Cada vez que un escritor latinoamericano residente en Europa es entrevistado, una pregunta asoma, infalible, en el cuestionario: «¿Por qué vive fuera de su país?». No se trata de una simple curiosidad; en la mayoría de los casos, la pregunta enmascara un temor o un reproche. Para algunos, el exilio físico de un escritor es literariamente peligroso, porque la falta de contacto directo con la manera de ser y la manera de hablar (es casi lo mismo) de las gentes de su propio país puede empobrecer su lengua y debilitar o falsear su visión de la realidad. Para otros, el asunto tiene una significación ética: elegir el exilio sería algo inmoral, constituiría una traición a la patria. En países cuya vida cultural es escasa o nula, el escritor —piensan estos últimos— debería permanecer y luchar por el desarrollo de las actividades intelectuales y artísticas, por elevar el nivel espiritual del medio; si, en vez de hacerlo, prefiere marcharse al extranjero, es un egoísta, un irresponsable o un cobarde (o las tres cosas juntas).
Las respuestas de los escritores a la infalible pregunta suelen ser muy variadas: vivo lejos de mi país porque el ambiente cultural de París, Londres o Roma me resulta más estimulante; o porque a la distancia tengo una perspectiva más coherente y fiel de mi realidad que inmerso en ella; o, simplemente, porque me da la gana. (Hablo de los exiliados voluntarios, no de los deportados políticos). En realidad, todas las respuestas se pueden resumir en una sola: porque escribo mejor en el exilio. Mejor, en este caso, es algo que debe entenderse en términos psicológicos, no estéticos; quiere decir con «más tranquilidad» o «más convicción»; si lo que escribe en el exilio tiene mayor calidad de lo que hubiera escrito en su propio país, es algo que nadie podrá saber jamás. En cuanto al temor de que el alejamiento físico de su realidad perjudique, a la larga, su propia obra, el escritor de vocación fantástica puede decir que la realidad que describen sus ficciones se desplaza con él por el mundo, porque sus héroes bicéfalos, sus rosas carnívoras y sus ciudades de cristal proceden de sus fantasías y de sus sueños, no del escrutinio del mundo exterior. Y añadir que la falta de contacto diario con el idioma de sus compatriotas no lo alarma en absoluto: él aspira a expresarse en una lengua desprovista de color local, abstracta, exótica incluso, inconfundiblemente personal, que puede forjar a base de lecturas.
El escritor de vocación realista debe recurrir a los ejemplos. Sólo en el caso de la literatura peruana es posible enumerar una ilustre serie de libros que describen el rostro y el alma del Perú con fidelidad y con belleza, escritos por hombres que llevaban ya varios años de destierro. Treinta en el caso de los Comentarios Reales del Inca Garcilaso; por lo menos doce en el de los Poemas humanos de Vallejo. La distancia, en el espacio y en el tiempo, no enfrió ni desquició en estos dos casos —tal vez los más admirables de la literatura peruana— la visión de una realidad concreta, que aparece traspuesta en esa crónica y en esos poemas de manera esencial. En la literatura americana los ejemplos son todavía más abundantes: aunque el valor literario de las odas de Bello sea discutible, su rigor botánico y zoológico no lo es, y la flora y la fauna que rimó de memoria, en Londres, corresponden a las de América; Sarmiento escribió sus mejores ensayos sobre su país —Facundo y Recuerdos de provincia— lejos de Argentina; nadie pone en duda el carácter profundamente nacional de la obra de Martí, escrita en sus cuatro quintas partes en el destierro; ¿y el realismo costumbrista de las últimas novelas de Blest Gana, concebidas varias décadas después de llegar a París, es menos fiel a la realidad chilena que el de los libros que escribió en Santiago? Asturias descubrió el mundo mágico de su país en Europa; los libros más anecdóticamente argentinos de Cortázar están escritos en París.
