Era un hombre bajito y fortachón, con una cara de pocos amigos, cuadrada y abrupta. No figuraba en la guía de teléfonos y a los candidatos al doctorado que preparaban tesis sobre él y se atrevían a tocar la puerta de su departamento, en el barrio de Knightsbridge, los despedía con brusquedad. Quienes lo divisaban, en las grises mañanas londinenses, bajo los árboles frondosos de Montpelier Square, paseando a un terranova peludo, se lo imaginaban un típico inglés de clase media, benigno y fantasmal.
En realidad, era un judío nacido en Hungría (en 1905) que había escrito buena parte de su obra en alemán y vivido muy de cerca los acontecimientos más notables de nuestro tiempo —la utopía del sionismo, la revolución comunista, la captura de Alemania por los nazis, la guerra de España, la caída de Francia, la batalla de Inglaterra, el nacimiento de Israel, los prodigios científicos y técnicos de la posguerra—, nacionalizado británico por necesidad. La sorpresa de sus vecinos con su muerte debe de haber sido tan grande como la de la empleada doméstica que los encontró, a él y a su esposa Cynthia, sentados en la salita de tomar el té, pulcramente muertos por mano propia. No estaban enfermos, eran prósperos, hubieran podido vivir muchos años. ¿Por qué se suicidaron, entonces? Porque ambos habían decidido —fieles a los principios de Exit, la sociedad de la que Koestler era vicepresidente— partir de este mundo a tiempo y con dignidad, antes de perder las facultades, sin pasar por el innoble trámite de la decadencia intelectual y física. El gesto puede ser discutido por razones religiosas y morales, pero es difícil no reconocerle elegancia.
El apocalipsis doméstico de Montpelier Square pinta a Arthur Koestler de cuerpo entero: la vorágine que fue su vida y su propensión hacia la disidencia y el escándalo. Vivió nuestra época con una intensidad comparable a la de un André Malraux o un Hemingway y testimonió y reflexionó sobre las grandes opciones éticas y políticas con la lucidez y el desgarramiento de un Orwell, un Sartre o un Camus. Lo que escribió tuvo tanta repercusión (y motivó tantas controversias) como los libros y las opiniones de aquellos «ilustres comprometidos», a cuya estirpe pertenecía. Fue menos artista que todos ellos (incluido Sartre), por el carácter estrictamente funcional de su prosa, pero los superó a todos en conocimientos científicos, por lo que su obra, en un estricto sentido cuantitativo, ofrece una visión más diversa de la realidad contemporánea que la de aquéllos.
Al mismo tiempo, es una obra más perecedera, por su estrecha dependencia de la actualidad. Se trata, en su conjunto, de una obra periodística, en el sentido egregio y creador que puede alcanzar este género gracias al talento y al rigor con que algunos escritores, como él, asumen la tarea de investigar, interpretar y relatar la historia inmediata. No escribió para la eternidad, sustrayendo del acontecer contemporáneo ciertos asuntos y personajes que gracias a la fuerza persuasiva del lenguaje y a la astucia de una técnica trascenderían su tiempo para alcanzar la intemporalidad de las obras maestras de la literatura. Aunque a veces —como en su libro más leído, Darkness at Noon— se disfrazaran de novelas, sus libros fueron siempre ensayos, o más exactamente, panfletos, testimonios, documentos, manifiestos, en los que, amparado en una información siempre copiosa, en experiencias de primera mano y a menudo dramáticas —como sus tres meses en una celda de condenado a muerte, en la Sevilla sometida a la férula del general Queipo de Llano, durante la guerra civil—, y una capacidad dialéctica poco común, atacaba o defendía tesis políticas, morales y científicas que estaban siempre en el vértice de la actualidad. (En su autobiografía dijo, con justicia: «Arruiné la mayor parte de mis novelas por mi manía de defender en ellas una causa: sabía que un artista no debe exhortar ni pronunciar sermones, y seguía exhortando y pronunciando sermones»).
Defendía a veces, pero en lo que sobresalió (y lo que hizo con tanta valentía como brillo y, con frecuencia, arbitrariedad) fue en atacar, oponerse, tomar distancia, cuestionar. El famoso dictum que se atribuye a Unamuno —«¿De qué se trata, para oponerme?»— parece haber sido la norma que guio la vida de Koestler. Era un disidente nato, pero no por frivolidad o narcisismo, sino por una muy respetable ineptitud a aceptar verdades absolutas y una suerte de horror a cualquier tipo de fe. Lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que, cada vez, defendiera esas convicciones transeúntes que fueron siempre las suyas, con el apasionamiento y la intransigencia de un dogmático.
