El joven Faulkner

 

 

 

 

 

Hasta ahora no había caído en mis manos la segunda novela de William Faulkner, Mosquitoes, que se publicó en 1927 y de la que había oído decir que era muy mala. En efecto, es malísima, uno de esos libros en los que es difícil concentrarse porque todo en ellos suena falso: la anécdota, los personajes, la estructura, el estilo.

Está situada en Nueva Orleans y describe una accidentada excursión en yate que dura cuatro días y en la que participan una docena de intelectuales y esnobs de la ciudad. Quiere ser una sátira, mostrar la frivolidad y la estupidez con que ciertos ricos entienden la cultura y la vanidad y el cinismo de ciertos artistas, lo corruptibles que son. Pero todo es tan obvio, repetitivo y caricatural en la historia que lo que el libro realmente consigue es aburrir. Hay en sus páginas una sobrecarga que hace más patentes sus defectos. Por ejemplo, el afán de experimentación, que ha llevado al autor a emplear distintos puntos de vista, de tono, a abusar de las metáforas (algunas de un chirriante mal gusto modernista: «Las ratas eran arrogantes como cigarrillos»), en vez de dar mayor complejidad a la ficción, acentúa su naturaleza artificial, ese desajuste entre las partes que es siempre un obstáculo para que la historia sea persuasiva, obligatoria y hechice. Entre los personajes —escultores neuróticos, señoras lesbianas, involuntarias libertinas, poetas estreñidos, un inglés ridículo y un maníaco sexual— ninguno es todavía «faulkneriano», con la excepción tal vez de Mr. Talliaferro, premonición de los grandes cretinos obsesos del condado de Yoknapatawpha.

No se puede decir que Mosquitoes sea un pecado de juventud porque Faulkner tenía casi treinta años cuando la escribió y había publicado ya una novela, Soldier's Pay (1926), sobre un héroe de guerra que retorna a su poblado sureño convertido poco menos que en una planta por las heridas, que, sin estar a la altura de sus mejores creaciones, es sin embargo una buena novela. En Mosquitoes hay un material autobiográfico explícito y, sobre todo, una actitud que, lo sabemos ahora, fue uno de los rasgos definitorios de Faulkner. Me refiero a su alergia a las coteries literarias, algo que en última instancia era un rechazo a entender la literatura, el arte, la cultura en general, como un saber separado de la experiencia de la gente común, monopolio de comunidades de especialistas, autosuficientes y desgajados del tronco social.

El único periodo en el que Faulkner hizo «vida literaria» fue a mediados de los años veinte, en Nueva Orleans, donde Sherwood Anderson —quien lo ayudaría a publicar su primer libro— hacía de pontífice. La experiencia fue breve —parte del año 1925— pero la repugnancia hacia la bohemia, la pedantería, la suficiencia y el oportunismo que percibió en esa atmósfera, le duró el resto de la vida. Nunca más frecuentó la sociedad literaria y, a los grandes centros de cultura, prefirió el poblado de Oxford, en el corazón de Mississippi, donde, cuando no escribía, se emborrachaba con pequeños granjeros y comerciantes tan hoscos, rudos y pintorescos como los que inmortalizó. El disgusto por ese medio estaba fresco cuando escribió Mosquitoes e impregna toda la novela, en la que la invectiva y el sarcasmo reemplazan a menudo a la farsa. En ese sentido, la novela es instructiva.

No deja de ser paradójico que uno de los más oscuros y difíciles escritores de nuestro tiempo —alguien que llevó las técnicas de narrar a un retorcimiento sin precedentes— fuera rabiosamente antiintelectual, casi un «populista» convencido de que el arte que no vivía a plena luz, enquistado en la experiencia cotidiana del común de la gente, se marchitaba y moría. Esta actitud es de signo ambivalente. De un lado es sana, una aspiración generosa a favor de un arte enraizado en la vida y al alcance de todos, preservado de la esclerosis académica y de la adulteración farisea por su estrecha dependencia de un gran público. De otro es ingenua y quimérica. Si alguna vez, en los comienzos de la civilización, fue posible que la cultura fuera algo creado, practicado y apreciado por todos de la misma manera, en la época de Faulkner, de alta especialización y diferenciación del conocimiento, aquello era ya inconcebible, porque, al igual que la ciencia y la técnica, el arte tendía también inevitablemente a constituir un saber aparte y a establecer jerarquías entre sus cultores y consumidores. Su propia obra es el mejor ejemplo: inaccesible para el profano, sólo puede ser disfrutada en toda su riqueza con un adiestramiento previo, después de otras lecturas literarias.

Pero Mosquitoes es también un libro esclarecedor en otro sentido, gracias a sus deficiencias. Resulta apenas creíble que el autor de este trabajado mamarracho y el que inventó la saga de los Compson y de los Snopes, o la tragedia de Joe Christmas, sean la misma persona. Que lo sean es aleccionador sobre la forja del genio, esa facultad de crear una obra imperecedera en la que reconocemos algo que simultáneamente nos expresa en nuestra verdad más secreta y nos trasciende, tendiendo un vínculo, misterioso e irrompible, con los hombres del pasado y los venideros. Hay algo turbador, desconcertante y hasta temible en quienes son capaces de producir aquello que, según Cyril Connolly, debía ser la obsesión del artista: la obra maestra. Cuando uno lee La guerra y la paz, Moby Dick, el Quijote o Hamlet tiene, junto con el deslumbramiento, la deprimente sensación del accidente o el milagro, es decir, de algo inhumano.

Faulkner es, creo, el único, o, en todo caso, el más flagrante entre los narradores modernos que haya creado una obra que por su intensidad, diversidad y profundidad, sea comparable a la de un Cervantes, Tolstói o Shakespeare. Es bueno poder comprobar, en su caso, gracias a su obra inicial, la lenta, insegura trayectoria de su talento, advertir que éste surgió entre tropiezos y equivocaciones. Su primera obra maestra, El sonido y la furia, es de 1929, cuando era ya un hombre de treinta y cuatro años, con una abundante bibliografía —tres novelas, decenas de cuentos, dos libros de poemas— en la que nada parecía anunciar lo que vendría. Toda esa obra primera, olvidable, como las espantosas tragedias en verso que escribió el joven Balzac, o los verbosos novelones líricos del joven Flaubert, retroactivamente se cargan de significación. Las obras posteriores convierten a esos textos en una preparación y una búsqueda, en una ascesis, en una adolescencia, en el precio que hay que pagar, en una imaginación que se busca y una disciplina que se aprende. Esas obras, como Mosquitoes, nos aburren pero también nos levantan el ánimo pues nos hacen creer algo que, después de todo, quizá no sea absolutamente falso: que el genio no es una disposición innata, un destino escrito, sino una terquedad, un prolongado esfuerzo.

 

Washington, agosto de 1980