Dentro de pocos meses el mundo entrará en el año en el que Orwell situó su escalofriante profecía totalitaria: 1984. Publicada en 1949, pocos meses antes de su muerte, esta novela clausuró una de las más lúcidas trayectorias literarias de nuestro tiempo. En novelas, artículos, ensayos, Orwell no dejó prácticamente nunca de intervenir en el debate político de su siglo, aportando ideas personales y polémicas, así como testimonios de primera mano, sobre sinnúmero de temas importantes: la condición obrera en Inglaterra, la guerra de España, la vida de los miserables en París y Londres, el colonialismo y el imperialismo, el fascismo y el socialismo, la abdicación de los intelectuales ante el hechizo del poder, el avance de las ideas totalitarias.
Orwell fue mejor ensayista que novelista y, aunque en Animal Farm —brillante sátira sobre las revoluciones que dejan de serlo una vez que triunfan— había mostrado la astucia de un buen inventor de ficciones, ninguna de sus novelas anteriores permitía augurar la obra maestra que es 1984. Ensayo disfrazado de novela, novela disfrazada de ensayo, el libro se lee con la ansiedad de una intriga policial y la angustia de una ficción de horror. A la vez, es imposible abandonarse enteramente a su magia imaginaria porque, como esas pesadillas novelescas de que el marqués de Sade se valía para exponer sus tesis filosóficas, 1984 está continuamente apelando a la razón del lector y obligándolo a confrontar los fantasmas de la ficción con los seres de carne y hueso que lo rodean, las experiencias del mundo inventado con las de la realidad en que vive.
¿Qué resulta de ese careo, hoy, cuando el año de la anticipación novelesca de Orwell y la vida real están por coincidir? ¿Es mejor o peor el mundo de lo que la novela predijo? ¿Hay razones más poderosas hoy que en 1949 para creer que la civilización marcha hacia ese totalitarismo absoluto descrito en 1984 o, por el contrario, para considerar el peligro descartado?
En la novela, los tres estados en que está dividido el planeta —Oceanía, Eurasia y Estasia— han implantado un equilibrio de terror que los provee de una coartada perfecta para la dictadura interna. El estado de guerra permanente, además, les permite mantener en un bajísimo nivel de vida a sus grandes masas. El control minucioso a que se hallan sometidos los individuos no sería suficiente para frenar en ellos impulsos rebeldes, si, además, no viviesen en condiciones tales de ignorancia, escasez, rutina y precariedad —animalidad, en suma— que les impiden tener conciencia cabal del estado en que son mantenidos. Ésa es la función de la guerra en 1984: consumir toda la sobreproducción que, si revirtiera sobre los ciudadanos, elevaría su condición, humanizándolos y haciéndolos conscientes de su miserable suerte (es decir, potenciales rebeldes). Ahora bien, esta guerra permanente se lleva a cabo dentro de ciertas reglas de juego precisas, a fin de que no haya nunca en ella vencedores ni vencidos, sólo periódicos y momentáneos reveses, en la región difusa de las fronteras, las que tampoco cambian jamás de manera decisiva.
Es obvio que, en este campo, el mundo no ha estado a la altura del pesimismo de Orwell. Aunque, estirando un poco los conceptos, podría hablarse de una distribución del globo en tres vastos dominios de influencia política —con Washington, Moscú y Pekín como ejes—, el equilibrio del terror, una realidad, opera de modo más pasivo que activo. La alucinante acumulación de arsenales bélicos en las grandes potencias, en vez de desencadenar una nueva conflagración, la ha prevenido y ha vuelto a los superestados sumamente prudentes uno frente al otro. La forma en que han optado por combatirse es a través de terceros, esos países de la periferia cuyos desgarramientos y desastres no afectan casi a las potencias que los teledirigen. A diferencia de lo que imaginó Orwell, las guerras de la actualidad no son las de cohetes que devastarían «con ciencia y moderación» los barrios de las grandes capitales; son, como hace medio siglo, las guerras revolucionarias en las que, ahora mucho más que antes, las grandes potencias tienen la dirección intelectual, la elección de los medios y la estrategia de las acciones.