Bastaba que abrazara una causa para que empezara a cuestionarla. Le ocurrió así con el sionismo de su juventud, que lo llevó a compartir la aventura de los pioneros que emigraban a Palestina, entonces una perdida provincia del Imperio otomano. Pronto se desencantó de ese ideal y lo criticó hasta atraerse la hostilidad y el repudio de sus antiguos compañeros. Nacido y educado en una familia judía, condición que reivindicaba sin complejos de superioridad ni de inferioridad, escribió un libro —The Thirteen Tribe (La tribu número trece)— que provocó la indignación de incontables judíos. El ensayo sostiene que, probablemente, los judíos europeos no descienden de aquellos que Roma expulsó de Palestina, sino de los kazhares, centroeuropeos de un breve imperio medieval, surgido entre el mar Negro y el Caspio, y cuyos habitantes, para defender mejor su identidad, amenazada por las tentaciones fronterizas del cristianismo y el islam, se convirtieron al judaísmo.
Pero la deserción que lo hizo célebre fue la del Partido Comunista, al que se había afiliado en Alemania, a principios de 1931, y del que se apartó siete años más tarde, después de haber sido militante y agente a tiempo completo, disgustado de la mentalidad y las prácticas estalinistas. «Tenía veintiséis años cuando ingresé en el Partido Comunista y treinta y tres cuando salí de él —escribió—. Nunca antes ni después fue la vida tan plena de significado como en aquellos siete años. Tuvieron la grandeza de un hermoso error por encima de la podrida verdad». Su renuncia fue espectacular porque, desde que cayó en manos de los franquistas en España y lo salvó del fusilamiento una campaña internacional, Koestler se había hecho famoso. Darkness at Noon (Oscuridad al mediodía), novela que ilustra los mecanismos de la destrucción de la personalidad y el envilecimiento de las víctimas que pusieron en evidencia los procesos de Moscú, de los años treinta —en los que toda una generación de dirigentes de la III Internacional colaboraron con sus verdugos autoacusándose de los crímenes y traiciones más abyectos antes de ser fusilados—, generó polémicas interminables, se dice que influyó en la derrota comunista en el referéndum de 1946 en Francia y convirtió a Koestler en la bestia negra de los comunistas de todo el mundo, que, durante años, organizaron campañas de desprestigio contra él. (Recuerdo que en los pasquines que editábamos en San Marcos, a comienzos de los años cincuenta, lo llamábamos «hiena», «perro rabioso del anticomunismo» y cosas así). Los tiempos han atenuado la acidez de ese libro: comparadas con los horrores que relataron después Solzhenitsin y otros sobrevivientes del Gulag, las acusaciones de Koestler resultan hoy tibias.
En los años cincuenta, después de una exitosa campaña contra la pena de muerte en Inglaterra, de la que salió su ensayo Reflections on Hanging (Reflexiones sobre la horca), formidable alegato histórico y moral en contra de la máxima pena, Koestler anunció que se desinteresaba de la política y que no escribiría ni opinaría más sobre ese asunto. Cumplió puntualmente esta norma y nadie más pudo arrancarle una firma, un artículo o una declaración sobre cuestiones políticas.
Pero no se había retirado a sus cuarteles de invierno ni renunciado a la polémica intelectual y a posturas sacrílegas. Ejerció esas disposiciones, desde entonces, en el campo científico. Había sido su primer amor, había estudiado Ciencias en la Universidad de Viena y trabajado como periodista especializado en cuestiones científicas en Alemania y en Francia. Tenía una formación que le permitió moverse con desenvoltura en el complejo y cambiante escenario de las grandes transformaciones de la física, la biología, la química, la astronomía y las matemáticas. También la parasicología imantó su curiosidad y provocó sus impertinencias. Porque, naturalmente, lo que escribió sobre estas disciplinas no fue jamás mera divulgación sino —como en los quehaceres anteriores— interpretación polémica y flagrantes herejías. Es, tal vez, en lo único que fue consecuente de principio a fin: en buscarle siempre tres pies al gato aunque pareciera obvio que tenía cuatro. Por eso, como antes los sionistas, los judíos, los comunistas y los psicoanalistas, los científicos recibieron por lo general con incomodidad o antipatía los trabajos de Koestler sobre la técnica, las máquinas, el acto de creación o las raíces del azar.
Conociéndolo, podemos estar seguros de que, si no lo impidiera ahora una causa mayor, a la corta o a la larga habría terminado también por exasperar a sus aliados de la última hora, esos caballeros tan ingleses que se han asociado para ayudar a «salir» de esta vida a los que están ya hartos o aburridos de ella. Del escritor que fue se puede decir mucho de bien y sin duda algo de mal. Pero hay que reconocer que fue una figura apasionante, un fiel barómetro que registró las tormentas más recias de nuestro tiempo. Releer sus libros es pasar revista a lo más vibrante y trémulo de la época que nos ha tocado.
Lima, marzo de 1983