Las modas literarias y artísticas nacidas en el continente rara vez han encontrado en Inglaterra un clima hospitalario. Al rendir homenaje a Breton, con motivo de su muerte, los críticos ingleses señalaron, sin preguntarse por qué, la escasa influencia que tuvo el surrealismo en la poesía y las artes plásticas británicas. Aún hoy día, la mayor parte de los libros de Breton permanecen sin traducción inglesa. El futurismo, el dadaísmo, pasaron desapercibidos aquí, y algo semejante ocurrió con el movimiento existencialista. Los libros de Camus constituyeron un fracaso económico para el editor inglés hasta que el Premio Nobel les abrió el camino de las ediciones de bolsillo. Sartre ha sido leído con más curiosidad que entusiasmo, y su pensamiento ha promovido más objeciones que elogios (véase, como ejemplo, el ensayo de Philip Thody que ha publicado Seix Barral en castellano). Ni la novela italiana de la posguerra, ni los beatniks norteamericanos, ni el neoexpresionismo alemán, ni el movimiento europeo de renovación y revisión del marxismo han conmovido profundamente a los escritores británicos, y no sería exagerado afirmar que el gran público apenas si se ha enterado de su existencia.
En cuanto a la vanguardia literaria francesa, la situación es todavía más grave. Algunas novelas de Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Claude Simon y otros aparecieron en Londres, pero en vista del desdeñoso recibimiento que les brindaron la crítica y los lectores, las editoriales dejaron de interesarse por esos autores. El Times Literary Supplement revela esta semana que los últimos cinco libros de Michel Butor todavía no encuentran editor en Londres.
Curiosamente, en cambio, un libro de ensayos de una escritora norteamericana (Against Interpretation, de Susan Sontag) que es un brillante manifiesto a favor de las nuevas tendencias experimentales en la literatura, el cine y las artes plásticas, y una radical refutación de los argumentos más frecuentes que sirven para negar significación a movimientos como el de «la nueva ola» cinematográfica francesa, la novela objetiva, los happenings ola llamada sensibilidad camp, ha merecido aquí un reconocimiento casi unánime. A primera vista, resulta sorprendente que el mismo crítico (el del Sunday Times)que reseñó una novela de Nathalie Sarraute, con apenas dos frases irónicas, dedique media columna a alabar el libro de Susan Sontag, en el que se defiende fogosamente una tendencia literaria de la que Nathalie Sarraute es exponente principal. En realidad, dicho crítico tiene razón; las ideas de Susan Sontag sobre la vanguardia literaria y artística contemporánea son extraordinariamente seductoras, novedosas y estimulantes, aun para quienes, como el autor de esta nota, las obras más representativas de aquella vanguardia resultan muy discutibles y, con frecuencia, inanes. Por lo demás, el caso de Against Interpretation no es el primero de este tipo. Los ensayos de Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute y Michel Butor sobre la novela son infinitamente más originales y ricos que las obras de ficción que han escrito hasta la fecha.
Según Susan Sontag, un malentendido que tiene sus orígenes en la antigüedad griega —el arte entendido como una «mimesis», imitación de la realidad— impide a la sociedad moderna una cabal comprensión de la obra de arte. En abstracto, dice, los críticos han descartado la teoría del arte como «representación» de una realidad ajena, en favor de la teoría del arte como «expresión subjetiva», pero en la práctica continúan aferrados a la antigua noción y siguen juzgando las creaciones literarias y artísticas, no como realidades independientes, autónomas, sino en relación con un modelo muy vasto: la realidad. Esto lleva a la crítica a practicar en la obra de arte una separación absurda entre «forma» y «contenido», y a centrar su atención y fundar sus juicios en este último. Pero como el «contenido» —las ideas— de una obra de arte, sobre todo moderna, es rara vez explícito y meridiano, el crítico estima que su función (y obligación) consiste en hacer visibles aquellas ideas que la obra de arte esconde en su seno, en sacarlas a la luz; es decir, en «interpretar» la obra de arte, en «traducir» o «esclarecer» lo que el creador quiso decir. De este modo, el crítico altera la obra de arte, la desnaturaliza. «Como los gases de los automóviles y de las industrias enrarecen la atmósfera urbana —dice Susan Sontag—, la lluvia de interpretaciones en materia artística envenena hoy nuestra sensibilidad. En una cultura cuyo dilema clásico es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensual, la interpretación es la venganza del intelecto contra el arte».
