Emma Bovary y los libros

 

 

 

 

 

Una opinión muy extendida es que Emma Bovary fue una muchacha convencional, frívola, cursi, ingenua, tonta, y que su tragedia carece de grandeza. En eso habría consistido el genio de Flaubert: en dar dignidad artística a lo mediocre y a lo vulgar, con lo que echó los cimientos del «realismo» literario.

Esta opinión es extremadamente injusta con Emma y, sobre todo, con un libro que va más allá de lo que sin duda sospechó Flaubert (caso, por lo demás, frecuente). Él contribuyó al malentendido con las cosas que dijo sobre Madame Bovary a Louise Colet, mientras escribía la novela, y no hay que olvidar que fue seguramente él, con esa fascinación por la farsa que siempre tuvo, quien susurró a Maître Senard, el defensor del libro ante los tribunales, este persuasivo argumento: Madame Bovary fue escrita para mostrar los inconvenientes de impartir a una joven una educación superior a la de su clase.

Emma es una mujer descontenta con su suerte, en rebeldía contra lo que la rodea. Ahora bien, las razones de su inconformidad con la vida no son aquellas que tienen buena prensa, es decir, las injusticias «sociales»: la explotación económica, las desigualdades de clase, la represión política. Menos ideológica, más práctica y, si se quiere, más egoísta, la esposa del facultativo de Yonville l'Abbaye está demasiado absorbida por sus problemas para pensar en los de los demás, y sus problemas se reducen a uno sólo, simple y atroz: el mundo en que habita le prohíbe ser feliz, le niega aquello que sus sentidos y su fantasía reclaman. Es ésta la injusticia contra la que Emma Bovary insurge.

Que su rebeldía sea individualista, enraizada en motivos personales, no significa que sea menos profunda o que cuestione menos las bases de la sociedad que la de un revolucionario «social» (aquel que entiende los problemas sólo en términos colectivos), sino, más bien, lo contrario. Porque, aunque sea más difícil de alcanzar e, incluso, de definir, aquel derecho al placer y a la felicidad que es el móvil constante detrás de la conducta de Emma Bovary, si fuese entronizado, traería consigo un trastorno vertiginoso, apocalíptico, de la sociedad. Pues para esa mujercita extraordinaria, capaz de hacer trampas a los otros pero nunca a sí misma, la felicidad sólo podía ser completa, genuina, reintegrando la totalidad humana escindida a lo largo de la historia, reuniendo a esos dos enemigos, la realidad y el deseo, devolviendo al cuerpo y al instinto el derecho de ciudad que les fue recortado en nombre de los objetivos, considerados superiores, más nobles, sagrados, de la razón y el espíritu. En su remota aldea normanda, Emma Bovary oscuramente se rebela contra siglos de historia y contra la noción misma de civilización al rechazar esa censura entre lo permisible y lo deseado, entre razón y sinrazón, entre la imaginación y la vida que ha sido y sigue siendo una fuente de desdicha para el hombre tanto o más grande que las injusticias llamadas «sociales».

La actitud de Emma declara ineptas, incapaces de dar al hombre lo que él quiere alcanzar en esta vida —pues es éste el reino donde todo comienza y termina para Emma Bovary—, todas las instituciones y creencias de su tiempo: la religión, la familia, la moral social, la cultura. Todas ellas, a lo largo del libro, conspiran contra esa voluntad de goce que Emma se niega a reprimir en sí misma, y en nombre de la cual infringe todas las prohibiciones y tabúes: las que rodean a la madre, a la esposa, a la parroquiana, a la ciudadana e incluido al ser viviente (al que le está vedado suicidarse). El desacato de Emma está en la tradición de aquellos que osaban matar a Dios —los libertinos— y se resistían a admitir que los instintos y la imaginación del individuo fueran mutilados para hacer posible la vida en comunidad, la de aquellos que querían una libertad absoluta para los deseos, aun cuando ella, como en los libros de Sade (que Flaubert admiraba), devastara el mundo. Ésa es la libertad que Emma confusamente ambiciona y por la que muere. El único que lo intuyó fue el más lúcido de sus contemporáneos: Baudelaire.

El agente de insatisfacción de Emma —la manzana que la tienta y la corrompe— son los libros; más precisamente, las novelas. Otra falacia tenaz, en torno a ella, es que era una mala lectora. Lo sostiene, incluso, un escritor tan fino como Nabokov: «Leía de manera emotiva, hueca, juvenil, poniéndose en el lugar de las heroínas de los libros». Hacía eso, es verdad, pero no es verdad que sea malo, eso es algo que más bien habla a su favor. Ella leía sus historias románticas como el Quijote —otro ser tentado y corrompido por la ficción— los libros de caballerías. Tan asiduos lectores no podían ignorar algo tan obvio: que las ficciones son siempre mentiras, que las novelas no se escriben para pintar la realidad sino para despintarla, que ellas no expresan la vida tal como es sino lo que sobra o falta o anda equivocado en la vida. Igual que el caballero de la Mancha, la muchacha de Normandía se empeña en trasladar las ficciones a la realidad, en materializar el sueño. El resultado, en ambos casos, es trágico. La ingenuidad de ambos es, al mismo tiempo, audacia formidable; su empeño fija un tope más alto a la aventura humana. En el caso del Quijote ello está reconocido porque su quimera puede ser asimilada a las utopías bien vistas, las «sociales»: desfacer entuertos, socorrer viudas, amparar al débil, etcétera.

El sueño que Emma quiere materializar no puede ser defendido en nombre del bien social porque, en última instancia, atenta contra el principio en el que se funda la solidaridad colectiva. La sed de goce no tiene límites; el deseo, suelto, se convierte en apetito destructor, en fuente de desagregación, desorden y crimen. Pero, para bien o para mal, pese a todas las prohibiciones, él siempre está ahí, habitando al individuo, haciéndolo infeliz una y mil veces, estropeando todas las tentativas de organizar la sociedad sobre nobles fundamentos «colectivos».

El romanticismo, no pese, sino gracias a sus excesos, sacó a la luz, convirtiéndolo en mito literario, este dominio irreductible a lo «social» del individuo, y a través de esos libros Emma Bovary descubrió su verdadera naturaleza y vocación. En realidad fue una lectora temible —admiró a escritores notables, como Victor Hugo y Walter Scott, e incluso supo sacar buen provecho de mediocridades como Bernardin de Saint-Pierre y Lamartine—, que advirtió con agudeza que las mentiras de las ficciones expresan una verdad profunda y que gracias a ellas comparecen ante nosotros aquellos demonios que la ciudad exila, reprime y quiere matar porque ponen en peligro la existencia de la colectividad. A diferencia de otros, a Emma no le bastó la compensatoria satisfacción espiritual para el ansia de goce que proporcionan las ficciones del arte o la literatura. Ella trató de convertir la ficción en experiencia vivida, no lo consiguió y tuvo que matarse. Su historia ejemplifica de manera conmovedora esa tragedia del hombre al que ha sido dada la facultad de soñar y a quien la sociedad —toda sociedad— prohíbe realizar sus sueños.

El alegato contra toda moral «social» de Madame Bovary no podía ser claramente percibido, sin duda, tras las espesas nubes de hipocresía de su época, ni después, cuando se hallaban en pleno apogeo las ilusiones revolucionarias. Pero quizá hoy, a los cien años de muerto su creador, en este tiempo en que se comprueba la bancarrota de las revoluciones sociales y se hacen tan patentes las insuficiencias de toda rebeldía concebida en términos exclusivamente «colectivos», el mensaje de Emma Bovary tenga mejores posibilidades de ser entendido.

 

Washington, mayo de 1980