes, la niña sin padre se aísla, se vuelve hosca. Mientras vive su abuela, la magnífica Fidelina, tiene un refugio. Cuando ésta muere, vuelca su afecto en su madre. La ex criada, que asocia oscuramente esta hija al drama de su vida, en vez de amor le da consejos y órdenes: todos los hombres son unos canallas, nunca te fíes de ellos, ódialos. Violette asiente, acepta. Y un buen día su madre se casa y entra un extraño al hogar. La niña nunca perdonará a su madre este matrimonio en el que ve una inconsecuencia, una traición. Así se rompe el último vínculo con los otros. Desde entonces vivirá incomunicada.
Bastarda, pobre, los padecimientos sólo acaban de comenzar. Vendrán las enfermedades, una tras otra, estará muchas veces en el umbral de la muerte. Su salud frágil aumenta el abismo que la separa del mundo de los seres normales. Y, además, le ha sido deparada una suplementaria vergüenza: su cara, su enorme nariz que hace reír a las gentes. Muchos años después, cuando haya acumulado un pequeño capital mediante tráficos delictuosos durante la Segunda Guerra Mundial, irá donde un cirujano. ¿La operación va a liberarla del complejo que la ha perseguido toda su vida? No. Jacques Prévert la mira y dice a sus amigos: «Hubiera tenido que operarse también la boca, los ojos, los pómulos». En el colegio, es una mala alumna. Si su experiencia diaria son las frustraciones, ¿qué puede incitarla a estudiar? Antes de abrir un libro, Violette sabe que no aprobará el examen. A partir de esa época, un sentimiento de derrota corroe todos sus actos. Más tarde escribirá: «Cuando vine al mundo, juré tener la pasión de lo imposible». Esto no significa que haya vivido sofocada por apetitos desmedidos y ambiciones fuera de lo común. Ocurre que lo imposible, para ella, es todo lo que para los demás es posible. ¿Por qué? Porque Violette Leduc es un monstruo.
En la adolescencia, este ser en quien todos veían un culpable por su origen, un anormal por su fealdad y sus complejos, va a asumir con premeditación y soberbia aquello que se le reprocha. ¿Su presencia en el mundo es el producto de un amor ilícito? En Isabelle, en Hermine, ella buscará amores que la sociedad estima ilícitos y, además, acatará de esta extraña manera los mandatos de su madre. Pero el amor (ninguna forma de relación humana) no será para Violette Leduc una puerta de escape de la soledad. Al contrario, cada experiencia erótica le revelará nuevas barreras, le traerá nuevas decepciones. Por eso acabará adelantándose a las frustraciones y, como si quisiera anular de antemano toda posibilidad de ser correspondida, sólo amará a homosexuales o a impotentes.
Violette Leduc comenzó a escribir cuando era una mujer madura. Refugiada con Maurice Sachs (otro maldito) en una aldea normanda durante la ocupación, fatigaba a éste con el relato de sus miserias. Un día, Sachs le puso en la mano una pluma y unos cuadernos. «Ya estoy harto —le dijo—. Siéntese bajo ese peral y escriba las cosas que me cuenta». Así nació La asfixia, su primera novela, que comienza con un recuerdo lúgubre: «Mi madre jamás me dio la mano». Ha publicado luego media docena de libros que evocan fragmentos de su vida con una crudeza tan áspera que, pese a los elogios que le rendía la crítica, los lectores se ahuyentaban. La bastarda, que es su autobiografía, significa un considerable progreso respecto a su obra anterior, no sólo porque en este libro los episodios que eran materia de los otros resultan más comprensibles (no menos atroces) a la luz de una existencia total, sino porque aquí Violette Leduc ha elegido el género que más convenía a su propósito: la confesión. En efecto, Violette Leduc pertenece a esa estirpe de escritores que crean inmolándose. Desde luego que en todos los casos, aun en el de los autores de ciencia ficción, un narrador elabora su obra a partir de su experiencia personal del mundo y que en sus libros se hallan contenidas, en proporciones diversas, a veces tan escondidas y disfrazadas que es imposible descubrirlas, sus venturas y desventuras. Pero en la mayoría, esa transmutación de la experiencia en ficción literaria no es deliberada sino instintiva o subconsciente. Pero en el caso de los malditos, la literatura consiste en ofrecerse a sí mismos como espectáculo, en proyectarse por medio de palabras hacia ese mundo que los rechaza. Escribir, para ellos, es salir del confinamiento en que se hallan y volver a la sociedad que los exilió, aun cuando sea de manera metafórica, encarnados en un libro. Eso, desde el punto de vista exterior. En relación con ellos mismos (esto es patente en Violette Leduc), la literatura es la única forma de salud posible, el sustituto del masoquismo o del suicidio. Traducidas en arte, esas existencias encanalladas o simplemente malgastadas, encuentran una justificación.