Susan Sontag propone que la crítica renuncie de una vez, en la práctica, a su manía interpretativa, acepte la obra de arte como una totalidad indisoluble de «contenido» y «forma» y concentre toda su atención en esta última. El estilo, dice, constituye un aspecto orgánico de la obra de un creador y «nunca algo meramente decorativo». Es preciso señalar, sin embargo, que la tesis de Susan Sontag no desemboca de ningún modo, como pudiera parecer a estas alturas de su exposición, en un formalismo más o menos gaseoso, en una defensa de, digamos, la crítica filológica o estilística. «Una obra de arte es una experiencia, no un testimonio o una respuesta a una cuestión. El arte no es algo sobre algo; es algo. Una obra de arte es una cosa en el mundo y no sólo un texto o un comentario sobre el mundo». Esto no significa, desde luego, que la obra de arte sea un objeto sin contacto con el mundo real, que su sola utilidad consista en arrebatar durante un breve periodo de tiempo al lector o espectador a la realidad y lo devuelva luego a ella, indemne; no se trata de ver en un libro, un cuadro o una película algo semejante a una siesta o una borrachera. Susan Sontag sostiene, únicamente, que la experiencia que significa una obra de arte no proporciona un conocimiento conceptual, a la manera de la filosofía, sociología, psicología o la historia, etcétera, sino «algo que es excitación, compromiso, juicio en un estado de servidumbre o cautiverio. Lo que quiere decir que el conocimiento que adquirimos a través del arte es una experiencia de la forma o estilo de conocer algo, más que del conocimiento de algo (como un hecho o un juicio moral) en sí mismo». Esta afirmación es, sin duda, muy exacta y abre una perspectiva nueva a la crítica literaria o artística.
La exposición teórica comprende los dos primeros ensayos del libro de Susan Sontag; los otros veinticuatro son análisis concretos de libros, filmes, dramas o hechos culturales contemporáneos a partir de estos supuestos críticos. Lo cierto es que en la práctica, Susan Sontag se toma a veces algunas libertades con respecto a sus propios principios y, por ejemplo, en su excelente revisión de la «crítica literaria de Georg Lukács» y en su examen de El vicario de Rolf Hochhuth, sus observaciones se apoyan casi exclusivamente en la estructura ideológica de las obras y aluden muy de paso a su forma. Esto no debe ser entendido como un reproche, desde luego. La crítica literaria que no es ante todo obra de arte en sí misma —es decir, que carece de dignidad formal, riqueza imaginativa y coherencia interna— es a la larga efímera, por rigurosa, laboriosa que sea. Los ensayos de Susan Sontag pueden ser discutidos desde muchos puntos de vista, y a menudo no resulta fácil compartir sus entusiasmos por manifestaciones como el camp o los happenings, a los que ella confiere una significación artística exagerada; pero, en cambio, es difícil dejar de admirar, en cada uno de sus textos, la precisión, inteligencia y agudeza con que expone sus puntos de vista, y la originalidad con que, en cada caso, emprende la justificación o el rechazo de la obra de un autor. Su prosa tiene un exterior frío y racional, pero está cargada de pasión subterránea, y uno recuerda a veces, leyéndola, los mejores ensayos de Simone de Beauvoir. Ambas escritoras tienen en común, además, una sólida formación filosófica, y una curiosidad cultural sin fronteras. Susan Sontag opina con idéntica seguridad y versación sobre poesía, novela, cine, teatro e incluso antropología (su ensayo sobre Tristes trópicos de Lévi-Strauss, «El antropólogo como héroe», es tal vez el mejor del libro). Aun en sus ensayos menos convincentes, Susan Sontag resulta siempre una escritora excitante: sus tesis, ejemplos, opiniones inciden infaliblemente en problemas que tienen una vigencia crucial, y aun cuando las soluciones que ella propone no convenzan, por lo menos sus reflexiones señalan nuevos puntos de partida para abordarlos. Pero en muchos casos sus tesis son convincentes. Su reivindicación de Bresson, como uno de los mayores creadores del cine, o su autopsia de las películas de ciencia ficción (en las que ella ve representados los terrores y esperanzas reprimidas de la sociedad) son extraordinariamente lúcidas. Su libro, además, por la variedad de sus temas, constituye una verdadera introducción panorámica a la vanguardia en la literatura y las artes modernas.
Londres, junio de 1967