I) NATHALIE SARRAUTE Y LAS LARVAS
El primer libro de Nathalie Sarraute, Tropismos, apareció hace veinticinco años. En ese delgado volumen de veinticuatro brevísimos textos, se encuentra resumido todo el arte austero, difícil, inteligente e irritante de esta escritora que, con Alain Robbe-Grillet, ha introducido los cambios más subversivos en el contenido y en la forma de la narración contemporánea.
La originalidad de Nathalie Sarraute reside, ante todo, en un descubrimiento: al igual que ciertas formas orgánicas primarias ejecutan determinados movimientos bajo la influencia de agentes externos (esos vegetales, por ejemplo, que se enderezan y despliegan al contacto del sol, o esos insectos que adoptan el color del medio que los rodea), el hombre realizó ante sus semejantes, perpetuas, inconscientes adaptaciones ofensivas-defensivas, una serie de gestos, frases, miradas y actitudes que, a primera vista, no tienen significación alguna, pero constituyen, en el fondo, el nexo más firme de la comunidad, su misterioso aglutinante. En su libro de ensayos L'Ère du soupçon (La era de la sospecha, 1956), Nathalie Sarraute ha intentado una definición de esos «tropismos» humanos: «movimientos indefinibles, que se deslizan muy rápidamente hasta los límites de nuestra conciencia», «constituyen el origen de nuestros gestos, de nuestras palabras, de los sentimientos que manifestamos». Y respaldada en esta suposición por Sartre, que prologó Portrait d'un inconnu (Retrato de un desconocido, 1948), añade incluso que esos «tropismos» son probablemente «la fuente secreta de nuestra existencia».
Desde Tropismos hasta Les Fruits d'or (1963), toda la obra de Nathalie Sarraute es una imperturbable, lúcida, casi desesperada, tentativa de dar una representación literaria de ese descubrimiento. La empresa no podía ser más ambiciosa ni audaz. Los «tropismos», según la propia Sarraute, son «indefinibles», «se disimulan tras las conversaciones más banales y los gestos más cotidianos», «desembocan todo el tiempo en apariencias que simultáneamente los enmascaran y revelan». ¿Cómo, entonces, capturar esa materia huidiza, viscosa, que está en todas partes y en ninguna, que es exhalada por todas las acciones y omisiones humanas como una transparente baba blancuzca e inmediatamente reabsorbida? Ninguno de los procedimientos narrativos tradicionales era lo bastante dúctil, maleable, para atrapar la escurridiza sustancia inédita. Las estructuras clásicas o modernas de la novela, concebidas como envase de esas realidades sólidas que son los actos, los personajes, los paisajes, no podían servir de envoltura a una materia que era la sutilidad misma y que hubiera huido de ellas como el líquido de un colador. Nathalie Sarraute se vio obligada, pues, a abolir las técnicas establecidas de la narración y a crear otras, capaces de almacenar ese vivaz, gelatinoso protoplasma que es, para ella, la vida. También, a buscar un estilo que por su ritmo, su vocabulario y sus imágenes pudiera comunicar, en toda su ambigua consistencia, en su vertiginosa rapidez, esas formas gregarias, irracionales, del entendimiento humano.
Tropismos es el primer resultado de esos esfuerzos y no tiene nada de sorprendente que este libro, al aparecer, mereciera la indiferencia general. Sólo en perspectiva, considerado como la primera piedra de una rigurosa pirámide, puede medirse su importancia. Todo en él parecía orientado a desalentar a los lectores y a los críticos. Su anatomía, por lo pronto. No se trata de una novela, desde luego, y ¿cómo llamar cuentos a textos sin anécdota, en los que unas borrosas, idénticas siluetas, se mueven al unísono, como atletas en una exhibición gimnástica, y se empeñan en decirse unas a otras las mismas frases convencionales? Y, de otro lado, ese lenguaje lleva la austeridad hasta la provocación. Ningún brillo en él, ni una sola imagen lujosa, ni risueña, ni grata. Todo lo contrario: frases secas, ásperas, reiteraciones sin fin, un tono opaco y, constantemente, alusiones a lo sórdido y lo visceral.