Violette Leduc carece del estilo barroco de un Henry Miller, y no tiene tampoco el elegante refinamiento de un Genet para manipular la mugre y las escorias humanas. Cuando se abandona a las reflexiones o al análisis es poco convincente y su libro se halla afeado a ratos por comparaciones sin gracia y por alardes poéticos de gusto mediocre. Pero estos defectos desaparecen cuando se limita a contar. Su mérito principal es la sinceridad. Habría que remontarse hasta Restif de la Bretonne para encontrar en la literatura francesa un caso igual de confidencia. Sin eufemismos ni escrúpulos, desnuda su vida y la muestra en lo imposible y en lo intolerable y a pesar de su franqueza brutal no espanta al lector ni lo disgusta y en cambio lo conmueve. En el prólogo que ha escrito para La bastarda, Simone de Beauvoir dice que Violette Leduc «habla de sí misma con una sinceridad intrépida, como si nadie la escuchara». Ésa es la impresión que se tiene a lo largo de estas páginas. En ellas aparecen dichas con sencilla naturalidad todas las cosas que componen la historia secreta de un ser humano, las menudas bajezas diarias, las cobardías íntimas, los pequeños deseos inconfesables, esa dimensión lastimosa y rastrera de la vida que todos prefieren ignorar. Si a la audacia de haber sacado a la luz estos fantasmas, se añade el hecho de lo excepcionalmente dolorosa y desgarrada que ha sido la vida de Violette Leduc, se comprende que el libro que la expresa produzca una impresión explosiva. Pero ¿quién se atrevería a tirar la primera piedra y a jurar que no reconoce en esta condición que nos es narrada su propia condición? Simone de Beauvoir afirma con razón: «Nadie es monstruoso si lo somos todos».
II) UN EJEMPLO NORTEAMERICANO: THE NAKED LUNCH,
DE WILLIAM BURROUGHS
The Naked Lunch no es el primer libro que se escribe sobre la droga, desde luego, pero sí, probablemente, el primero que se escribe desde la droga. En este sentido, se halla mucho más cerca de ciertos textos de Baudelaire y de Antonin Artaud, escritos en estado de trance, bajo el influjo de excitantes (y en los que la droga ni siquiera es mencionada), que de libros como Las puertas de la percepción de Huxley, o Conocimientos a través de los abismos de Michaux, que son testimonios de experiencias premeditadas, emprendidas con un propósito casi científico. Aldous Huxley y Henri Michaux se sometieron, a veces bajo control médico, a la prueba de la mescalina o del opio, alertas, papel y lápiz en mano, como dos exploradores que ingresan en la selva decididos a reunir un buen material inédito para artículos y libros. Burroughs no es un curioso ni un explorador de la toxicomanía, sino un toxicómano; no es un turista que visita ese sombrío país de la alucinación y del delirio, sino un ciudadano sólidamente arraigado en el Mal: «Ese Mal, que se llama toxicomanía, lo he vivido durante quince años. Son toxicómanos todos los que frecuentan la droga (el opio y sus derivados, incluidos los productos sintéticos, del dolosal al palfium). Yo la he usado en todas sus formas: heroína, morfina, dilaudida, eucocal, pantopón, dicodida, opio, dolosol, metadona, palfium… La he fumado, tragado, aspirado, inyectado en la red venas-piel-músculos, absorbido en supositorios». El libro fue escrito en esos quince años que duró lo que Burroughs llama su «Enfermedad», pero de una manera casi involuntaria, pues él confiesa que cuando Jack Kerouac le sugirió reunir en libro las notas en las que había registrado sus impresiones sobre «el Mal y sus delirios», ni siquiera recordaba haberlas escrito. ¿Por qué el título de Naked Lunch? «Fue Jack Kerouac quien me lo sugirió y sólo he comprendido su significación recientemente, después de mi cura. Su sentido es, exactamente, el de sus términos: el Banquete desnudo, ese instante petrificado y glacial en el que cada cual puede ver lo que se halla ensartado en la punta de cada tenedor». La explicación es delirante y no explica nada. Es preferible describir, en la medida de lo posible, la materia y la estructura inusitadas de este libro.
