Las Antimemorias de Malraux

 

 

 

 

 

Las Memorias de André Malraux no han contentado a nadie, aunque todos coinciden en que se trata de uno de los libros más atractivos publicados últimamente en Europa. La decepción del lector no resulta de lo que el libro dice, sino de lo que calla: el material desechado se adivina mucho más rico que el que ha servido para elaborar estas seiscientas páginas de soberbia retórica.

«Este libro forma la primera parte de las Antimemorias, que comprenderán probablemente cuatro tomos, y serán publicadas en su totalidad después de la muerte del autor. Los pasajes del volumen cuya publicación se ha diferido son de carácter histórico», advierte una nota editorial. Las razones de esta discreción se comprenden: no resulta cómodo, para un ministro de Estado francés actual, resucitar su pasado de adjunto de Borodin durante la Revolución china, o de jefe de la aviación republicana española durante la guerra civil, sin colocarse en una situación contradictoria o sin crearle complicaciones al Gobierno que integra. De su asombrosa trayectoria de hombre de acción, Malraux sólo rescata, por ahora, aquellos periodos, como la lucha contra el nazismo, sobre los que puede explayarse libremente sin deteriorar al personaje oficial que encarna, y, aun así, esta mirada retrospectiva fragmentada, adopta, salvo en fugaces ocasiones, más la forma de reflexión que la de evocación. «¿Qué me importa lo que me importa sólo a mí?», exclama, en el brillante prólogo en el que explica por qué ha llamado Antimemorias a su autobiografía. No se propone, dice, contar su vida a la manera de los memorialistas, sino indagar, a partir de ciertas experiencias personales, por la significación del mundo. «Porque el hombre no llega jamás al fondo del hombre, ni recobra su imagen a través de los conocimientos que adquiere: encuentra una imagen de sí mismo en las preguntas que hace». El hombre de las Antimemorias no es el recio aventurero nómada que conspiraba, a lo largo del mundo, contra el orden social, y trasponía en ficciones nerviosas y admirables sus acomodos y fricciones con la historia; es el sedentario pensador entregado a lúcidas meditaciones estéticas que escribió Las voces del silencio, y el alto funcionario que, con eficacia (y hasta genio) se ocupa de la cultura dentro de un régimen establecido.

El caso Malraux es uno de los más fascinantes de nuestra época, no tanto porque en este personaje coincidieran un creador y un hombre de acción (aunque esto es ya poco frecuente), sino por la magnitud, intensidad y brillo que alcanzaron, a la vez y sin perjudicarse, estas dos fases antagónicas de una misma personalidad. El otro ejemplo contemporáneo es T. E. Lawrence, pero ni siquiera él ostenta una hoja de servicios comparable a la del autor de La condición humana. Explorador de reinos que devoraron los siglos, pionero de la aviación, combatiente clandestino en Indochina y en China; en España, responsable de los pilotos de la República; coronel de brigada durante la Resistencia; prisionero de la Gestapo, testigo de torturas, víctima de un simulacro de fusilamiento; orador político, ministro de Estado y embajador itinerante encargado de complicadas negociaciones diplomáticas por De Gaulle: es difícil imaginar un prontuario vital más cargado de experiencias históricas importantes. Prácticamente todos los grandes acontecimientos registrados en Europa y Asia —revoluciones, guerras mundiales— tuvieron en Malraux a un testigo o a un participante de excepción. ¿Cómo pudo, al mismo tiempo que vivía su época de esta manera crucialmente activa, desarrollar una obra literaria de la significación que tiene la suya? ¿Cómo se conciliaron, se alimentaron o se desgarraron, en él, el aventurero y el creador? Las Antimemorias no esclarecen en absoluto estos enigmas. En ellas el hombre que cuenta no es, como el lector lo esperaba, el testigo y actor privilegiado de las grandes convulsiones que sacudieron al mundo, ni el escritor que supo trasponerlas en ficciones mejor que ninguno de sus contemporáneos. Es sólo una voz sin silueta que describe, impersonalmente, en largas frases majestuosas, henchidas de poesía, templos, paisajes, museos, mandatarios, o se interroga, contemplando estatuas, bosques y desiertos, sobre el destino de las civilizaciones desaparecidas, el mensaje muerto de los dioses y la vida de las religiones, o reproduce (tal vez, inventa) sus diálogos históricos con los grandes de este mundo: Mao Zedong, Gandhi, De Gaulle.

