Oscuridad al mediodía

 

 

 

 

 

Entre agosto de 1936 y marzo de 1938 tuvieron lugar en Moscú unos juicios que asombraron al mundo. Decenas de bolcheviques de la primera hora, héroes de la revolución que habían alcanzado cargos en el Partido Comunista y en la III Internacional, como Zinóviev, Kamenev, Merejkovski, Bujarin, Piatakov, Rukov y otros, fueron juzgados y ejecutados por crímenes que incluían desde conjuras terroristas para asesinar a Stalin y a otros dirigentes del Kremlin hasta complicidad con la Gestapo y los servicios de inteligencia de Japón y Gran Bretaña con miras a socavar el régimen soviético. Entre sus delitos, figuraba incluso el sabotaje a la producción valiéndose de métodos tan salvajes como mezclar la harina y la mantequilla con vidrio y clavos para envenenar a los consumidores. Lo extraordinario era que los acusados reconocían estos crímenes y en las sesiones competían con el fiscal Vishinski en autolapidarse como «fascistas, pérfidos y trotskistas degenerados» y, algunos, en reclamar como castigo a sus acciones contrarrevolucionarias la pena de muerte.

Un malestar estupefacto recorrió todo Occidente ante estos juicios. ¿Qué había ocurrido exactamente? Para quien conocía algo del movimiento obrero resultaba inconcebible que hubieran cometido tales delitos y mostrado semejante duplicidad los mismos hombres que, codo a codo con Lenin, habían dirigido el Partido en la clandestinidad, encabezado la Revolución de Octubre, combatido en la guerra civil y organizado al país en los heroicos años iniciales del socialismo. De otro lado, ¿qué podía haberlos llevado a ofrecer al mundo ese abyecto espectáculo de autovilipendio y humillación? La humanidad no había visto nada parecido desde los grandes fastos de la Inquisición. Parecía poco probable que gentes como Bujarin, Kamenev y Zinóviev hubieran actuado así bajo presión. ¿Acaso no habían pasado todos ellos, sin doblegarse, por las cámaras de tortura de la policía zarista, y, algunos, por los calabozos fascistas de Europa? ¿Cómo entender el comportamiento de estos viejos dirigentes ante sus jueces? El inmenso éxito que tuvo la segunda novela de Koestler, Darkness at Noon (Oscuridad al mediodía) se debió a que proponía una respuesta, que en su momento pareció convincente, al inquietante enigma que desasosegaba a tantos comunistas, socialistas y demócratas de todo el mundo.

Para entender cabalmente la desilusión y el pesimismo que impregnan la novela hay que tener en cuenta el momento en que fue escrita: entre el Pacto de Múnich, en el que el Occidente democrático se rindió diplomáticamente ante Hitler, y abril de 1940, pocas semanas antes de la ocupación de Francia. También, la situación personal del autor en ese periodo que Koestler relató, en trazos ágiles, en su testimonio autobiográfico, Scum of the Earth (Escoria de la tierra). En los meses que precedieron y siguieron al estallido de la Segunda Guerra Mundial, Koestler, como miles de antifascistas refugiados en Francia, fue acosado sin misericordia por el Gobierno democrático de París, que requisó todos sus papeles —el manuscrito de la novela se salvó de milagro—, lo sometió a interrogatorios y encarcelamientos varios hasta, por último, encerrarlo en un campo de concentración cerca de los Pirineos. Más tarde, ya libre, Koestler vagó como un paria por la Francia ocupada, tratando de escapar de los nazis de cualquier manera —intentó, incluso, enrolarse en la Legión Extranjera—, hasta que, luego de peripecias de toda índole, consiguió huir a Inglaterra, país en el que, luego de otra temporada en la cárcel, pudo por fin entrar en el Ejército. Para quienes, como él, habían dedicado buena parte de su vida a luchar por el socialismo, y vieron, en ese año, avanzar el nazismo por Europa como una tempestad incontenible, se sintieron tratados como delincuentes por los Gobiernos democráticos a los que habían pedido protección, y debieron —suprema decepción— tragarse el escándalo del pacto nazi-soviético, el mundo tuvo que parecer un irrespirable absurdo, una trampa mortal. Incapaces de soportar tanta ignominia muchos intelectuales amigos de Koestler, como Walter Benjamin y Carl Einstein, se suicidaron. La atmósfera de desesperación y fracaso que vivieron esos hombres es la que respira, de principio a fin de la novela, el lector de Darkness at Noon.

La novela, una suerte de glacial teorema, transcurre en la prisión a la que ha sido conducido un dirigente de la vieja guardia bolchevique caído en desgracia, Rubashov, personaje, según cuenta Koestler en sus memorias, calcado en sus ideas de Nikolai Bujarin y en la personalidad y rasgos físicos de León Trotski y Karl Radek. Aunque, para debilitar su resistencia, Rubashov es sometido a mortificaciones, como impedirle dormir y enfrentarlo a reflectores deslumbrantes, no se puede decir que sea torturado. En verdad, es dialécticamente persuadido por los dos magistrados que preparan su juicio —Ivanof, primero, y luego Gletkin— de autoculparse de una larga serie de delitos y traiciones contra el Partido.

La tarea de Ivanof y Gletkin es posible porque entre ellos y Rubashov hay un riguroso denominador común ideológico. Los tres son «almas inflexibles», seres convencidos de que «el Partido es la encarnación de la idea revolucionaria en la Historia», y de que la Historia, que no conoce escrúpulos ni vacilaciones, «nunca se equivoca». El revolucionario auténtico, según ellos, sabe que la humanidad importa siempre más que los individuos y no teme seguir cada uno de sus pensamientos hasta su conclusión lógica. Los tres sienten idéntico desprecio por el sentimentalismo burgués y sus nociones hipócritas del honor individual y de una ética no subordinada a los intereses de la prensa política. Los verdugos y la víctima creen ciegamente que la «verdad es aquello que es útil a la humanidad» y «la mentira lo que le es perjudicial».

