El más apasionante de los dos mil personajes de La comedia humana, ese fabuloso universo novelesco del siglo XIX, es sin la menor duda el padre de todos ellos, el propio Balzac. Así lo muestra, una vez más, André Maurois, en un libro que acaba de publicar en la editorial Hachette, con el título Prometeo o la vida de Balzac. En una nota preliminar, Maurois declara melancólicamente que, habiendo cumplido ochenta años, ya no podrá emprender un trabajo tan vasto de investigación y de composición como el que supone este libro. «Esta biografía —afirma— es la última que escribo». Es, también, la más ambiciosa y lograda que ha escrito. Autor fecundo, desigual y diverso, Maurois ha publicado varias decenas de libros, y los más perdurables son ciertamente sus biografías (de Disraeli, Shelley, Hugo, los Dumas, Proust, Sand, Chateaubriand), y entre ellas se puede asegurar que esta última figurará como obra cumbre.
Prometeo o la vida de Balzac es un libro sereno, que rehúye los efectos fáciles. Rica en detalles y en perspectivas, amparada por una documentación abundante, pero sin caer en el fárrago erudito, alejada por igual de la admiración exuberante y del ensañamiento crítico, esta biografía está organizada como una novela. El lector sigue la trayectoria de un destino individual, desde el interior, y, en el transcurso de los acontecimientos, se emociona o sonríe, reflexiona o se divierte, en plena complicidad con el narrador. Todo el tiempo, uno tiene la impresión de acompañar a Balzac, como un amigo vigilante, a través de su existencia, muy al tanto de sus cualidades y de sus defectos, de sus ilusiones y de sus tristezas, de compartir con él desengaños sentimentales, crisis económicas, aventuras, y de participar en la gestación de su obra literaria.
Entre los momentos de esta vida prodigiosa que André Maurois evoca con un estilo llano y simpático, es bastante difícil escoger. Sin embargo, tal vez las páginas más emocionantes son aquellas que resucitan el invierno de 1819, el instante en que Balzac se elige a sí mismo como escritor. El adolescente rehúsa un empleo de pasante de notario y decide demostrar a sus padres que es capaz de escribir. Viene a París como quien va a la guerra y aquí, solo, en una vivienda ruinosa y helada, donde hay sólo un camastro, una silla de paja y una mesa, trata empeñosa y vanamente de componer poemas. Sin desanimarse por los lamentables resultados de esta primera tentativa, cambia de género. Ensaya el teatro y concibe una tragedia en verso sobre Cromwell. Se enclaustra en su pocilga y, envuelto en una larga bata, encasquetado con un bonete acolchado que le regaló su hermana, las manos y los pies devastados por los sabañones, comienza a trabajar. No tiene dinero casi y sólo se autoriza a gastar tres centavos al día para el aceite de la lámpara. Subalimentado, pierde los dientes. Ninguno de estos sacrificios conmueve a las musas, que no visitan la siniestra vivienda y los versos son pedestres. La tragedia que él ambicionaba «digna de Corneille» resulta un melodrama y sólo sirve para demostrar a Balzac que no tiene aptitud ninguna para la poesía. Cuando sale de su encierro, está tan débil «que parece salir del hospital».
Pero poco después, de una manera casi casual, Balzac reincide. Se le presenta la ocasión de rehacer una novela que premedita «según el gusto más macabro y más banal del público de la época». Esta mediocre operación alimenticia suscita el milagro: la pluma tan reacia a los versos comienza a correr con extraordinaria desenvoltura sobre el papel, emulándose a sí misma, adquiriendo un dinamismo y una facilidad crecientes. Así, de las novelas de pacotilla salta a las novelas de talento, luego a las novelas de genio. Ya impulsada la imaginación de Balzac en la dirección que convenía, esta pluma seguirá corriendo, sin tregua, y sólo se detendrá treinta años después, prematuramente, quebrada por la muerte, luego de haber escrito una veintena de obras maestras, y una de las series novelescas más profusas de la historia.