En realidad, Nathalie Sarraute en esas pequeñas unidades descriptivas no trata de contar historias ni de mostrar personajes: quiere sumergir al lector en la complejísima y rauda existencia de los movimientos interiores, en ese «fondo común» donde se trama todo lo que los hombres dicen, hacen y sienten, donde desaparecen las fronteras individuales y, en vez de sentimientos, caracteres y deseos, hay vibraciones, sacudimientos, choques, crispaciones. El «personaje» de Tropismos (de todos los libros de Nathalie Sarraute) es ese tejido elemental, ese flujo delicuescente en el que se debaten los hombres como las sanguijuelas en el fango. «No había nada que hacer. Nada que hacer. Imposible escapar. Por doquier, bajo formas innumerables, había traidores (“hoy el sol es traidor”, decía la portera, es “traidor” y una puede enfermarse. Así, mi pobre marido, y sin embargo él se cuidaba tanto…) por doquier, bajo las apariencias de la vida misma, aquello les ladraba al pasar, cuando pasaban corriendo frente al cubil de la portera, cuando respondían el teléfono, almorzaban en familia, invitaban amigos, dirigían la palabra a alguien». Aquello es esa red omnipresente, tiránica, que condiciona los actos, que regula la vida como un perfecto sistema de relojería, y a la que nadie puede sustraerse. Todos, sin excepción, sufren su dictadura y acatan sus convenciones. Pero en el fango promiscuo que comparten, los hombres no viven en paz, ni se sienten solidarios. Están allí como prisioneros de razas y lenguas distintas arrojados a un mismo calabozo, incomunicados. Son solitarios en medio del enjambre, «cada cual oculto en su antro, aislado, arisco, agotado». Pero todos simulan plegarse al colectivismo forzado, se esfuerzan por respetar las reglas del juego: «sobre todo, sobre todo no hacerlo notar, no hacer notar un solo instante que uno se cree diferente».
Condenados a la promiscuidad, obligados a convivir en el barro turbio, los hombres-larvas tienen permanentemente un presentimiento de catástrofe: «Y ella permanecía sin moverse de la orilla de su cama, ocupaba el menor espacio posible, tensa, como esperando que algo estallase, cayese sobre ella en ese silencio amenazador. A veces el grito agudo de las cigarras, en la pradera, petrificada por el sol y como muerta, provoca esa sensación de frío, de soledad, de abandono en un universo hostil en el que algo angustioso está forjándose. Extendido en la hierba bajo el tórrido sol, uno permanece inmóvil espiando, esperando». ¿De dónde viene esa oscura amenaza, quienes son esos implacables enemigos que pueden caer sobre uno en cualquier momento? Son los otros, todas las demás larvas, mis compatriotas del lodo. Por eso, lo que más horripila a estos seres es el contacto con un semejante, del que vienen todos los peligros: «Sería como un horrible contacto, como tocar con la punta de una varilla una medusa y luego esperar con disgusto que ella tiemble, de repente, se levante y se repliegue».
«No se puede vivir impunemente entre las larvas», dice el narrador de Portrait d'un inconnu. Derribadas todas las apariencias, suprimidos todos los disfraces, observada en su primitiva desnudez, la vida, parece decir Nathalie Sarraute, es sólo odio. Las larvas aspiran a despedazarse unas a otras: «Es por eso también que, a menudo, la detesto, por esta complicidad, esta promiscuidad humillante que se establece entre nosotros a pesar mío, esta fascinación que ella ejerce siempre sobre mí y que me obliga a seguir su traza, cabizbaja, olfateando olores inmundos». Rodeada de adversarios que la acechan sin tregua y esperan el menor descuido para precipitarse sobre ella y destruirla, la larva está siempre a la defensiva acechando también, alerta a cualquier descuido de las otras para adelantarse y herir. En este universo no hay ninguna instancia superior a quien acudir: Dios es otra de las apariencias suprimidas. La única vaga esperanza de escapar a esa horrible condición que es la suya, es la materia inerte: si la larva pudiera penetrar en ella, ahí, en el corazón de los objetos, se sentiría protegida, resguardada por una invulnerable coraza. Por eso, los hombres-insectos de Nathalie Sarraute se adhieren a las cosas como las estrellas marinas a las rocas. Pero aquéllos las rechazan, les niegan su envidiable indiferencia: «Los objetos también desconfiaban mucho de él y, desde hacía mucho tiempo ya, desde que, pequeñito, los había solicitado, había tratado de aferrarse a ellos, de pegarse contra ellos, de calentarse, ellos se habían negado a aceptar, a convertirse en lo que él quería».
