Los diarios nos habían acostumbrado a confundirlo con uno de sus personajes, a ver en él lo contrario de un intelectual. ¿Su biografía? La de un hombre de acción: viajes, violencias, aventuras y, a ratos, entre una borrachera y un safari, la literatura. Habría practicado ésta como el boxeo o la caza, brillante, esporádicamente: para él lo primero era vivir. Emanaciones casi involuntarias de esa vida azarosa, sus cuentos y novelas deberían a ello su realismo, su autenticidad. Nada de eso era cierto o, más bien, todo ocurría al revés, y el propio Hemingway disipa la confusión y pone las cosas en orden en el último libro que escribió: A Moveable Feast.
¿Quién lo hubiera creído? Este trotamundos simpático, bonachón, se inclina al final de su vida sobre su pasado y, entre las mil peripecias —guerras, dramas, hazañas— que vivió, elige con cierta nostálgica melancolía la imagen de un joven abrasado por una pasión interior: escribir. Todo lo demás, deportes, placeres, aun las menudas alegrías y decepciones diarias y, por supuesto, el amor y la amistad, giran en torno a este fuego secreto, lo alimentan y encuentran en él su condena o su justificación. Se trata de un hermoso libro en el que se muestra sencilla y casualmente lo que tiene de privilegiado y de esclavo una vocación.
La pasión de escribir es indispensable, pero sólo un punto de partida. No sirve de nada sin esa good and severe discipline que Hemingway conquistó en su juventud, en París, entre 1921 y 1926, esos años en que «era muy pobre y muy feliz» evocados en su libro. Aparentemente, eran años de bohemia: pasaba el día en los cafés, iba a las carreras de caballos, bebía. En realidad, un orden secreto regía esa «fiesta movible» y el desorden significaba sólo disponibilidad, libertad. Todos sus actos convergían en un fin: su formación. La bohemia, en efecto, puede ser una experiencia útil (pero no más ni menos que cualquier otra), si uno es un jinete avezado que no deja que se desboque su potro. A través de anécdotas, encuentros, diálogos, Hemingway revela las leyes rígidas que se había impuesto para evitar el naufragio en las aguas turbias que navegaba: «Mi sistema consistía en no beber jamás después de comer, ni antes de escribir, ni mientras estaba escribiendo». En cambio, al final de una jornada fecunda, se premia con un trago de kirsch. No siempre puede trabajar con el mismo entusiasmo; a veces, es el vacío frente a la página en blanco, el desaliento. Entonces, se recita en voz baja: «No te preocupes. Hasta ahora siempre has escrito y ahora escribirás. Todo lo que tienes que hacer es escribir una buena frase. Escribe la mejor frase que conozcas». Para estimularse, se fija objetivos fabulosos: «Escribiré un cuento sobre cada una de las cosas que sé». Y cuando termina un relato «se siente siempre vacío, a la vez triste y feliz, como si acabara de hacer el amor».
Iba a los cafés, es cierto, pero ocurre que ellos eran su escritorio. En esas mesas de falso mármol, en las terrazas que miran al Luxemburgo, no soñaba con las musarañas ni hacía frases como los bohemios sudamericanos de la Rue Cujas: escribía sus primeros libros de cuentos, corregía los capítulos de The Sun also Rises. Y si alguien lo interrumpía, lo echaba con una lluvia de insultos: las páginas donde narra cómo recibe a un intruso, en la Closerie des Lilas, son una antología de la imprecación. (Años más tarde, Lisandro Otero divisó una noche a Hemingway en un bar de La Habana Vieja. Tímido, respetuoso, se acercó a saludar al autor que admiraba y éste, que escribía de pie, en el mostrador, lo ahuyentó de un puñetazo). Después de escribir, dice, tiene necesidad de leer, para no seguir obsesionado por lo que está relatando. Son épocas duras, no hay dinero para comprar libros, pero se los proporciona Sylvia Beach, la directora de Shakespeare and Company. O amigos como Gertrude Stein, en cuya casa, además, hay bellos cuadros, una atmósfera cordial, buenos pasteles.
