Una explosión sarcástica en la novela española moderna

 

 

 

 

Juan Marsé, el ganador del Premio Biblioteca Breve 1965, nació hace treinta y dos años en Barcelona, en una familia modesta, y fue durante un buen tiempo operario en una taller de joyería. Se ha ganado la vida luego desempeñando vagos y, me imagino, aburridos trabajos periodísticos y cinematográficos, y el año que pasó en París sobrevivió barriendo la oficina y limpiando las probetas y frascos de un investigador del Instituto Pasteur, Jacques Monod, que acaba de obtener el Premio Nobel de Medicina. Tiene dos novelas publicadas (Encerrados con un solo juguete, 1960, y Esta cara de la luna, 1962) que pueden asimilarse a esa corriente narrativa, un tanto gris y monocorde, que se ha llamado «naturalista» o «neorrealista» y que prospera todavía, a la sombra declinante de Pavese, en Italia y en España.

La novela premiada de Marsé, Últimas tardes con Teresa, es un laborioso manuscrito de cerca de quinientas páginas y su lectura, sin la menor duda, irritará a todo el mundo. En muchos campos —pero principalmente en tres: la literatura, la sociología y la política— el libro destila una agresividad tan hiriente y corrosiva que su razón de ser se diría es la exclusiva provocación. Su materia profunda es la anarquía; su lenguaje, el sarcasmo, y sus estructuras, las del inverosímil folletín. Más todavía: casi no hay una página en la que no invada el relato, impúdicamente, el propio autor, para disparar sus flechas de humor ácido contra los indefensos personajes y, a través de ellos, contra los seres, las ideas, las conductas y los mitos que éstos pretenden (no siempre lo consiguen y esto es una suerte, ya veremos por qué) encarnar. La caricatura, la truculencia, la gracejería, los venenos más mortíferos de la literatura, fluyen caudalosamente por las barrocas frases descriptivas y por los diálogos irónicos de la novela y, como si no fuera bastante, una voz forastera, suficiente y burlona se insinúa todo el tiempo en los oídos del lector, dogmatizando sobre el sexo, la riqueza, el marxismo y la cultura. Leyendo Últimas tardes con Teresa, he tenido la impresión de asistir a los minuciosos e impecables preparativos de un suicidio que está cien veces a punto de culminar en una hecatombe grotesca y que siempre se frustra en el último instante por la intervención de una oscura fuerza incontrolable y espontánea que anima las palabras y comunica la verdad y la vida a todo lo que toca, incluso a la mentira y a la muerte, y que constituye la más alta y misteriosa facultad humana: el poder de creación. Pocas veces ha reunido un autor tan variados y eficaces recursos para escribir una mala novela, y por eso mismo resulta tan notable y asombrosa la victoria de su talento sobre su razón. El libro, en efecto, no sólo es bueno, sino tal vez el más vigoroso y convincente de los escritos estos últimos años en España.

La novela narra los equívocos amores de un rufián de los suburbios, llamado el Pijoaparte, con Teresa, joven universitaria de buena familia, que juega a la subversión con algunos compañeros de la facultad, ricos como ella y algo tontos. Un doble e imposible malentendido precipita esta relación erótica y la mantiene algunas semanas, el tiempo que dura la novela: Teresa confunde al ladrón de motocicletas con un militante obrero clandestino cuyo amor, piensa, la arrancará de su clase y la salvará de sí misma, y el Pijoaparte ve en Teresa la mujer-lotería que habrá de introducirlo al mundo burgués, que él imagina aseado, rijoso, próspero y multicolor. Los personajes principales arrastran tras de sí su suciedad y su paisaje: él vive en el Carmelo, una barriada de Barcelona promiscua y miserable, habitada por vagos, malhechores y rameras, y ella conspira verbalmente con sus amigos señoritos en su suntuosa casa de la playa o en los bares y cafeterías elegantes de la ciudad. Ambos mundos están descritos con una equilibrada ferocidad: a la hipocresía, el egoísmo y la prejuiciosa ceguera de los ricos se enfrenta la sordidez, la moral turbia y el beato conformismo de los pobres. Dos mundos paralelos, infranqueables, devorados por tóxicos equivalentes. Esta visión agria y catastrófica de la sociedad tiene reminiscencias barojianas, pero recuerda, sobre todo, a la del apocalíptico Louis-Ferdinand Céline. El pesimismo de éste, su humor desesperado y visceral y esos repentinos, involuntarios arrebatos de dolorosísima ternura que salpican sus libros, aparecen también en la novela de Marsé, aunque difícilmente puede hablarse de influencia. Hay entre ambos como una secreta fraternidad.