En sus cuatro novelas aparecidas después de Tropismos, Nathalie Sarraute ha desarrollado horizontal y verticalmente su visión de la sociedad larval. Y en un libro de ensayos ha defendido sus teorías, esforzándose en demostrar que éstas se hallaban esbozadas de manera implícita en las obras de Dostoievski y Kafka.
II) UN TRABAJO DE DEMOLICIÓN
Las cuatro novelas que ha publicado hasta la fecha Natalie Sarraute extienden y profundizan el universo larval esbozado en los Tropismos. Las semejanzas formales y de contenido de esos libros son tan grandes que ellos podrían conformar un solo volumen perfectamente homogéneo o, si no, intercambiar episodios sin que la unidad de cada libro resultara mellada.
A primera vista, estas novelas que Sartre llamó certeramente antinovelas, se nos presentan como un voluntarioso y efectivo trabajo de demolición. Los elementos tradicionales del género han sido suprimidos en ellas, adelgazados y reducidos a una función tan subalterna que es como si no existieran. Ni Retrato de un desconocido, ni Martereau, ni El planetario ni Los frutos de oro tienen un verdadero argumento. En los tres primeros, ciertas acciones vagas e inconexas brotan en algunas páginas, desaparecen sin dejar rastro: pero es evidente que estos embriones de anécdotas salpicadas en el texto no tienen, en el fondo, interés alguno y que el autor hubiera podido prescindir de ellos. Y así ha ocurrido en su última novela, donde prácticamente no hay ninguna acción explícita; todo el libro ilustra de manera muy indirecta y parabólica el nacimiento y la muerte de un prestigio.
Sólo la voz
Las novelas de Natalie Sarraute son también sin «personajes». En un ensayo brillante y arbitrario, La era de la sospecha, ella ha justificado su encarnizamiento contra el héroe novelesco en una supuesta fatalidad: autor y lector habrían perdido la fe en aquél. «Así, el personaje, privado de ese doble soporte, la fe del novelista y del lector, que lo mantenía de pie, sólidamente instalado y cargando en sus hombros todo el peso de la historia, vacila y se deshace», «pierde sucesivamente todos sus atributos y prerrogativas». Y, en efecto, en sus libros, los seres, que flotan brumosamente aquí y allá, distan tanto de los personajes habituales de la ficción como un hombre de carne y hueso de la sombra que proyecta. Son, la mayoría de las veces, anónimos, carecen de pasado y de físico, no actúan o, más bien, sus acciones tienen un carácter puramente instintivo y paradójico y son idénticas y canjeables. Entre todas las facultades humanas, la única que conservan es la palabra, pero sólo la ejercitan para decir lugares comunes. Esto, sin embargo, varía ligeramente en El planetario, donde los individuos tienen ciertos contornos y uno puede reconocer características propias en algunos, el muchacho tonto, por ejemplo, o la escritora esnob. Pero, como para contrarrestar esta concesión a las viejas costumbres de la novela, en Los frutos de oro Nathalie Sarraute elimina brutalmente todos los ingredientes de los personajes. Salvo sus voces.
Sin argumento, sin personajes, los libros de Nathalie Sarraute tampoco tienen un escenario. Robbe-Grillet, desdeñoso como ella de anécdotas y héroes, concreta toda su atención en el paisaje, la descripción es la piedra angular de su obra. En cambio, en Nathalie Sarraute las cosas nunca ocupan el primer plano de la narración, aparecen rara vez y, por lo general, tienen un carácter metafórico. Pero ni siquiera en este sentido desempeñan un papel importante en sus novelas pues sus puntos de referencia preferidos pertenecen a la zoología: «como los perros olfatean siempre a lo largo de los muros los olores sucios, que sólo ellos conocen» / «la nariz gacha ella olfatea fascinada las vergüenzas» / «una bestiecilla atemorizada en mi interior que tiembla y se agazapa» / «nadie la reconoce cuando pasa, con su cabeza crispada, sus ojos saltones y duros fijos ante ella, su aire terco y obstinado de insecto». Sus libros no transcurren en un espacio debidamente fijado y descrito, las alusiones a ciudades o calles o sitios son siempre rápidas y someras, ya que el medio no condiciona la materia narrativa de estas novelas que quieren situarse, fuera de coordenadas precisas de tiempo y de lugar, en el impalpable y eterno territorio de los «tropismos», en ese magma primordial de la vida, anterior a la conciencia y a los actos.
