Pesadilla en México

 

 

 

 

 

El escritor Malcolm Lowry (1909-1957) es autor de una de las novelas maestras de nuestro siglo —Under the Volcano (Bajo el volcán), escrita cuatro veces, a lo largo de diez años, y publicada en 1947—, una de las dos ficciones más ambiciosas que un autor extranjero haya situado en un escenario latinoamericano (la otra es Nostromo, de Joseph Conrad). Lowry es también autor de algunas cartas notables; una de ellas, dirigida a su editor, defendiendo Under the Volcano de unos cortes que pretendían hacerle y que impresionó tanto a Jonathan Cape que no sólo no hizo los cortes, sino que publicó la voluminosa carta como un libro aparte (es todavía el estudio más iluminador que existe sobre la novela).

Otra de sus célebres cartas está dirigida a un abogado de California, Ronald Paulsen, el 15 de junio de 1946, y refiere una tragicómica aventura sufrida por Lowry y su esposa, Margerie, en México, entre marzo y mayo de ese mismo año, en el curso de un viaje que había comenzado como una apacible excursión turística. La extraordinaria misiva, además de constituir un perfecto relato, está llena de enseñanzas sobre la incomunicación cultural y el porqué de la fascinación que el mundo mexicano ejerció sobre Lowry.

Malcolm y Margerie obtuvieron un visado para México en el consulado de Los Ángeles, donde se les entregó dos tarjetas de turistas válidas hasta el 10 de junio de 1946. El 12 de diciembre de 1945 llegaron a México y se instalaron en Cuernavaca, donde Malcolm Lowry y su primera mujer habían vivido la mayor parte del tiempo de una estancia anterior de Lowry en ese país, de noviembre de 1936 a junio de 1938. Los tres primeros meses de esta segunda visita transcurrieron con toda felicidad y sin ningún percance. Malcolm y Margerie hacían cortos viajes a Oaxaca, Puebla, Tlaxcala y, de tanto en tanto, Lowry corregía las citas en español del manuscrito de su novela. El 8 de marzo viajaron a Acapulco para darse unos baños de mar.

Una semana después se presentaron en el hotelito de los Lowry dos funcionarios de Migraciones a pedirles sus documentos. Ellos habían dejado en Cuernavaca sus pasaportes y tarjetas de turistas. Recibieron entonces órdenes de permanecer en Acapulco hasta que llegaran «instrucciones de México». Así comienza la desopilante aventura. Después de largas esperas e incontables averiguaciones con diversos funcionarios, Lowry cree descubrir cuál es el problema. Se le acusa de no haber pagado una multa de cincuenta pesos que le impuso la Administración por haber prolongado indebidamente su permanencia en México durante su venida anterior, ocho años atrás. El Gobierno mexicano, por algún embrollo burocrático, no había registrado su salida del país, en julio de 1938, y todavía lo creía en México en 1943. El malentendido parecía rápidamente solucionable con la simple revisión de su pasaporte, o, en último caso (posibilidad que, hecho significativo, no se le pasa por la cabeza a Lowry), pagando la insignificante multa. En realidad, éste sería apenas el primer episodio de un kafkiano proceso.

Los Lowry quedan confinados en Acapulco por veinte días, en espera de unas instrucciones de la capital federal que nunca llegan. No se les permite ir a Cuernavaca a traer los documentos que les piden, y el jefe de la Oficina de Migraciones, donde deben comparecer muchas horas al día, asfixiándose de calor y aburrimiento, confunde, en los telegramas que envía a sus superiores, a la primera mujer de Lowry, que le acompañó en su visita anterior, con Margerie, la actual, quien es la primera vez que ha puesto los pies en México. Los esfuerzos de Malcolm para rectificar la confusión son vanos. Las incontables llamadas telefónicas y los telegramas que, a costa de los Lowry, hacen los funcionarios de Acapulco a sus jefes de la capital no merecen contestación. Las personas que les interrogan los tratan de manera contradictoria: a veces son amables y hasta serviles; otras, amenazadores y despóticos.

Por fin, a las tres semanas, Margerie obtiene permiso para viajar a Cuernavaca en busca de los documentos. La señora Lowry va también a la ciudad de México a pedir ayuda al consulado británico. El despistado vicecónsul que la atiende, Percival Hughe —me lo imagino con corbata pajarita y pantalones muy bolsudos—, examina los documentos y decreta que los Lowry tienen su situación de turistas perfectamente en orden y, por lo mismo, nada deben temer; él hará gestiones en el Departamento de Migraciones para solucionar el enredo. Sin embargo, el cónsul inglés, con mejor olfato, aconseja pagar la simbólica multa (entre llamadas, viajes, telegramas y el hotel los Lowry habían gastado ya bastante más que los cincuenta pesos).

Pero, naturalmente, ya es tarde para optar por esta solución. Cuando Malcolm paga la multa, le indican que no puede salir de Acapulco por una razón que nadie identifica. Luego de enervantes e infinitas gestiones, el subjefe de Migraciones insinúa a Lowry que el núcleo del problema pudiera ser la fotografía con la que figura en el expediente de su visita anterior: allí luce una barba que ahora ya no lleva. ¿Es grave eso?, se inquietan los confinados. Sí, tal vez podría serlo. Y, de pronto, un puntillazo: los superiores de la capital hacen saber que jamás recibieron ni los telegramas ni las llamadas de Acapulco pidiendo instrucciones sobre el caso Lowry. El enigma debe resolverse en la ciudad de México, donde la pareja debe acudir al Departamento de Migraciones el día 8 de abril.

