Una madrugada de mayo, hace cien años, una librería del Barrio Latino fue asaltada y una codiciosa muchedumbre hizo desaparecer en pocos minutos cincuenta mil ejemplares de un libro recién impreso: Los miserables. Un siglo después, el Museo Victor Hugo de la plaza de los Vosgos reconstruye la historia de esa novela, muestra los hechos y personajes que la inspiraron, las fuentes que el autor consultó, las peripecias del libro y su asombrosa, casi inverosímil, difusión.
Victor Hugo creía en eso que los románticos llamaban la inspiración, súbita fuerza que, quién sabe de dónde, caía sobre el creador y guiaba su pluma. Así, fiado en la espontaneidad y la intuición genial, escribió sin plan, sin rigor —Lucrecia Borgia apenas lo demoró cinco días— gran parte de su obra monumental. Los miserables, sin embargo, son una excepción. La novela fue escrita en un periodo que abarca cerca de cuarenta años, con múltiples interrupciones y percances, y hay algo fascinante en esa larga trayectoria, fijada ahora en documentos, cartas, fotografías, borradores, que comienza un día cualquiera de 1824, cuando un joven poeta pide informes a un amigo sobre la prisión de Toulon, y termina en mayo de 1861, en un albergue de la llanura de Waterloo donde Victor Hugo, exiliado y ya glorioso, pone punto final al manuscrito y escribe a Juliette Drouet: «Mañana seré libre».
La expresión no es una mera frase, media vida de Hugo estuvo condicionada por los asuntos que trata esta novela y se comprende que acabarla fuera para él una especie de liberación. ¿Cuáles son estos asuntos? Las imposturas de la justicia, la vida de los pobres, la insurrección. Los tres temas estuvieron disociados en un principio en el espíritu del autor. Todo debe haber comenzado casualmente, por simple curiosidad. Al parecer, un día Victor Hugo vio en la calle una cuerda de penados con cadenas y esto lo llevó a proyectar una obra que tendría como escenario una prisión. Consultó algunos libros, tomó apuntes, imaginó un personaje. En 1829 visita personalmente un presidio y entonces, de golpe, descubre el horror: la vida de los detenidos es inicua, hay hombres que purgan condenas por haber robado un pan, en la mayoría de los casos la delincuencia es un producto de la miseria, la justicia de los hombres es una irrisión. Se exalta, escribe El último día de un condenado, alegato contra la pena de muerte que publica anónimamente. Su propósito de combatir la lacra social que ha descubierto lo arranca al trabajo literario: pronuncia discursos, propone reformas del régimen carcelario, leyes protectoras de la infancia, una noche hace reír a los diputados afirmando en la Asamblea Nacional: «Quisiera ser el representante electo de las prisiones».
Pero entretanto ha oído hablar de un obispo excepcional, monseñor de Miollis, cuyas proezas caritativas corren de boca en boca y este tema también lo seduce, le sugiere otro personaje (el futuro monseñor Bienvenu) e incluso firma contrato con un editor para escribir un libro que se llamaría El manuscrito del obispo. Pero no cumple este compromiso porque en algún momento, tal vez una noche mientras duerme, acaso en uno de esos nerviosos paseos que suele dar y que Baudelaire recordará en su ensayo sobre Victor Hugo, monseñor Bienvenu y el cautivo Jean Tréjean (éste es el nombre primitivo de Jean Valjean), extrañamente desertan sus mundos ficticios e independientes, traban relación y se convierten en los pilares de un nuevo proyecto, más ambicioso y vasto, que funde a los dos anteriores. El esquema de la novela está ahora en pie. Es 1845 y Victor Hugo comienza a escribir; encabeza el manuscrito con un título provisional, Las miserias, pasa jornadas febriles ante ese escritorio que ha mandado hacer para poder trabajar de pie, llena centenares de hojas, pero tres años después lucha todavía en vano para organizar esa historia que no acaba de armarse, que él siente inconexa, trunca. Debieron ganarlo la fatiga, el desaliento. Y entonces la realidad viene en su ayuda: estalla la revolución de 1848. Las columnas insurgentes ocupan la plaza Royale, invaden su propia casa y mientras hombres armados, oliendo a pólvora y a sangre, merodean entre sus papeles y se admiran ante la brújula de Cristóbal Colón que adorna su biblioteca, y el mismo Victor Hugo recorre las barricadas del Temple gestionando una tregua entre los combatientes, sin que nadie, ni el autor, lo sepa, de la violencia y el desorden que estremecen a la ciudad surgen las imágenes necesarias para completar los vacíos de la obra a medio hacer, el eslabón que faltaba, y ese dinamismo callejero, épico, que vibra en las mejores páginas de Los miserables.