Limitaciones y peligros
El rigor, la originalidad y la coherencia de la obra de Nathalie Sarraute son, desde luego, indiscutibles. Nadie puede negarle ese derecho, que ella reclamaba lúcidamente para el novelista —en su intervención en Leningrado, durante el encuentro de escritores occidentales y soviéticos—, de explorar «la realidad oculta» y de «crear nuevas formas». Ella ha hecho ambas cosas con obstinación y con talento. Tampoco cabe poner en duda la perfecta adecuación que hay en sus libros entre el resultado y los propósitos. Sería torpe acusarla de falta de imaginación cuando es evidente que la monotonía es para ella una virtud y que sus libros son deliberadamente borrosos, sus diálogos deliberadamente triviales, sus criaturas deliberadamente anodinas.
Pero, al mismo tiempo, es preciso señalar las limitaciones y los peligros de una empresa como la suya. Teóricamente, un autor que descubre un nuevo filón en la realidad, una veta ignorada, que gana para la literatura un sector desconocido del mundo (y es su caso), debería comunicar en sus obras una visión más ancha y completa del hombre y de la vida que los autores que lo precedieron. Sus libros tendrían que constituir representaciones más profundas, más ricas, de la realidad. ¿No es éste el mérito mayor de Flaubert, Joyce, Kafka y todos aquellos que llamamos grandes creadores? Las obras maestras son no sólo innovadoras, sino totalizadoras, integran lo nuevo a lo ya conocido en síntesis superiores, no mutilan la realidad sino que la amplían. Con Nathalie Sarraute ocurre algo distinto: pese a aportar un material nuevo, su mundo novelesco es lastimosamente enclenque y minúsculo. Su empeño por mostrar esa fase recién descubierta de la vida, los tropismos, la ha absorbido de tal modo que ha olvidado todas las otras y su concepción del mundo es, por eso, parcial e incluso caricatural. También sórdida y mezquina, y yo no creo ser injusto con ella al decir esto. La propia Sarraute ha hablado alguna vez de los hombres como de «parásitos de lenguaje azucarado y acre», «de larvas que se agitan sin tregua y remueven los bajos fondos del alma y aspiran con delicia el nauseabundo barro». Una obra, por eso, que hubiera podido ser desmedidamente grande, acaso tanto como la del mismo Joyce (que sí supo trasponer a la literatura una fase inédita de la vida, el subconsciente, sin privarla de su contexto necesario), resulta una obra de perspectivas estrechas, de valor estrictamente experimental y de significación más científica que literaria.
Si la literatura debe morir
Yo acabo de leer los libros de Natalie Sarraute, uno tras otro, y nunca, en tantos años que llevo leyendo novelas, he sentido una impresión igual de aburrimiento y de asfixia. Ella y Robbe-Grillet parecen convencidos de que la única posibilidad que tiene la literatura de salvarse es constriñendo su radio de acción a un terreno donde no tengan acceso sus poderosos enemigos: el cine, la televisión. ¿Para qué contar historias o fabricar personajes, dicen, si cualquier mediocre película lo hace muchísimo mejor? Yo pienso que sus temores sobre el destino de la literatura son justificados, pero no creo que el remedio que proponen sea eficaz. Sólo servirá, a la larga, para aumentar el abismo entre la literatura y el público y para convertir a aquélla en algo parecido a la pintura moderna: una actividad de repliegue, claustral, ejercida por y para solitarios. Si la literatura debe morir, que no la maten los propios escritores. Que sea hasta el final lo que fue siempre, ese reflejo soberbio e implacable de la vida donde los hombres descubren sus delirios, pequeñeces y grandezas.
París, septiembre de 1964