Previsiblemente, el galimatías de Acapulco se repite, corregido y aumentado de picantes anécdotas, algunas de un subido grotesco, en la ciudad de México, donde los Lowry deben trasladarse, desde su casita de Cuernavaca, varias veces por semana. En las recurrentes citas «nunca se nos hizo esperar menos de tres horas, y algunas veces hasta cuatro o cinco». Los documentos de los Lowry son requisados en la primera entrevista, en la Oficina de Inspección, por el jefe, un personaje llamado Corona. A partir de ese momento, Lowry ya no podrá saber qué cargos pesan contra él, pues, cada vez que tiene la impresión de estar a punto de saberlo, algo ocurre que mata su ilusión.

Un buen día, en el curso de esas enloquecedoras entrevistas donde el señor Corona o sus adjuntos, en las que, por lo demás, con relamida cortesía se le asegura que «todo está en orden», «que no tiene por qué preocuparse» y que le devolverán sus documentos «mañana o pasado» (a veces, sin embargo, es tratado con suma grosería), un funcionario señala a Lowry que su situación de ilegalidad se debe a que, en su tarjeta de turista, en el rubro «profesión» él ha puesto «escritor». Si Lowry es escritor, y está escribiendo durante su estadía en México, debería haber solicitado un permiso de trabajo en el ministerio respectivo. Gran agitación de Lowry y angustiosos esfuerzos para demostrar al señor Corona y compañía que, en verdad, no ha escrito una línea en los meses anteriores ni recibido un centavo por sus escritos, de persona o institución mexicana, etcétera. Pero esta acusación, igual que las otras, se desvanece de una manera mágica cuando él pretende refutarla. Así, el problema, en vez de resolverse, se va agravando día a día, pues, privados de documentos, los Lowry no pueden marcharse del país ni siquiera cobrar los giros que les envían del extranjero. La historia se prolonga siete semanas más. No vale la pena reconstruir todos los episodios, sórdidos y cómicos, de que se compone, pues lo que llevo resumido es ya aleccionador. Todo el problema reside, pura y simplemente, en el diálogo de sordos entre Lowry y los funcionarios. Nada se aclara y todo se enreda, porque no hablan el mismo lenguaje ni obedecen a los mismos códigos, aunque haya cada vez un traductor bilingüe y unos y otros parezcan personas modernas. La incomunicación está en que ninguno entiende la mentalidad, las costumbres y los reflejos morales del otro.

¿Por quién sentir más compasión? Lo cierto es que, leyendo la maravillosa carta, uno no puede dejar de apiadarse, también, del señor Corona y los otros funcionarios, y adivinar lo frustrados y desesperados que debían sentirse luego de cada reunión con este gringo tonto que les daba un trabajo endemoniado y los obligaba a fastidiarle la vida por su granítica incapacidad para actuar como es debido. Ellos le envían todas las señales necesarias; le ponen los escollos y demoras habituales, con insinuaciones clarísimas de que, todo ello, tiene arreglo pronto y módico. Pero él, cada vez, en lugar de entender y hacer lo que le corresponde —sacar la cartera, preguntar: «¿Cuánto?», o, más cortésmente, inquirir con un gesto delicado: «¿No habría alguna manera de…?»— complica perversamente las cosas haciendo lo que se le pide, discutiendo la justicia o injusticia de los cargos que se le formulan y tratando de esclarecer lo inesclarecible. ¿Que habrán pensado de él esos atónitos funcionarios cuando lo vieron apresurarse a pagar la fianza de mil pesos que, en un momento dado, le sugieren como posible medicina para sus males? No sólo que era un irremediable imbécil, sino, sobre todo, un sujeto peligroso, un extravagante que, con su creencia de que las leyes y reglamentos se han hecho para ser cumplidos y las palabras de los administradores para ser tomadas al pie de la letra, podía causar graves trastornos y calamidades a la sociedad mexicana. El desprecio y la cólera que acabó por inspirarles a los funcionarios que lidiaron con él está patente en el desenlace de la historia. Los Lowry fueron fotografiados y fichados como delincuentes y arrojados a un calabozo (donde les robaron sus equipajes) antes de ser llevados, en un tren de tercera clase, por un policía armado, hasta la frontera con Texas y expulsados del país como indeseables.

Lowry no era un hombre que careciera de experiencias. Había viajado por el mundo como marinero y se había emborrachado, con truhanes de lo peor, en otros varios continentes. Pero a la hora de enfrentarse a la ley, su educación puritana, de antiguo alumno del Leys School y del St. Catherine's College, de Cambridge, le perdió. Entraron en funcionamiento esos poderosos resortes de su formación, para la que eran inseparables las nociones de ética y ley, el convencimiento de que hay una justicia inmanente en todo sistema jurídico.

Fue una gran cosa para la literatura que Malcolm Lowry resultara incapaz de entender ese otro sistema, el de la «mordida», y el papel primordial que desempeña en la sociedad mexicana (y en tantas otras). El país donde ocurrían esas cosas tenía que fascinarlo, como fascinan a los niños los países de las hadas y las brujas, mundos en los que las cosas y los seres operan bajo el efecto de leyes tanto más bellas cuanto más ignotas. Por eso lo eligió para su escenario de la trágica odisea del Geoffrey Firmin de Bajo el volcán, alcohólico y ex diplomático, marido frustrado e intelectual en ruinas, que, en el infierno violento e incomprensible del mítico Quauhnahuac, se embriaga y arriesga hasta morir literalmente como un perro. La profunda incomprensión de ese país que amó y temió con igual fuerza estimuló la fantasía de Lowry y le impulsó a recrearlo con los colores majestuosos y siniestros con que aparece en Under the Volcano y a convertirlo, como dijo, «en una metáfora del mundo».

 

Lima, abril de 1983