Son páginas que, escritas por cualquier otro que no fuera Malraux, deslumbrarían: la lengua es bella e impecable, el pensamiento atrevido, la cultura enorme y viva. La filosofía política que transpira de ellas es poco original —un nihilismo nacionalista más bien vago, una convicción de que la historia es obra de gigantes solitarios, una admiración sin reservas por los jefes ilustrados y un discreto desdén por las masas, un voluntarismo individualista levemente inquietante—, pero ella no pretende hacer proselitismo, ni es demasiado invasora, a menudo desaparece sumergida por las extensas, curiosas, brillantes consideraciones estéticas y morales, o por narraciones —la juventud de Buda, las peripecias de la Gran Marcha, las aventuras del «alocado» Mayrena entre las tribus más belicosas de Indochina—, ajenas a la experiencia del autor y que están referidas con imaginación y brío notables. Pero de Malraux se esperaba algo distinto: testimonios, hechos, datos, sobre todo aquellos episodios en los que vivió inmerso, que resultan claves hoy día, y que él hubiera podido iluminar con luces nuevas, y sobre su propia historia personal, que se halla tan inseparablemente unida a la historia de sus libros. Las siluetas de Buda, De Gaulle, Mao, Gandhi, o la del pintoresco Clapique de sus novelas, a quien encuentra en carne y hueso en el Extremo Oriente, destellan en su libro de una manera muy vívida; la del propio Malraux, no asoma casi nunca.

Pero en los dos momentos que asoma, de cuerpo entero, sin reticencias, el libro se carga de electricidad, de una vida irreprimible y fulgurante, de impetuosa pasión. Se trata de dos episodios de su vida que Malraux ha condescendido —es la palabra que conviene— a relatar con minucia: su vana tentativa juvenil para localizar en el desierto las ruinas del imperio de la Reina de Saba, que culmina con una homérica lucha en los aires contra una tormenta de granizo, y sus primeras horas de combatiente regular, en la Segunda Guerra Mundial, en el interior de un tanque. El incomparable narrador de La condición humana, La esperanza y Los conquistadores resucita en esas páginas y desplaza al esteta contemplativo. La reflexión se transforma en ficción, en realidad verbal que captura al lector y, destruyendo su conciencia crítica, apartándolo de su mundo, lo arroja al ilusorio mundo de lo narrado. En un minúsculo aeroplano con combustible suficiente para unas pocas horas, dos aventureros emprenden viaje hacia el legendario lugar donde se alzó el reino bíblico; una tempestad los aparta de la ruta, cuando llegan a las ruinas son recibidos a balazos por beduinos hostiles. De regreso, el minúsculo aeroplano es absorbido por un temporal de granizo que, durante minutos que parecen siglos, lo sacude y azota, amenazando a cada instante estrellarlo contra las montañas.

Todas las disquisiciones sobre la muerte que aparecen en el resto del libro no valen lo que este puñado de páginas en las que el lector, gracias a la eficacia turbadora del relato, siente rondando la muerte en torno suyo en forma de viento y proyectiles blancos, como los tripulantes del aeroplano. El otro episodio tiene lugar años después. En el vientre metálico de un tanque, un grupo de soldados avanza en la noche hacia las líneas enemigas. De pronto, el tanque se hunde en la tierra; arriba de ellos la artillería ha comenzado su macabro griterío. Saben —en la instrucción del cuartel los previnieron— que esas trampas están reguladas con los cañones enemigos: al tocar el fondo del pozo, el tanque que ocupan alertó a una máquina de guerra que, en cualquier momento, comenzará a disparar. También esta vez se trata de unos cuantos minutos en los que un hombre se enfrenta a la más decisiva experiencia: la cercanía de la muerte. La intensidad, la ferocidad del peligro disipa todas las máscaras con que los amenazados encubrían su verdadera personalidad y, por minutos, los atrapados se muestran desnudos, con lo peor y lo mejor de sí mismos en el rostro. Malraux dice, en alguna parte de sus memorias, que lo que más le importa es conocer los exactos límites de la condición humana, y en otra que «el hecho de morir no significa un problema para quien tiene la suerte banal de ser valiente». En su libro, en ninguna parte muestra al lector tan efectiva y eficazmente los límites de esa condición humana, como en ese par de episodios de su vida en los que vio tan próxima la muerte.

 

Londres, enero de 1968