Todo el trabajo de Gletkin consiste, pues, en demostrar lógicamente a Rubashov que, al criticar la línea del Partido fijada por el líder máximo, se ha equivocado. La mejor prueba de ello es su derrota. Es la Historia, encarnada en el Partido y en Stalin (quien en la novela aparece sólo como el Número Uno), la que lo ha arrojado al calabozo y la que lo va a fusilar. Como buen revolucionario, consecuente con su propio modo de razonar, Rubashov debe sacar las conclusiones pertinentes. ¿Qué importa que, en el trivial acontecer cotidiano, él no haya conspirado con el enemigo ni saboteado las fábricas? Objetivamente ha sido un opositor, es decir, un traidor, pues si su oposición hubiera tenido éxito habría provocado una división en el Partido, tal vez la guerra civil y ¿acaso eso no hubiera favorecido a la reacción y a los enemigos exteriores?

Utilizando con impecable técnica los escritos y argumentos del propio Rubashov, Gletkin convence al viejo militante que le toca ahora a él dar pruebas concretas de su antigua convicción según la cual el revolucionario, para facilitar la acción de las masas, debe «dorar lo bueno y lo justo y oscurecer lo malo y lo injusto». Si de veras cree que hay que preservar ante y sobre todo la unidad del Partido —«ya que éste es el único instrumento de la Historia»— Rubashov tiene ahora, en su derrota, la ocasión de prestar un último servicio a la causa, mostrando a las masas que la oposición al Número Uno y al Partido es un crimen y los opositores unos criminales. Y es preciso que lo haga de manera sencilla y convincente, capaz de ser asimilada por esos humildes campesinos y obreros a los que conviene inculcar esa «verdad útil». Ellos no entenderían jamás las complicadas razones ideológicas y filosóficas que indujeron al viejo bolchevique a cuestionar la política del Partido. En cambio, comprenderán en el acto, si Rubashov, llevando hasta el límite extremo la lógica de su actuación, da a sus errores las formas gráficas de la conjura terrorista, la complicidad con la Gestapo y otras infamias igualmente evidentes. Rubashov acepta, asume esos crímenes, es condenado y recibe un pistoletazo en la nuca convencido de haber llevado a buen término, como lo ha dicho Gletkin, la última misión que le confió el Partido.

Esbozado así el argumento de Darkness at Noon, podría dar la impresión de que la novela es una tragedia de corte shakespeariano sobre el fanatismo, una subyugante parábola moral. En realidad, es un libro sobrecogedor pero frío, una demostración abstracta, en el que los discursos de los personajes se suceden unos a otros como manifestaciones de una sola conciencia discursiva que se vale de episódicas comparsas, sobre el fracaso de un sistema que ha querido valerse exclusivamente de la razón para explicar el desenvolvimiento de la sociedad y el destino del individuo. Querer suprimir la posibilidad del error, del azar, del absurdo y de factores irracionales inexplicables en el destino histórico, ha llevado al sistema, pese a su rigurosa solidez intelectual interna, a apartarse de la realidad hasta volverse totalmente impermeable a ella. Por eso, sólo puede sobrevivir, en esa Historia que usa como coartada para todo, a costa de ficciones y crímenes como los que protagonizan Gletkin y Rubashov.

«Tal vez la causa más profunda del fracaso de los socialistas es que han tratado de conquistar el mundo por la razón», escribió Koestler en Scum of the Earth. Curiosamente, algo semejante puede decirse de Darkness at Noon en nuestros días: la explicación que ofrece de lo ocurrido en los juicios de Moscú de los años treinta fracasa por su excesivo racionalismo. Cuarenta y pico de años después sabemos que los viejos bolcheviques que se inmolaron en ellos no lo hicieron —la mayoría de ellos al menos— por el altruismo fanático y lógico de Rubashov sino, según lo reveló al mundo el Informe de Jruschov en el XX Congreso, porque fueron torturados durante meses, como Zinóviev, o porque querían salvar a algún ser querido, como Kamenev (a quien se amenazó con ejecutar al hijo que adoraba) o salvarse a sí mismos de la muerte, como Radek, quien ingenuamente creyó que si «confesaba» lo que le pedían iría a prisión en vez de ser ejecutado. De todos los reos de la fantástica mojiganga, sólo uno, al parecer, Merejkovski, actuó ante el tribunal por una convicción semejante a la de Rubashov, pues fue convencido por sus interrogadores que su confesión era necesaria para impedir que las masas soviéticas descontentas se volvieran contra el régimen, lo que hubiera significado no sólo el derrumbe de Stalin sino del socialismo en el mundo.

Eso que ocurrió en la realidad, esas menudas y legítimas pequeñeces humanas de las víctimas —el pavor ante la muerte, el miedo al dolor físico, el deseo de salvar a un ser querido, el abatimiento y el hartazgo— está ausente en la novela de Koestler y es lo que le resta verosimilitud psicológica. La verdad histórica, más pobre que la ficción, ha vuelto a la novela inactual y algo fantástica. Hoy sabemos que detrás del horror de las purgas hubo menos fanatismo ideológico y más mezquindad, egoísmo y crueldad; que víctimas y verdugos no fueron esos superhombres dialécticos y sin apetitos ni sentimientos que fabuló Koestler, sino hombres comunes, espoleados, unos, por la codicia del poder absoluto, y, otros, doblegados por la violencia y la coacción moral, que enmascaraban sus miserias bajo el ropaje mentiroso de la ideología.

 

Lima, abril de 1983