Epitafio para Romain Gary

 

 

 

 

 

Hace una semana se encontró muerto, en su departamento de París, a Romain Gary. Se había suicidado de un balazo. Junto a su cadáver dejó una nota explicando que se mataba por desánimo, porque ya no le interesaba vivir.

Las notas necrológicas han recordado que fue un judío ruso-francés de vida aventurera, héroe de la aviación francesa libre durante la Segunda Guerra Mundial, ganador del Premio Goncourt en 1936 con una novela sobre el exterminio de los elefantes en África —Las raíces del cielo— y ex marido de la actriz Jean Seberg, cuyo suicidio, un año atrás, lo había afectado profundamente. Romain Gary dirigió algunas películas —una de ellas situada en una imaginaria Paracas: Les Oiseaux vont mourir au Perou— y escribió una veintena de novelas, algunas muy populares, que están a medio camino entre la literatura creativa y el mero entretenimiento.

Pero su libro principal fue un virulento panfleto de quinientas páginas que publicó hace quince años la editorial Gallimard: Pour Sganarelle. Sutesis era conservadora y sensacionalista: la novela agoniza, víctima de una conjura en la que han intervenido los mejores narradores y críticos europeos. Kafka inició el proceso de demolición del género y lo siguieron, con encarnizamiento semejante, una larga serie de autores entre los que figuran Sartre, Goldmann, Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute. Los últimos grandes novelistas fueren Tolstói y Balzac.

Pour Sganarelle se presentaba como prólogo de una ambiciosa novela que Gary se proponía escribir: Frère Océan. Suhéroe sería un pícaro moderno; el tema, la bomba de hidrógeno, y constaría de varios volúmenes. Ocurriría en Tahití. Con independencia, iconoclasta y humor, Gary pasa revista a la narrativa moderna, abrumándola de reproches. Este libro, comenzado en una playa cerca de Lime, continuado en las Cícladas y terminado en París, pese a sus repeticiones y a su desmesura, contiene algunas intuiciones muy agudas sobre el quehacer novelístico.

Según Gary, la novela no describe la realidad (a la que llama la Potencia): rivaliza con ella. El gran novelista lucha de igual a igual con la Potencia y, valiéndose de todos los recursos de su imaginación, consigue enfrentarle un objeto que tiene su apariencia: la obra maestra. La guerra y la paz, el Quijote y La comedia humana son los ejemplos más altos de esta suprema impostura. Tolstói, Cervantes y Balzac consiguen engañarnos totalmente: en sus obras tenemos la impresión de atrapar toda la realidad, de averiguarla en sus manifestaciones más recónditas. Se trata de un simulacro, por supuesto, pues las palabras no son la vida: sólo espejismos.

Hay dos clases de novelistas: el total y el totalitario. El primero se enfrenta al enemigo, la Potencia, como David a Goliath, decidido a vencer. El segundo rehúye la batalla, es incapaz de «competir» con la realidad y disimula su fracaso pretendiendo interpretar la vida. El novelista totalitario universaliza un solo aspecto de la experiencia humana, reduce la realidad a uno sólo de sus ingredientes.

«En la ficción no existe otro criterio de autenticidad que el poder de convencer», dice Romain Gary. Y añade: «En el arte todo está permitido, salvo el fracaso». El verdadero novelista pone en práctica una libertad ilimitada, se sirve de todo —ideologías, mitos, documentos, invenciones— y no sirve más que a un amo: la novela. «La novela no cambia nada, nunca ha cambiado nada específicamente: es una creación paralela». Romain Gary no se considera un artepurista; niega que la novela ejerza influencia en la vida por sí misma, pero, dice, en ciertos casos —el de la obra maestra—, el «espejismo perfecto» dura, se incorpora al fondo cultural de la Potencia y comienza a operar sobre ésta, aunque de una manera que jamás puede ser prevista por su autor.

Si la novela no representa lo real, si es sólo una piadosa ilusión ¿por qué existe, para qué sirve? Para llenar los vacíos de la realidad, para aplacar las necesidades que la Potencia no satisface. La vocación de novelista (y de lector de novelas) se origina en el presentimiento de un blanco en la vida. Ficción y realidad son dos creaciones continuas, simultáneas, pero la primera va cubriendo los huecos, rellenando las rendijas que aparecen en el desarrollo de la segunda.

Gary niega que la aparición del cine y la televisión constituyeran una amenaza para el género. Si los mejores novelistas de nuestros días, dice, tienen público limitado, no es porque la gente se desinterese de la novela —pues jamás se ha consumido tanta subliteratura narrativa— sino porque dichos autores están asesinando el género, al recluirse en el laboratorio. Los millones de ejemplares que se venden cada año de subliteratura muestran una heroica, tenaz lealtad del público para con la ficción tradicional que, en cambio, es socavada y traicionada desde adentro por quienes se presentan como sus mejores cultores.

El ensayo de Romain Gary repetía constantemente que no existen teorías válidas sobre la novela, sólo novelas válidas, y que las afirmaciones de su ensayo eran simples elementos de trabajo que desarrollaría prácticamente en Frère Océan. Él se declaraba novelista de vocación «total», enemigo acérrimo de los novelistas «totalitarios», discretos asesinos del género. Nunca llegó a escribir esa atrevida novela que hubiera sido algo así como el eslabón contemporáneo de la cadena de novelas totales que él interrumpía en Tolstói (¿por qué no en Faulkner, más bien?). Pero en Pour Sganarelle dejó anotadas una serie de observaciones sobre la crisis de la novela moderna que los años han venido confirmando de manera sistemática. No sé si a todos, pero a mí ese libro de estilo desmañado y chistes procaces, que leí en el verano de 1965, me ayudó a aclarar varias ideas sobre la literatura y por eso, aunque nunca me gustaron sus novelas, siempre tuve respeto por Romain Gary.

 

Washington, 1980