La Arcadia y los mosquitos

 

 

 

 

 

Una moda de nuestro tiempo es condenar la civilización industrial y sostener que el retorno a la naturaleza es el antídoto para los venenos que la humanidad ha estado inhalando por culpa del mal llamado progreso. Esta tesis ha seducido a muchos jóvenes y en algunos países —como Alemania Federal, donde los «verdes» acaban de entrar al Parlamento— los movimientos políticos que la defienden constituyen un factor cada vez más importante.

La verdad, no se trata de algo nuevo, sino de la resurrección contemporánea de una utopía que ha acompañado al hombre desde los albores de la civilización urbana. El mito de la arcadia, edad de oro en la que los seres humanos, consubstanciados con la naturaleza, habrían sido puros y felices, asoma detrás de las recurrentes doctrinas que proponen un regreso a lo natural como medicina para los males y vicios que habría acarreado a la sociedad el paso de la vida rural a la del comercio y la industria y la consiguiente hegemonía de la ciudad en la historia. Tolstói fue el más elocuente predicador de estas ideas en el siglo pasado. En América Latina, el indigenismo de los años veinte y treinta fue una variante regional de la misma filosofía.

No es extraño que el continente latinoamericano, con sus grandes extensiones de tierras más o menos vírgenes, sus selvas, cordilleras, sabanas y desiertos a medio domesticar y sus centenares de culturas arcaicas, haya inflamado la imaginación de los primitivistas. Sentó la pauta el propio Cristóbal Colón, quien, en sus diarios, describió toda clase de maravillas vistas y tocadas por él en las nuevas tierras. León Pinelo fue aún más lejos, pues demostró, con citas bíblicas, que el paraíso terrenal estuvo situado en el nuevo mundo, exactamente en la Amazonía. Esta tendencia vive y colea en el mundo desarrollado donde continuamente están apareciendo libros de viaje que describen la Amazonía, con todos sus riesgos y peligros —generalmente magnificados para dar más dramatismo al relato— como un territorio idílico e incontaminado, un enclave donde no ha cesado la primavera humana.

La última novela de Paul Theroux, The Mosquito Coast (La costa del mosquito), pertenece al linaje narrativo que ha dado ficciones tan espléndidas como Green Mansions, de Hudson, o Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier. Con una diferencia: la naturaleza americana que aparece en ella no es paradisíaca sino pesadillesca, y, además, tiene la siniestra característica de envilecer a todos los productos de la modernidad que la tocan.

Dicho así, el tema de la novela puede parecer serio y aburrido. En realidad, se trata de un libro inmensamente entretenido, de una comicidad que provoca la carcajada con frecuencia, y de un dinamismo anecdótico que no abunda en las ficciones contemporáneas. Es, al mismo tiempo, una novela que, por debajo de su vivacidad y su humor, plantea asuntos complejos y defiende una tesis polémica.

La familia Fox —los padres y cuatro niños, uno de los cuales, Charlie, narra la historia— vive en una granja de la costa este de Estados Unidos, el rincón acaso más próspero y tecnificado del planeta. El Padre —la mayúscula es obligatoria en su caso—, figura extraordinaria, está dotado de una habilidad genial para las artes manuales y las hazañas científicas. Este inventor y dínamo humano profesa, sin embargo, una repugnancia ilimitada por el mundo que lo rodea —la civilización industrial, la dictadura del objeto manufacturado, el consumismo, el armamentismo, la ciudad— y está convencido de que se halla al borde del apocalipsis.

Apoyado por su familia, que le rinde un culto religioso, el resuelto Mr. Fox decide romper por lo sano con esta sociedad y buscar refugio en las selvas supuestamente impolutas de América Central, por el lado de Honduras. Su propósito no es egoísta sino mesiánico. No se trata, para él, sólo de salvar a su familia de la irremediable hecatombe nuclear, sino, a la vez, de reconstruir la aventura humana desde las bases sanas, que, para su desgracia, en un momento de la historia, el hombre traicionó, apartándose de la naturaleza, de lo necesario y lo simple, y precipitándose hacia la producción de lo superfluo y artificial, objetos que lo han esclavizado y que ahora lo aniquilarán. En el dédalo tropical por el que la familia Fox se interna, con un puñado de pertenencias rigurosamente purgadas de todo aquello que podría envenenar a la nueva sociedad, el Padre se propone ser, con los suyos, la simiente de una nueva humanidad que, en el futuro, vivirá en armonía y estrecho contacto con el mundo natural y en la que jamás arraigarán los vicios urbanos.