The Naked Lunch reúne (amontona habría que decir) multitud de historias desaforadas, unas tras otras o dentro de otras y a veces dos o tres historias se desarrollan paralelamente. Este todo fragmentario es similar a cada uno de los episodios que lo componen, que nunca tienen principio ni fin, y aparece a su vez como fragmentos de un relato cuyo contexto ignoramos. La incoherencia del conjunto es idéntica a la incoherencia de cada una de las partes. Ese flujo caótico de anécdotas mutiladas, desmesuradas, a lo largo de las páginas, sería irresistible si no fuera por su brutalidad y su cinismo que imantan al lector y, asombrándolo, irritándolo, escandalizándolo, lo mantienen atrapado como una mosca en una tela encerada frente a ese espectáculo protoplasmático y dantesco. La droga no es sólo un tema que se repite obsesivamente en las historias, sino una realidad anómala, exterior a la obra y que ésta expresa totalmente: en el desorden frenético de los episodios, en el clima sobreexcitado y eufórico de la narración, en la ferocidad del lenguaje y hasta en su construcción anormal. La distancia que hay, pues, entre este libro y el ensayo de Huxley es abismal. En Las puertas de la percepción un hombre narra, desde la normalidad, una experiencia anormal: The Naked Lunch es una ficción concebida por una conciencia enferma, que transmite una visión enferma del mundo y de su propia enfermedad: su símil sería un gran fresco titulado «La locura y los hombres» pintado por un loco. Aunque los personajes, los paisajes y los detalles de cada historia son variables, hay entre ellas ciertas constantes en el asunto y en la forma. En todas aparecen, de un modo u otro, el homosexualismo y la droga como manifestaciones naturales del hombre y siempre mezcladas a formas diversas de crueldad: el sadismo, el masoquismo. Se ha dicho con razón que el insulto y el sarcasmo son motores del estilo de Burroughs, y habría que añadir también el humor, pero en su manera más ácida y perversa, un humor que no amortigua sino agrava la violencia.
Además de las historias hay en The Naked Lunch, aisladas entre paréntesis, un gran número de anotaciones científicas sobre la droga, que revelan un conocimiento enciclopédico sobre la materia. Inmersas en ese océano de pesadillas virulentas, estas anotaciones que comentan, discuten o sintetizan artículos y libros médicos e investigadores, producen una sensación de alivio y permiten al lector tomar fuerzas para proseguir la excursión por los infiernos. No han sido incluidas en el libro por este motivo, claro, sino para ilustrar al lector sobre ciertas palabras o reacciones vinculadas al uso de la droga o a las prácticas pederásticas. Hay, por ejemplo, una descripción muy minuciosa de los efectos de la ayahuasca, esa liana alucinatoria de la Amazonía, y de las maneras en que es utilizada por los brujos y curanderos, y una referencia (rigurosamente justa) a las costumbres de los caneros, esos pececillos amazónicos que se introducen en el cuerpo humano y lo devastan.
El libro de Burroughs ha originado ya gran escándalo y por eso resulta difícil opinar sobre él con objetividad. Ciertamente no es un texto recomendable para niños de pantalón corto, pero quienes lo condenan, afirmando que la literatura debe ser edificante y ejemplar, se equivocan, pues la literatura nada tiene que ver con la pedagogía. Ella es un reflejo de la realidad y sus límites son los de la realidad, que no tiene límites. El verdadero escándalo no es The Naked Lunch, representación verbal de la droga, sino la droga misma, y es hipócrita confundir el efecto con la causa. Por lo demás, este libro tiene el carácter de una experiencia única, se halla íntimamente ligado a un destino singular y su importancia y su interés se deben a ellos en gran parte. Los libros que ha publicado luego Burroughs (The Soft Machine, The Ticket that Exploded)mecanizan los procedimientos que resultaban irremplazables en el primero, y tienen por eso un aire caricatural.
III) UN EJEMPLO CLÁSICO: EL DETESTABLE
Y ADMIRABLE CÉLINE
Con motivo de la publicación, por la revista L'Herne, de una serie de Céline, un semanario parisiense acaba de realizar una encuesta entre escritores franceses sobre la figura contradictoria de este autor. Los pareceres son muy diversos, muchos lo consideran todavía un maldito irrecuperable. Louis Aragon prefiere «evitar ese género de individuo y ese género de obra», y Roger Vailland, en vez de responder, cuenta un episodio de la Resistencia: la tentativa de un comando, del que él formaba parte, para liquidar a un grupo de colaboradores de una revista antisemita entre los que se hallaba Céline. Maurice Nadeau confiesa su admiración por «el escritor más importante de la entreguerra». Michel Butor también le rinde homenaje y recuerda que «los más grandes autores, como Ezra Pound y Claudel, escribieron estupideces. Céline las escribió y las hizo tal vez peores, pero porque las circunstancias eran más graves», y Roland Barthes explica que Céline es el padre literario de Sartre y de Raymond Queneau.