Ésta es una simple enumeración de ejemplos y la estadística no constituye en este caso un argumento, sólo un indicio. ¿Indicio de que el exilio no perjudica la capacidad creadora de un escritor y de que la ausencia física de su país no determina un desgaste, un deterioro, en la visión de su realidad que transmiten sus libros? Cualquier generalización sobre este tema naufraga en el absurdo. Porque no sería difícil, sin duda, dar numerosos ejemplos contrarios, mostrando cómo, en sinnúmero de casos, al alejarse de su país, hubo escritores que se frustraron como creadores o que escribieron libros que deformaban el mundo que pretendían describir. A esta contraestadística —estamos en el absurdo ya— habría que responder con otro tipo de ejemplos, que mostraran los incontables casos de escritores que, sin haber puesto nunca los pies en el extranjero, escribieron mediocre o inexactamente sobre su país. Pero ¿y aquellos escritores de talento probado que, sin exiliarse, escribieron obras que no reflejan la realidad de su país? José María Eguren no necesitó salir del Perú para describir un mundo poblado de hadas y enigmas nórdicos (como el boliviano Jaimes Freyre), y Julián del Casal, instalado en Cuba, escribió sobre todo acerca de Francia y del Japón. No se exiliaron corporalmente, pero su literatura puede llamarse exiliada, con la misma justicia con que puede llamarse literatura arraigada la de los exiliados Garcilaso o Vallejo.
Lo único que queda probado es que no se puede probar nada en este dominio y que, por lo tanto, en términos literarios, el exilio no es un problema en sí mismo. Es un problema individual, que en cada escritor adopta características distintas y tiene, por lo mismo, consecuencias distintas. El contacto físico con la propia realidad nacional no presupone nada, desde el punto de vista de la obra: no determina ni los temas, ni el vuelo imaginativo, ni la vitalidad del lenguaje en un escritor. Exactamente lo mismo ocurre con el exilio. La ausencia física del país se traduce, en algunos casos, en obras que testimonian con exactitud sobre dicha realidad, y, en otros casos, en obras que dan una visión mentirosa de ella. La evasión o el arraigo de una obra, como su perfección o imperfección, no tienen nada que ver con el domicilio geográfico de su autor.
Queda, sin embargo, el reproche moral que algunos hacen al escritor que se exilia. ¿No muestran un desapego hacia lo propio, una falta de solidaridad con los dramas y los hombres de su país los escritores que desertan de su patria? Esta pregunta entraña una idea confusa y desdeñosa de la literatura. Un escritor no tiene mejor manera de servir a su país que escribiendo con el máximo rigor, con la mayor honestidad, de que es capaz. Un escritor demuestra su rigor y su honestidad poniendo su vocación por encima de todo lo demás y organizando su vida en función de su trabajo creador. La literatura es su primera lealtad, su primera responsabilidad, su primordial obligación. Si escribe mejor en su país, debe quedarse en él; si escribe mejor en el exilio, marcharse. Es posible que su ausencia prive a su sociedad de un hombre que, tal vez, la hubiera servido eficazmente como periodista, profesor o animador cultural; pero también es posible que ese periodista, profesor o animador cultural la esté privando de un escritor. No se trata de saber qué es más importante, más útil: una vocación (y menos la de escritor) no se decide auténticamente con un criterio comercial, ni histórico, ni social, ni moral. Es posible que un joven que abandona la literatura para dedicarse a enseñar o para hacer la revolución, sea ética y socialmente más digno de reconocimiento que ese otro, egoísta, que sólo piensa en escribir. Pero desde el punto de vista de la literatura, aquel generoso no es de ningún modo un ejemplo, o en todo caso se trata de un mal ejemplo, porque su nobleza o su heroísmo constituyen, también, una traición. Quienes exigen del escritor una conducta determinada (que no exigen, por ejemplo, de un médico o de un arquitecto), en realidad, manifiestan una duda esencial sobre la utilidad de su vocación. Juzgan al escritor por sus costumbres, sus opiniones o su domicilio, y no por lo único que puede ser juzgado, es decir, por sus libros, porque tienden a valorar éstos en función de su vida, cuando debía ser exactamente lo contrario. En el fondo, descreen de la utilidad de la literatura, y disimulan este escepticismo detrás de una sospechosa vigilancia (estética, moral, política) de la vida del escritor. La única manera de despejar cualquier duda de esta índole sería demostrando que la literatura sirve para algo. El problema seguirá intacto, sin embargo, porque la utilidad de la literatura, aunque evidente, es también inverificable en términos prácticos.
Londres, enero de 1968