Es difícil que la novela vuelva a representar para un autor lo que ella significó para Balzac. André Maurois lo hace ver de una manera indirecta y muy hábil, relacionando constantemente todos los accidentes de esta vida que evoca con su proyección literaria. Desde que Balzac se convierte en novelista, todo en él converge en esa realidad verbal que va creando y hay un momento en que los dos planos de su vida, el ficticio y el real, llegan a ser indiferenciables para él mismo. La escena del delirio de Balzac, dialogando con personajes de su vida y de su obra, es extraordinariamente significativa.
Maurois describe de una manera muy brillante los curiosos métodos de trabajo de Balzac, tan variados y antagónicos como sus propios libros. A veces, confía sólo en su imaginación y la cercanía de lo real lo estorba. Entonces se encierra día y noche, vive como un ermitaño, oculto hasta de la luz del sol (que lo distrae) y su única fuente de consulta es su interioridad. Paradójicamente, los libros compuestos mediante esta actitud introspectiva no son los de carácter esotérico o mágico, sino generalmente las evocaciones históricas como Un tenebroso asunto. Otras veces, en cambio, es como si estuviera vacío y fuera incapaz de inventar. Entonces, sale a la calle con una libreta y un lápiz, se instala en una esquina y espía a los transeúntes hasta que alguno «lo estimula». Lo sigue, observándolo, apuntando sus facciones, sus ropas, su andar, muchas veces la persecución dura horas, y Balzac no abandona su presa hasta localizar la casa donde vive, cuya fachada dibuja rápidamente en la libreta. Ya puede volver a su cuarto de trabajo, y empezar a escribir. Si, a pesar de este primer material, todavía se siente inseguro, al día siguiente retorna en busca de su personaje, verifica, consolida impresiones.
Maurois derriba muchos mitos que circulan todavía respecto a Balzac; por ejemplo, la melodramática escena según la cual fue engañado en el mismo instante que moría. También, la creencia de que fue un «improvisador pertinaz». En realidad, concebía sus libros con rapidez y los elaboraba de un tirón, pero luego corregía incansablemente sobre pruebas y esto no sólo motivó sus terribles querellas con los editores sino que, además, introdujo la costumbre, todavía vigente en algunos países, de multar al autor en sus derechos por las innovaciones que introduce en un texto ya impreso.
Maurois se refiere muy de paso a la actitud de los contemporáneos de Balzac respecto a la significación de La comedia humana. Es evidente que nadie, empezando por el propio autor, comprendió la importancia excepcional que tendría esta obra en la historia de la literatura, su gigantesca influencia y su carácter de línea fronteriza entre el desarrollo y descenso de un género. Tampoco insiste Maurois suficientemente en el contenido critico de la obra balzaciana respecto a la sociedad de su tiempo. Señala, en cambio, cuáles fueron las ideas políticas de Balzac, es decir, aquellas que pregonaba en sus cartas, en conversaciones y en artículos: su conservadurismo, sus disparatados argumentos en favor del absolutismo monárquico, su ingenuo embeleso por la nobleza. Hubiera sido aleccionador que Maurois destacara el contraste flagrante que hay entre estas convicciones y aquellas que implícitamente contiene La comedia humana, que, además de otras muchas cosas, es una radiografía sin concesiones de medio siglo de la historia de Francia. Pero, desde luego, estos vacíos no debilitan mayormente este libro que no pretende ser un estudio ni una interpretación de la obra de Balzac, sino la evocación de un hombre fuera de lo común.
En ciertas universidades norteamericanas, funcionan institutos donde, teóricamente al menos, se forman escritores. Somos, soy más bien escéptico sobre la eficacia de estas escuelas y, si es cierto que Truman Capote y Carson McCullers pasaron por ellas, pienso que estos dos escritores lo hubieran sido aun sin haberlas frecuentado, ¿Cómo se va a enseñar a escribir? Pero, tal vez sí sea posible mostrar hasta qué punto la vocación literaria depende no de las musas, ni del Espíritu Santo, sino de la voluntad. El caso más representativo es sin duda Balzac, y por eso en los institutos de Creative Writing esta biografía podría servir excelentemente de manual.
París, marzo de 1965