Su voluntad de «aprender» para escribir está detrás de todos sus movimientos: determina sus gustos, sus relaciones. Y aquello que puede constituir un obstáculo es, como aquel intruso, rechazado sin contemplaciones: su vocación es un huracán. Por ejemplo: las carreras. Se ha hecho amigo de jockeys y de entrenadores y recibe datos; un día de suerte los caballos le permiten ir a cenar a Chez Michaux donde divisa a Joyce que habla en italiano con su mujer y sus hijos. El mundo de las carreras, por otra parte (él lo presenta como razón principal), le suministra materiales de trabajo. Pero una tarde descubre que esa afición le quita tiempo, se ha convertido casi en un fin. Inmediatamente la suprime. Lo mismo sucede con el periodismo, que es su medio de vida; renuncia a él pese a que las revistas norteamericanas rechazan todavía sus cuentos. Preocupación constante, esencial, del joven Hemingway, la literatura, sin embargo, casi nunca es mencionada en A Moveable Feast. Pero ella está ahí, todo el tiempo, disimulada en mil formas, y el lector la siente, como un ser invisible, insomne, voraz. Cuando Hemingway sale a recorrer los muelles e investiga como un entomólogo las costumbres y el arte de los pescadores del Sena, durante sus charlas con Ford Madox Ford, mientras enseña a boxear a Ezra Pound, cuando viaja, habla, come y hasta duerme, emboscado en él hay un espía: lo observa todo con ojos fríos y prácticos, selecciona y desecha experiencias, almacena. «¿Aprendiste algo hoy, Tatie?», le pregunta a Hemingway, cada noche, su mujer, cuando él regresa al departamento de la Rue du Cardinal Lemoine.
En los capítulos finales de A Moveable Feast, Hemingway recuerda a un compañero de generación: Scott Fitzgerald. Célebre y millonario gracias a su primer libro, cuando era un adolescente, Fitzgerald, en París, es el jinete que no sabe sujetar las riendas. El potro de la bohemia los arrastra a él y a Zelda a los abismos: el alcohol, el masoquismo, la neurosis. Son páginas semejantes a las del último episodio de Adiós a las armas, en las que bajo la limpia superficie de la prosa, discurre un río de hiel. Hemingway parece responsabilizar a Zelda de la decadencia súbita de Fitzgerald; celosa de la literatura, ella lo habría empujado a los excesos y a la vida histérica. Pero otros acusan al propio Fitzgerald de la locura que llevó a Zelda al manicomio y a la muerte. En todo caso, hay algo evidente: la bohemia puede servir a la literatura sólo cuando es un pretexto; si ocurre a la inversa (es lo frecuente) el bohemio mata al escritor.
Porque la literatura es una pasión y la pasión es excluyente. No se comparte, exige todos los sacrificios y no consiente ninguno. Hemingway está en un café y, a su lado, hay una muchacha. Él piensa: «Me perteneces, y también me pertenece París, pero yo pertenezco a este cuaderno y a este lápiz». En eso, exactamente, consiste la esclavitud. Extraña, paradójica condición la del escritor. Su privilegio es la libertad, el derecho a verlo, oírlo, averiguarlo todo. Está autorizado a bucear en las profundidades, a trepar a las cumbres: la vasta realidad es suya. ¿Para qué le sirve este privilegio? Para alimentar a la bestia interior que lo avasalla, que se nutre de todos sus actos, lo tortura sin tregua y sólo se aplaca, momentáneamente, en el acto de la creación, cuando brotan las palabras. Si la ha elegido y la lleva en las entrañas, no hay más remedio, tiene que entregarle todo. Cuando Hemingway iba a los toros, recorría las trincheras republicanas de España, mataba elefantes o caía ebrio, no era alguien entregado a la aventura o al placer, sino un hombre que satisfacía los caprichos de una insaciable solitaria. Porque para él, como para cualquier otro escritor, lo primero no era vivir, sino escribir.
París, septiembre de 1964