Los escritores que creemos en el socialismo y que nos consideramos amigos de la URSS debemos ser los primeros en protestar, con las palabras más enérgicas, por el enjuiciamiento y la condena de Andrei Siniavski y Yuri Daniel, los primeros en decir sin rodeos nuestro estupor y nuestra cólera. Este acto injusto, cruel e inútil no favorece en nada al socialismo y sí lo perjudica, en vez de prestigiar a la URSS la desprestigia. La mejor prueba de ello es la ola de protestas de periódicos, personalidades y partidos comunistas europeos que, en nombre del mismo socialismo, han condenado lo ocurrido en Moscú.
Todo, en este asunto, tiene un carácter ciego e injustificable: los delitos que se imputaron a Siniavski y Daniel, la forma como se ha llevado a cabo el proceso, la severidad de la sentencia. Es cierto que los libros incriminados contienen sátiras e ironías que critican veladamente algunos aspectos de la URSS, pero en la mayoría de las sociedades roídas por las contradicciones del Occidente aparecen a diario libros mucho más refractarios y violentos sin que aquéllas se sientan amenazadas en sus cimientos y envíen a sus autores a la cárcel. ¿La estable, la poderosa Unión Soviética, la patria de los cohetes que viajan a la Luna, se vería en peligro por dos volúmenes de relatos fantásticos (por lo demás, algo mediocres) y por un ensayo hostil al realismo socialista? Ciertamente no, y sería injuriar a los responsables de este proceso lastimoso suponer que lo hayan creído. Todo indica que Siniavski y Daniel son un pretexto, que su condena tiene un carácter de escarmiento preventivo, que, a través de ellos, se trata de frenar, o cuando menos moderar, la tendencia notoriamente crítica y anticonformista que desde hace algunos años se manifiesta en la literatura soviética. Pero esto es más grave todavía.
Quiero ponerme en el caso más extremo y aceptar, contra la evidencia misma, lo que dice el comunicado de la Agencia Tass: que Siniavski y Daniel no se han limitado, como en realidad ha sucedido, a escribir, uno, algunas frases irreverentes contra Chéjov, burlándose de sus «escupitajos de tuberculoso» o contra la barbita de Lenin, y, el otro, unas sentencias duras contra los abusos del estalinismo, sino que sus libros, editados en Occidente con seudónimo, son narraciones que atacan de manera frontal a la URSS: a su Gobierno, a sus leyes, a los principios en que se funda su sistema. Es decir, que sus libros combaten el fundamento mismo de la sociedad socialista. También en este caso hipotético sería legítimo protestar, también en este caso el enjuiciamiento y la condena de Siniavski y Daniel serían injustos.
Al pan pan y al vino vino: o el socialismo decide suprimir para siempre esa facultad humana que es la creación artística y eliminar de una vez por todas a ese espécimen social que se llama el escritor, o admite la literatura en su seno y, en ese caso, no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de ironías, sátiras y críticas que irán de lo adjetivo a lo sustantivo, de lo pasajero a lo permanente, de las superestructuras a la estructura, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: no hay creación artística sin inconformismo y rebelión. La razón de ser de la literatura es la protesta, la contradicción y la crítica. El escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir dramas, cuentos o novelas que merezcan este nombre, nadie que esté de acuerdo con la realidad en la que vive acometería esa empresa tan desatinada y ambiciosa: la invención de realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, blancos, vicios, equívocos o prejuicios a su alrededor. Entiéndanlo de una vez, políticos, jueces, fiscales y censores: la literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza díscola fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista.
Por lo demás, ¿alguien osaría poner en duda que esta avispa turbadora, que no cesa de zumbar en las orejas del elefante social, que jamás se cansa de clavarle su lanceta en los sólidos flancos, sea, después de todo, saludable? No hay ni habrá sociedades perfectas, el socialismo sabe mejor que nadie que el hombre es infinitamente perfectible. La literatura contribuye al perfeccionamiento humano impidiendo la recesión espiritual, la autosatisfacción, el inmovilismo, la parálisis, el reblandecimiento intelectual o moral. Su misión es agitar, inquietar, alarmar, mantener a los hombres en una constante insatisfacción de sí mismos, su función es estimular sin tregua la voluntad de cambio y de mejora aun cuando para ello deba emplear las armas más hirientes. «Más me quieres, más me pegas», dice una india a su marido en un chiste costumbrista peruano. Para la literatura esta frase no es estúpida sino válida porque define brillantemente sus relaciones con la sociedad. Compréndanlo todos de una vez: mientras más duros sean los escritos de un autor contra su país, más intensa es la pasión que arde en el corazón de aquél por su patria. La violencia, en el dominio de la literatura, es una prueba de amor.
Todas las sociedades, todos los regímenes han tratado de un modo o de otro de domesticar a la literatura, de «integrarla», de cegar sus fuentes subversivas y de embalsar sus aguas dentro de muros dóciles. La Inquisición no vaciló en encender hogueras en las plazas públicas para que ardieran las novelas de caballerías, y sus autores debieron esconderse detrás de seudónimos y vivir a la sombra. Más tarde, las sociedades se llamaron cultas y se dedicaron a corromper a los autores, pero precisamente cuando las letras y las artes parecían «asimiladas», en ese siglo XVIII de grandes imposturas, surgieron esos agitadores que ahora llamamos los malditos. Como ni el fuego ni el soborno erradicaron a la avispa sediciosa, las sociedades modernas la combaten con métodos más sutiles. No hablo del mundo subdesarrollado, donde el grueso de las presuntas víctimas está inmunizado contra el mal de la literatura porque no sabe leer. Allí, la literatura se tolera porque carece de lectores; allí basta con matar de hambre a los autores y conferirles un estatuto social humillante, intermedio entre el loco y el payaso. Hablo de las grandes naciones occidentales donde la literatura es aceptada, amparada, estimulada, acariciada, ablandada, habilísimamente desviada de su lecho natural, que es la insumisión y el desacato.
Nosotros debemos luchar porque la sociedad socialista del futuro corte todas las vendas que a lo largo de la historia han inventado los hombres para tapar la boca majadera del creador. No aceptaremos jamás que la justicia social venga acompañada de una resurrección de las parrillas y las tenazas de la Inquisición, de las dádivas corruptoras de la época del mecenazgo, del menosprecio en que se tiene a la literatura en el mundo subdesarrollado, de las malas artes de frivolización con que se inmunizan contra ella las sociedades de consumo. En el socialismo que nosotros ambicionamos, no sólo se habrá suprimido la explotación del hombre; también se habrán suprimido los últimos obstáculos para que el escritor pueda escribir libremente lo que le dé la gana y comenzando, naturalmente, por su hostilidad al propio socialismo. Varios partidos comunistas, como el italiano y el francés, admiten el principio de que una sociedad socialista consienta en su seno prensa libre y partidos de oposición. Nosotros queremos, como escritores, que el socialismo acepte la literatura. Ella será siempre, no puede ser de otra manera, de oposición.
París, marzo de 1966