Pero ¿existe todavía el mundo natural? Consternado, el Padre descubre que en las comarcas más inaccesibles de la selva hondureña, la maldita civilización ha puesto ya los pies, traída por misioneros modernísimos que se desplazan en aviones privados, predican con la televisión a color y vuelven adictos a la Coca-Cola a los nativos, y por buscadores de oro, gánsteres que han introducido la codicia, el dinero y la bala en tribus que no han acabado de salir de la Edad de Piedra.

Pese a estos tétricos augurios, el Padre se pone manos a la obra. Se instala en un apartado recodo del río, selva adentro, y allí, derrochando ingenio y esfuerzo, consigue, por espacio de un año, materializar sus sueños. El campamento de la familia Fox —que ha adoptado a un pequeño grupo de nativos— parece que va a convertirse en la diminuta sociedad modelo que el Padre ha diseñado. Erradican los ponzoñosos mosquitos, siembran la tierra, aclimatan vegetales, erigen unas viviendas sólidas, son autosuficientes. Gozan incluso de un confort que en nada trastorna la esencia del medio en el que han echado raíces. Gracias al hielo que fabrica mediante uno de sus inventos caseros, el Padre adquiere prestigio en la región, lo que le permite iniciar su apostolado laico: enseñar a las comunidades indias aquellas técnicas que les permitirán progresar, pero sin caer en el pecado maquinístico.

Las aventuras se multiplican, fértiles y risueñas; por la historia desfila una muchedumbre de personajes insólitos y divertidos. Al mismo tiempo, como al sesgo, el lector va advirtiendo que las obsesiones del Padre asumen características delirantes y que, en un momento dado, ya es incapaz de percibir la realidad de manera objetiva. El mundo se convierte en una proyección de sus fobias y fantasmas. Su familia le cree que Estados Unidos y todo el Occidente ha desaparecido, arrasado por las explosiones y que, en el resto del planeta, apenas sobreviven los residuos grotescos de una humanidad sin esperanzas.

Pero, de pronto, ese mundo natural que parecía tan hospitalario con los Fox, se vuelve contra ellos. Los demonios naturales se desencadenan en una orgía destructora que pulveriza su obra. La violencia social, de la que se creían a salvo, reaparece y el Padre se ve obligado a recurrir a los peores engendros industriales, desde los explosivos hasta el fusil, para defenderse de reales y supuestos enemigos. El paraíso muda en infierno. Los últimos capítulos describen un homérico viaje de los Fox, en una balsa de troncos, río arriba, bajo un diluvio, en busca de un nuevo oasis. No lo encuentran. El Padre termina devorado por los buitres, en una playa de aguas pútridas, en la que no es posible bañarse por las tortugas hambrientas. La moraleja de la historia está resumida en una imagen codiciable que asalta a Charlie, el narrador, al final de la indescriptible aventura. Cubierto de harapos, medio muerto de hambre, convencido de que nunca saldrá de esta costa perdida, está contemplando a las aves carniceras que rondan sobre sus cabezas, esperando sus cadáveres. Entonces, con lágrimas en los ojos, recuerda la nevera del hogar, allá en Hatfield, sus luces amarillas a cuyo resplandor se divisaban las botellas de leche, los jugos de fruta, los botes de mantequilla, los embutidos, los huevos frescos.

Además de imaginativa, novedosa y escrita con astucia, la novela de Paul Theroux es persuasiva en su sangrienta burla de las quimeras antimodernistas. El mundo natural es arcádico sólo en la fantasía y el mito. En la realidad, es cruel, insoportable y destructor, a menos que uno lo enfrente con las herramientas de la civilización. No hay manera de renunciar a la cultura moderna. Por el simple hecho de existir, ésta ha modificado el mundo natural, el que llega de manera débil y distorsionada. Los prófugos idealistas que pretenden escapar del mundo moderno no hacen más que propagarlo por donde van y a veces de manera perniciosa. Ni siquiera la locura es un refugio contra la actualidad. Mr. Fox es aquello que odia, es decir, un hombre en el que la modernidad se expresa en esas fobias antimaquinistas que, en el fondo, no son otra cosa que un amor masoquista.

 

Londres, junio de 1983