La materia del libro existe ya en la experiencia vital del autor, pero hasta que ese impreciso magma se solidifique en una estructura y se distribuya en episodios, situaciones, pasarán años. Sólo en 1860 reanuda Victor Hugo la empresa. Se halla desterrado entonces y, en cierta forma, esto constituye una ventaja para la reconstitución del mundo de Los miserables. A la distancia, sólo sobrevivirá lo esencial de esa realidad histórica que es el asiento, el telón de fondo, de las aventuras y desventuras de Jean Valjean, Marius, Cosette, Fantine, Gavroche, el policía Javert. Las imágenes vividas se liberarán de accesorios inútiles, se purificarán lejos del vértigo que significa la cercanía de lo real. Lo demás será obra de la imaginación, la voluntad, el sueño. Esta vez Victor Hugo escribe sin pausas, sin incertidumbre, las palabras fluyen con una especie de furiosa urgencia. En marzo de 1861, va a redactar el capítulo sobre la batalla de Waterloo en los lugares evocados y un año después aparece impreso el que sería el más humano, el menos retórico, el mejor de sus libros. También, el que le ganaría una admiración que han alcanzado pocos escritores. Uno queda perplejo contemplando esa montaña de cartas de lectores que, de todos los lugares del mundo, recibió Victor Hugo en la isla de Guernsey donde estaba exiliado. Su fama era tal, que algún sobre lleva como sola dirección: «Victor Hugo. Océano».
El resumen sucinto de la manera como fue concebida esta novela ilustra bastante bien ese complejo proceso de alianzas y desavenencias entre la realidad y una conciencia individual que entraña una creación literaria y también las repercusiones que en la vida del creador y en lo real tiene la ficción a medida que se construye y adquiere vida propia. Una encuesta sobre las prisiones, emprendida casi distraídamente, con un vago propósito literario, encara a un hombre con algo que desconocía: la injusticia. Esto no sólo extiende su visión del mundo, también modifica su propia existencia. Pero, curiosamente, la toma de conciencia social que empuja a este hombre nuevo a «actuar», a pronunciar discursos y redactar manifiestos denunciando la condición atroz de los pobres, no resulta en un primer momento un estímulo literario. Se diría que surge una contradicción entre su militancia para remediar con hechos el mal que ha descubierto y su capacidad para trasponer esta experiencia en palabras, para construir con ella una representación verbal. Esto último sólo será posible más tarde, cuando, enclaustrado en una isla, reducidas al mínimo sus posibilidades de acción, toda su energía, su convicción, sus sentimientos, se vuelquen en la solitaria, laboriosa, dolorosa tarea de la creación.
Es como si la realidad que suministra al autor los materiales para su obra le exigiese al mismo tiempo un repliegue, un alejamiento, una ruptura, a fin de que aquellos adquieran la docilidad necesaria para ser organizados en un argumento y expresados en palabras. Condenado por la misma realidad que alimenta sus obras a la no-intervención, el escritor actuará sin embargo en el dominio social indirectamente, a través de intermediarios: sus libros y las personas influidas por ellos en la intimidad de la lectura. Un novelista sólo puede estar, en cuanto tal, en actitud de absoluta disponibilidad frente al mundo, pero su compromiso profundo con la realidad —es decir, su voluntad de dar un testimonio auténtico de ésta en sus obras— le exige curiosas y antagónicas posturas: explorar ávidamente lo que lo rodea, indagar por todas partes, sumergirse en la vida y luego retroceder, aislarse, para que nazca el libro que la exprese. Las grandes obras que llamamos realistas no proceden únicamente de una certera observación de lo real. Nacieron sin duda como proyectos merced a una experiencia directa, inmediata, de la vida exterior, pero antes de convertirse en soberbias representaciones a través de las cuales los hombres reconocen sus tormentos, sus utopías, sus miserias, debieron ser minúsculos, insignificantes episodios en la biografía de un individuo, almacenados en una subjetividad, confrontados en ese recinto interior con toda clase de impresiones, pesadillas, deseos, manipulados una y otra vez en la soledad de la conciencia por la imaginación, hasta que poco a poco, gracias a esas mezclas y angustias sin término, dejaron de ser fantasmas gaseosos, cobraron forma, pudieron ser nombrados, devueltos al mundo.
París, 1 de septiembre de 1964