La casa de Dickens está en las inmediaciones del Museo Británico, en Doughty Street, una impersonal callecita londinense cuyas viviendas idénticas, de ladrillos blanqueados, producen cierta angustia. Convertida en museo hace medio siglo por los devotos del novelista, no es un sitio que atraiga muchedumbres, pero para el entusiasta de Dickens y el fetichista literario (soy ambas cosas) visitarlo resulta divertido y estimulante.
Dickens vivió en esta casa sólo dos años y medio, entre los veinticinco y los veintisiete años, un periodo muy importante para él, porque cuando se mudó a Doughty Street era un joven que iniciaba una carrera literaria, y al irse, un escritor famoso. Aquí escribió, además de Pickwick Papers y Nicholas Nickleby, su mejor novela: Oliver Twist (1938). Es un libro que yo había leído de niño, como todo el mundo, y que recordaba más por sus versiones cinematográficas (también como todo el mundo, supongo), hasta que hace algún tiempo, al ver el apetito con que uno de mis hijos lo devoraba, comencé a hojearlo. Es una novela que no se puede soltar, que se lee subyugado, con todas las defensas críticas desbaratadas por la formidable hechicería con que está concebida, matizada y ejecutada. Como sus pares, Los tres mosqueteros o Los miserables, esa facilidad que la pone al alcance de todos los públicos es engañosa, pues, por debajo de la sencilla anécdota, que el lector tiene la impresión de entender a cabalidad, hay un mundo complejo y profundo en el que comparecen todas las experiencias humanas primordiales, incluidas las más turbias. Pero las historias de Dickens, aunque incluyan el mal y el infortunio, rebosan salud, un empecinado optimismo, dan idea de una realidad gobernada por una justicia inmanente en la que, no importa cuantos sufrimientos y reveses deba padecer el hombre, a la larga la bondad es reconocida y la maldad castigada.
La casa de Doughty Street exhibe testimonios elocuentes de esa facilidad y esa felicidad que parecen indisociables de Dickens y que el público de su tiempo consagró con un favor que han tenido pocos autores. Hay anécdotas sorprendentes. Por ejemplo, que Dickens podía continuar la redacción de Oliver Twist —debía entregar los capítulos a plazo fijo a una revista— durante las tertulias vespertinas con amigos y familiares.
Una carta de su cuñado, Henry Burnett, nos lo muestra en una de esas reuniones, escribiendo alegremente un episodio y levantando de rato en rato la pluma para intervenir en el diálogo. ¿Cómo explicar ese poder de concentración que permite al novelista entrar y salir de su mundo imaginario sin el menor esfuerzo en cualquier circunstancia? Tal vez para él no había fronteras entre lo imaginario y lo vivido. Hay toda una concepción de la literatura y del escritor implícita en aquella anécdota. Es decir, que la ficción es nada más y nada menos que una prolongación de la vida, su fiel reflejo, y el creador alguien que traduce en palabras las experiencias de todos los días (acompañadas, quizá, de un comentario moral). ¿Qué tiene de extraño que el relator de la existencia cotidiana cumpla su tarea inmerso en ella?
La integración de escritor y público alcanza con Dickens, en el mundo de lengua inglesa, un momento privilegiado (como con Victor Hugo en Francia). Después será distinto: el «gran público» le perderá la confianza al «gran escritor» y la buena literatura dejará de ser la primera de las diversiones públicas. La casa de Dickens nos muestra aquella envidiable simbiosis del escritor y sus lectores. Es sabido que el autor de David Copperfield, quien siempre serializó sus novelas en periódicos y revistas antes de publicarlas en volúmenes, comenzó también en sus últimos doce años a leerlas en público. Aquí están los carteles anunciando las funciones, los precios de las entradas, los programas con los capítulos que «interpretaba» y los comentarios en la prensa, reseñando esas lecturas como un estreno teatral.
Los guiones que escribía Dickens no sólo contienen indicaciones sobre los cambios de voz, sino también sobre los ademanes: «Aquí, levantar el brazo», «Dar una palmada», «En este momento, besarse la mano». En un cuarto está el pupitre forrado en terciopelo que él mismo diseñó para la segunda gira de lecturas que hizo por teatros de Estados Unidos, en la que ganó la suma, impresionante para la época, de un cuarto de millón de dólares. La leyenda dice que, al terminar las lecturas londinenses de sus novelas aún inéditas, salían jinetes llevando a las aldeas los nuevos incidentes y que, de pronto, en la alta noche, los campesinos de un poblado eran estremecidos en sus camas con este terrible pregón: «¡Hoy murió Carker!» (personaje de Dombey and Son).
Dickens fue en su tiempo algo semejante a lo que Hollywood sería en el nuestro. Hizo soñar a su época, materializó las fantasías de sus contemporáneos en historias y personajes en que todos creían (querían) reconocerse. Su mundo inventado se incorporó a la vida de millones de seres, incluidos muchos que no lo leyeron porque no sabían leer. Los personajes saltaban de sus novelas al instante a los dibujos y caricaturas de las publicaciones y toda una industria prosperó gracias a ellos, pues los miembros del Club Pickwick y los protagonistas de casi todas las historias aparecen en envolturas de tabacos, en la vajilla casera, en objetos de adorno, en juguetes y ropas, y, por supuesto, en avisos publicitarios. (El museo conserva productos comerciales que el propio Dickens accedió a promover, como hacen hoy muchas estrellas de cine).
¿Ha aumentado o decaído la popularidad de Dickens? En términos cuantitativos, el museo demuestra que es hoy más célebre que nunca, a juzgar por traducciones y ediciones (sólo en la URSS se han impreso siete millones y medio de ejemplares de sus novelas desde 1945). Pero no hay que dejarse engañar por los números. Ni él ni ningún otro escritor representa hoy lo que él representó para su tiempo. La palabra escrita era entonces el eje de la vida cultural, el medio a través del cual se producía y divulgaba el conocimiento, y la literatura, el producto artístico que alcanzaba públicos más vastos. En ese momento nadie imaginaba siquiera que un alto nivel de creatividad podría llegar a ser poco menos que incompatible con los patrones intelectuales del lector medio. Un genio que en sus obras enriquecía el arte de contar podía, a la vez, enriquecer a un inmenso público para el que sus libros eran, ante todo, una fuente de diversión. Dickens es uno de esos contados casos que se acercan al ideal utópico que quisiera que los productos culturales pudieran ser disfrutados por todos y de la misma manera. Cuando la radio, el cine y la televisión reemplacen a la literatura como fuente primera de entretenimiento e información, el «público» crecerá de una manera impresionante, pero al precio del sacrificio de la creatividad artística. Los Dickens de nuestro tiempo serán las radionovelas, las telenovelas, las películas de gran espectáculo, como Tiburón y Rocky, o la literatura de Corín Tellado.
Es imposible visitar un museo sin elegir algo que uno se llevaría a escondidas, si pudiera. Lo que yo me llevaría de la casita de Doughty Street es un monito de cerámica que Dickens tuvo siempre en su escritorio, mientras trabajaba, como un amuleto. Es un animalucho feo, pero, ¿no es cierto que le trajo suerte?
Londres, septiembre de 1980