Entre el Pijoaparte y el autor se transparenta a lo largo de toda la novela una complicidad, una alianza sumamente antipática y, en todo caso, desleal para con los demás personajes del libro. Este rufián apuesto, desenvuelto y locuaz, parece haber sido concebido como un instrumento de descrédito, como la mano justiciera que rasgará el velo que disimula la impostura de Teresa y de su círculo. En efecto, la osada intromisión del ladrón en este mundo basta (o, más bien, debería bastar según los flagrantes propósitos del autor) para destruir las apariencias y sacar a la luz la falsedad de la rebeldía de estos jóvenes, su mentira profunda, su inconfesable solidaridad con el orden que simulan combatir, sus alienaciones, sus traumas sexuales y sus mitos. En el último capítulo del libro, Teresa se ha casado con un pariente que adivinamos playboy y sus amigos se han reintegrado al sistema: son respetables piratas industriales e intelectuales decadentes. La moraleja es que estaban perdidos de antemano, eran burgueses de fatalidad. Y el Pijoaparte retornará también a su mundo, a sus robos, a sus proezas eróticas de callejón, escarmentado e igual a sí mismo. En apariencia nada ha cambiado y el final de la historia nos devuelve la inmutable realidad del principio.

Sin embargo no es así, y casi podría decirse que todo ocurre al revés. La excelencia de la novela reside, precisamente, en una curiosa metamorfosis que se opera en su seno, en violación manifiesta de los cálculos y los deseos del autor. Como en ciertas comedias risueñas del siglo XVI, aquí también los papeles cambian y, súbitamente, la víctima se transforma en juez y el orden establecido en un magnífico desorden. En un momento difícil de precisar, estos personajes imaginados como simples testaferros, condenados al escarnio, adquieren un relieve, una densidad, una vibración que rompe las fronteras que les impuso el autor y una brusca soberanía los anega e independiza: comienzan, parece cosa de brujería, a vivir por cuenta propia. La humillada, la abrumada Teresa se despoja de su camisa de fuerza («niña rica enferma de virginidad y de ideas reformistas») y cobra una personalidad singular, nítida y conmovedoramente auténtica. Estaba ahí, como un maniquí, clasificada y rígida, para exhibir la estupidez, la mitomanía y la frustración sexual, y ahora se mueve y anda a tientas, tropezándose tironeada por fuerzas enemigas que batallan en su ser y la atormentan, luchando apenas, pero «verídicamente», por una liberación que nunca alcanzará porque así lo decretó el autor, y de pronto ese combate perdido es el mío y mía también la confusión de esa muchacha, y ella cree que el rufián guapo le gusta porque es un militante, y yo creo que le gusta porque es un militante, y ella que le gusta porque el militante es guapo, y yo creo que porque es guapo. Cuando un personaje se levanta de la horizontal y quieta realidad literaria y anula la conciencia del lector y la reemplaza con la suya y le contagia su espíritu y se consuma esa posesión mágica entre un hombre y un fantasma, el novelista es un verdadero creador y su libro una auténtica novela. La «distanciación» brechtiana es una quimera en el género narrativo o, más bien, un privilegio exclusivo de los autores sin talento.

Medio desconcertado aún por la sangrienta burla que juega en este libro, da su autor ese indefinible poder de animación, ese flujo profundo que recorre a sus personajes y, a Teresa sobre todo, los emancipa y desvía de la esquemática función que les había trazado, no puedo dejar de pensar qué alto y fascinante monumento literario hubiera sido éste si todo el aparato racional de la novela estuviera al servicio y no en contra de este chorro vital, si éste no debiera vencer tantos y tan claros obstáculos para manifestarse.

 

París, 1966