El embarazo de los interrogados es bastante comprensible. ¿Quién se atrevería a defender abiertamente a semejante réprobo? No sólo colaboró con los nazis, además escribió un libro repugnante, Bagatelles pour un massacre, y durante toda su vida no cesó de anunciar hecatombes, de quejarse y de insultar a la gente. Poco antes de morir, recibió la visita de una profesora que preparaba una tesis sobre él. «¿Una tesis? ¿Qué? —le dijo—. ¡Las mujeres a hacer striptease!»y le cerró la puerta en las narices. Sus ideas eran simples y brutales. «La única verdad de este mundo es la muerte —afirmaba— y, puesto que no hemos elegido ser lo que somos, aceptémonos al menos tal como somos: perversos, hipócritas, egoístas, mentirosos y, sobre todo, cobardes hasta el tuétano». Para él, el mundo era una perrera en la que había que sobrevivir como fuera, luchando contra las pulgas, rascándose la sarna, dando mordiscos. «Se trata de morir o de mentir. Y yo no soy de los que se matan». Lo más abyecto en él es su antisemitismo que, al final de su vida, se había convertido en una especie de racismo universal: «Cuando los amarillos entren a Brest, ustedes dirán: Céline tenía razón». Pero a nadie insultó más que a los blancos y esto lo tienen muy presentes sus detractores. «Nadie tiene derecho —dice uno de ellos— a sumergirnos en nuestra inmundicia hasta la asfixia. El que se arroga ese derecho debe soportar las consecuencias». Sus convicciones culturales y literarias no eran menos destempladas. Según él, «la civilización europea reposa sobre un trípode cuyas patas son la cantina, la iglesia y el prostíbulo», y Proust y Gide deben haberse estremecido en sus tumbas con lo que dicen de ellos las cartas de Céline que acaban de publicarse.
Pero ¿era realmente tan terrible? Los documentos y los testimonios que aparecen en los dos números de L'Herne dedicados a él nos dan una imagen muy poco aterradora de este escritor apocalíptico. Temeroso hasta de su sombra, presa de un enfermizo delirio de persecución, obsedido por preocupaciones sórdidas, maniático, víctima cien veces, sus extravíos manifiestan, ante todo, una frenética búsqueda de culpables, de instituciones o personas a quienes responsabilizar de una existencia que él sólo conoció en sus aspectos más miserables y mediocres. Ahora, Céline no da jamás en el blanco. Incapaz de abstracciones, individualista acérrimo, precariamente culto, sus furores se vuelcan hacia los cuatro puntos cardinales, como manotones de ciego, y cuando no encuentran un enemigo a quien golpear, lo inventan. De este modo una protesta legítima en su origen, sentida automáticamente, se vicia y anula, y este fracaso acrecienta la incomunicación del Maldito con el mundo. Céline es fundamentalmente un irracional y no es extraño que cada vez que tratara de «explicar» la realidad dijera barbaridades o tonterías. Pero él era un creador y no un pensador, y como tal acertó siempre que se limitó a mostrar el mundo sin pretender interpretarlo.
Porque resulta difícil olvidar que el detestable autor de Bagatelles pour un massacre es también el autor de dos novelas cumbres de la literatura europea: El viaje al final de la noche y Mort à crédit. Ambos libros aparecieron antes de la Segunda Guerra Mundial y son como un anticipo de todo el inconmensurable horror que iba a vivir el mundo aquellos años. En ellos, Céline no trata de comprender esa realidad que expresa en toda su convulsa agonía, en su inconciencia y desorden. La desesperación visceral y el disgusto que comunican esos libros —y que hallarían, poco después, una trágica justificación— inauguran una corriente que se propagará en toda la literatura del absurdo. Dos de las grandes conquistas del escritor contemporáneo se hallan ya contenidas en El viaje. La primera, su derecho a utilizar el lenguaje oral, a trasladar a los libros, dándole una dignidad literaria, el idioma vivo de la calle. En la epopeya grotesca de Bardamu, la lengua del autor no se diferencia de la de los personajes y tiene la misma vivacidad desenvuelta, idéntica consistencia carnal que la de una discusión en el metro. Esto no significa, por supuesto, que Céline reproduzca mecánicamente el lenguaje oral. Al contrario, lo somete a un tratamiento muy severo, desarticulándolo, renovando sus giros y sus ritmos, enriqueciéndolo con la invención de palabras y expresiones. El viaje al final de la noche demostró que nada en el vocabulario corriente era alérgico a la literatura, y que la escatología verbal y la belleza no estaban reñidas.
La segunda conquista, similar a la primera, no se refiere a la forma sino a la materia de la literatura. Céline ganó para el escritor moderno la libertad de franquear dominios de la realidad que la costumbre y los prejuicios habían vedado a la ficción. El viaje hizo volar en pedazos las barreras que protegían ciertas manifestaciones de la vida humana, por negras y recónditas, de la mirada del escritor. ¿No bastan estas dos proezas para concederle un lugar de privilegio en la literatura contemporánea?