Leyendo a Proust uno se convence casi de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Esos príncipes, barones, ilustres personajes de la burguesía y de la aristocracia eran, objetivamente, responsables y beneficiarios de un sistema más injusto que el de nuestros días, pero, desde un punto de vista subjetivo, no resulta difícil juzgarlos con cierta benevolencia. Al menos, esas gentes aprovechaban su poder y su fortuna para rodearse de obras bellas, y fomentaban y practicaban (de una manera egoísta, claro) la cultura. Los privilegios desmedidos de que gozaban sirvieron, al menos, para desarrollar las letras y las artes. Qué diferencia, piensa uno, entre aquellos mecenas inquietos, decadentes, refinados, que (aunque fuera por esnobismo) habían hecho de la «belleza» una religión y un estilo de vida, y nuestros modernos príncipes de la industria, la banca y el comercio, ignaros, desdeñosos de toda actividad intelectual o artística, rabiosamente cursis e impermeables a placeres más elevados que los vegetativos o animales.
Sin embargo, todo esto ya no parece tan cierto, después de recorrer la impresionante exposición organizada por la Biblioteca Nacional de París sobre la vida y la obra de Marcel Proust. Aparece allí reconstituida en pequeño, con lujo de detalles, esa sociedad de la Belle Époque cuyos «placeres frívolos, perezas y dolores» sirvieron como material a ese monumento de la narrativa moderna que es En busca del tiempo perdido. Aunque Proust negara siempre haber escrito una novela en clave («Un libro —dijo— es un gran cementerio en cuyas tumbas ya no se pueden leer los nombres»), aquí tenemos todos los modelos de sus personajes, resucitados en cartas, cuadros, testimonios, fotos y objetos, también algunos ambientes que lo inspiraron, esos salones donde transcurrió su vida mundana, y todos los alimentos terrestres y espirituales de ese mundillo que fue el suyo y que aparece milagrosamente conservado en su obra. ¡Qué contraste! ¿En eso consistía la exquisitez, el buen gusto, la sensibilidad y la elegancia de esa época dorada? La realidad se yergue aquí como una caricatura grotesca de su trasposición literaria, como una lamentable parodia. La Belle Époque encarnaba en un personaje, el conde Robert de Montesquiou, todas sus excentricidades, magnificencias, sutilezas y maleficios. Este individuo singular sirvió de ejemplo a Huysmans para el diabólico Des Esseintes. Proust lo personificó en el célebre Barón de Charlus y fue, además, un admirador sincero de sus espantosos poemas. ¿Cómo podríamos tomar en serio el título de «profesor de belleza» que le concedió su época a Robert de Montesquiou, este hombrecillo ridículo, asfixiado de sortijas, bufandas, prendedores, que se retrata acariciando rosas y titulaba sus libros El jefe de los suaves olores, Bellezas profesionales y Las hortensias azules. Las imágenes de las fastuosas fiestas neoclásicas que ofrecía Montesquiou en su Pabellón de las Rosas nos revelan que se trataba de modestos bailes de disfraces, bien pobres en comparación con los que celebra hoy cualquier millonario subdesarrollado.
Una decepción semejante sobreviene cuando se confronta el mundo de los Guermantes que vive en la obra de Proust y la realidad que evoca. Es sabido que, al igual que el narrador deslumbrado por la célebre duquesa de Guermantes, Proust se apostaba cada mañana frente a la casa de la condesa Adhéaume de Chevigné, uno de los dos modelos de aquélla, y la admiraba en silencio. ¿Qué lo atraía en esa mujer sin labios y de poderosas mandíbulas que, a juzgar por sus carnets de bailes, ignoraba la sintaxis y la ortografía? Al menos, la condesa Greffulhe, la otra inspiradora de la duquesa, aparece en las pinturas de Laszlo como una mujer muy hermosa, pero las cartas de Proust nos indican que lo que él adoraba en esta última eran sobre todo sus maneras, sus gustos, su elegancia. Curiosa elegancia: consistía en aderezar los cabellos con plantas tropicales, vestir trajes de orquídeas malvas y ocultar el rostro bajo un empaste elaborado con media docena de ingredientes, importado cada uno de un país distinto. En una fotografía, la soberbia condesa ha anotado con puño vacilante su reconocimiento al fotógrafo: «Sólo el sol y usted me comprenden».
Los autores de la exposición, con admirable escrupulosidad, han reunido en una sala consagrada a la «Estética de Marcel Proust», la mayor parte de los cuadros elogiados en la obra y en la correspondencia del autor de Sodoma y Gomorra. Sin temor a equivocarse, se puede afirmar que no sólo el mundo de Proust, sino él mismo, ignoró o menospreció a los más importantes pintores de la época y, en cambio, adoró a una impresionante colección de creadores mediocres. Aquí se puede apreciar lo que valía realmente Paul Helleu, a quien Proust ha descrito en el personaje de Elstir y por quien tenía una admiración ilimitada. A primera vista resulta casi imposible reconocer, en las fulgurantes evocaciones de Proust, a cuadros tan desafortunados como El Otoño en Versalles y Mujer con sombrilla a bordo de un yate. ¿Cómo es posible que esas obras insípidas originaran páginas tan hermosas? Pero lo mismo se podría decir de la famosa linterna mágica de Combray, de los bizcochos, de la taza de té, del bastón, que viven en la obra de Proust con una presencia tan rica y avasalladora y parecen mil veces más reales allí, hechos palabras, que expuestos como cadáveres en las vitrinas de la Biblioteca Nacional. Todo ello se comprende a la luz de ese mecanismo enigmático que rige las relaciones de la literatura y de la realidad. El realismo de una obra artística no significa jamás reconstrucción fidedigna del mundo, sino evocación transfigurada de lo real. El precioso Montesquiou, probablemente, expresó en sus poemas afectados, en su barroquismo sensiblero y superficial, el mundo que sirvió de materia prima a Proust de una manera mucho más fiel que éste. El vacío, los disfuerzos, las gracejerías de la Belle Époque se materializan en las páginas de ese supuesto «profesor de belleza» y determinan su materia y su forma. Operando con los mismos elementos, Proust va infinitamente más lejos. Para ello debe alterar esa porción de realidad que le importa, debe deformarla incluso, transformarla. Sólo así rompe sus límites estrechos y accede a ese dominio universal en el que las obras literarias cobran vida propia. A través de las banalidades y las tonterías de la vida mundana, Proust descubre una forma de la alienación humana en un determinado momento de la historia; a través de la caprichosa conducta de Albertina (cuyo modelo, el chofer, Agostinelli, vemos en una foto, bigotudo y regordete) surge así, en toda su complejidad y su riqueza, el comportamiento del hombre.
París, julio de 1965