En un aspecto, los hechos históricos han evolucionado en la dirección sugerida por la novela. En términos geográficos, desde 1949 el número de países sometidos a regímenes totalitarios ha aumentado de manera considerable en tanto que, salvo en el pequeño reducto de Europa occidental y el norte de América, donde el sistema democrático está sólidamente arraigado, la democracia, entendida como un régimen de libertad política, instituciones representativas, elecciones y prensa libre, pierde terreno por todas partes. Cuando no es sustituida por dictaduras marxistas, lo es por regímenes militares autoritarios ferozmente represivos. La razón de este fenómeno no está sólo en el hecho incuestionable de que la democracia difícilmente puede sobrevivir en países con las enormes desigualdades económicas y sociales de los del Tercer Mundo; también, y acaso de manera más acusada, en que, en tanto que los grandes centros de poder totalitario no ahorran gasto ni esfuerzo para expandir su zona de influencia, los países occidentales, paralizados por escrúpulos morales o por la crítica opositora o por simple inconsciencia e incluso mezquindad, no están dispuestos ni remotamente a hacer algo equivalente en defensa de la democracia. Esto es lo que hace que la instalación del marxismo en Cuba o Vietnam sean hechos prácticamente irreversibles, en tanto que la vuelta a la democracia en Bolivia o Ecuador sean fenómenos precarios, transitorios, pequeños paréntesis entre golpes de Estado.
En un aspecto, 1984 ha dado en el blanco. Con el desarrollo de la técnica, el control de la información puede ser absoluto, y el control absoluto de la información confiere a una dictadura contemporánea un poder sobre el individuo que no ha tenido ni la más inquisitorial satrapía del pasado. Un control semejante sólo es posible, claro está, mediante la centralización de la economía, el monopolio estatal de los órganos de la producción. Asegurado este monopolio, el Estado puede, como en 1984, no sólo manipular los hechos contemporáneos, sino también, como lo hacían los incas, alterar el pasado de acuerdo a las conveniencias políticas del presente y hacer desaparecer de la conciencia humana las nociones mismas de mentira y verdad.
Pero el espíritu de resistencia es más fuerte en el hombre —por lo menos lo ha sido hasta ahora— de lo que Orwell supuso. Si es verdad que los Estados totalitarios son hoy militarmente más poderosos ¿no es cierto, también, que hay más razones ahora que entonces para dudar de su monolitismo interno? Fenómenos como el de Polonia muestran que, por severo y elaborado que sea el sistema represor del pensamiento y la conducta, la inventiva humana encuentra manera de burlarlo y, en el momento propicio, de rebelarse contra la mecanización esclava de la vida. El caso de los disidentes soviéticos, por otra parte, muestra que, si en las democracias occidentales y en los países del Tercer Mundo, los intelectuales han pasado a ser, a menudo, como en la siniestra utopía de Orwell, los peores enemigos de la libertad, en los Estados policiales, en cambio, el intelectual puede convertirse en el vocero de esa aspiración a decidir su propia vida —sus actos, sus creencias, sus sueños—, con un mínimo de interferencia externa, que evidentemente está mucho más enraizada en el ser humano de lo que 1984 deja suponer.
Pero hay un tema, sobre todo, en el que, afortunadamente, el tiempo ha contradicho a Orwell. En 1984, por caminos distintos, los sistemas sociales que se reparten el planeta han llegado al mismo punto. El socialismo y la democracia son en la novela las vías por las cuales ha degenerado la sociedad humana hacia el totalitarismo absoluto. Eso (todavía) no es verdad. Con todos sus defectos y limitaciones, sin duda grandes, la democracia sigue siendo un sistema más humano y vivible, más abierto y cambiante, que el de las dictaduras (totalitarias o autoritarias). A diferencia de lo que sucede en 1984, en 1984 todavía hay en el mundo regímenes mejores y peores. Pero, más todavía. ¿Ha evolucionado el sistema comunista en el sentido previsto por la novela? Sin hacerse demasiadas ilusiones, se puede decir que hay indicios de lo contrario. En comparación con las matanzas de la era estalinista y sus extremos de terror policial, el mundo socialista, en gran parte gracias al desarrollo, ha tenido que suavizar sus métodos, dar un margen más grande a la iniciativa individual y permitir, a veces, una neutralidad en su seno que parecía inconcebible hace cuarenta años. Lo que ocurre en China, por ejemplo, insinúa una evolución de rumbo exactamente opuesto al de 1984.
¿Son estas razones suficientes para estimar que la historia moderna ha vuelto obsoleta a la novela? Ciertamente, no. A lo más, podemos decir que sus terrores, siempre válidos para el hombre futuro, no se han concretado en el plazo fatídico.
Lima, julio de 1983