Reivindicación del conde don Julián o el crimen pasional

 

 

 

 

Hay que desconfiar de los novelistas que hablan bien de su país: el patriotismo, virtud fecunda para militares y funcionarios, suele ser pobre literariamente. La literatura en general y la novela en particular, son expresión de descontento: el servicio social que prestan consiste en recordar a los hombres que el mundo siempre estará mal hecho, que la vida siempre deberá cambiar. Esta misión no es superior a la del funcionario empeñado en defender lo establecido: es sólo opuesta. Y, al mismo tiempo, complementaria: una sociedad sin funcionarios no es concebible, pero una en la que los funcionarios silencian a los escritores se convierte rápidamente en infierno. Hay quienes afirman, con candoroso oportunismo: «Aceptamos la función “subversiva” de la literatura en una sociedad capitalista pero no en una socialista porque en esta última ser “subversivo” es servir a la contrarrevolución». Se diría que el socialismo, como una varita mágica, muda instantáneamente una sociedad en el Paraíso, que la liquidación de la burguesía suprime, en el acto, todo motivo de insatisfacción humana. Por desgracia, la justicia social resuelve (por lo demás, nunca de manera absoluta) sólo una parte de los problemas humanos. Mientras éstos no desaparezcan, la rebeldía seguirá latiendo, como un secreto corazón, en el seno de la literatura. Hay que abolir esa falacia: la literatura no es esencialmente distinta en una sociedad socialista que en una sociedad burguesa, en ambas es producto de la infelicidad y de la ambición de algo distinto, y, por lo mismo, se trata del controlador más acucioso de los detentadores del poder: Iglesias, ideologías, Gobiernos.

No todos los escritores lo admitirían; muchos ejercen a ciegas esta tarea de socavadores del optimismo oficial, y viven convencidos de ser celosos defensores del orden existente. En sus libros la impugnación de la realidad adopta formas indirectas, un simbolismo inconsciente. En otros, en cambio, es explícita y hasta destemplada: es el caso de Reivindicación del conde don Julián, de Juan Goytisolo. La novela haría las delicias de la censura española: su tema obsesivo es la abominación de España y su designio, la destrucción verbal de «lo español». Atención, no se trata de una «crítica constructiva» (piadosa etiqueta con que algunos fiscales ofrecen coartadas a la literatura) sino únicamente «destructiva». No es posible distinguir en el libro más que una España, corroída por un mal ecuménico y tentacular, presente en todos los contenidos del vocablo —una geografía, una historia, una cultura, unas costumbres— y ya es tarde para la cirugía salvadora: sólo cabe la autopsia. Ni siquiera, más bien la incineración; autopsiar es todavía investigar, usar la razón para entender al cadáver. Nada de eso: el narrador de Reivindicación del conde don Julián sólo quiere injuriar, agredir, desahogar una ira convulsiva contra su país.

La anécdota es muy simple. Un narrador anónimo, exiliado voluntario en Tánger, contempla las costas de España, y, metódicamente, impreca contra ella: «Tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti», «adiós, Madrastra inmunda, país de siervos y señores; adiós tricornios de charol, y tú, pueblo que los soportas». El hispanicidio ocupa toda la vida de este narrador sin silueta y sin historia, voz pertinaz que desacredita y afrenta. Su furor es sólo negativo (no quiere corregir, mejorar, sino demoler) y universal. Lo abarca, en rigor, todo. Desde lo verdaderamente grave (una tradición oscurantista y fanática, de explotación económica, hipocresía moral, intolerancia religiosa y brutalidad política; una cultura cosificada por la falta de libertad, la imposición de mitos y el provincialismo) hasta lo más accesorio y menudo: el flamenco, los toros, el paisaje de Castilla. Pero su blanco central es la lengua, donde todas las falsedades, horrores y tonterías que lo abruman han dejado una marca. Contra ese impalpable enemigo descarga su mayor ferocidad. Es la parte propiamente literaria de esta catarsis moral. Aquí el ataque no puede ser externo, no tendría sentido. Es interno, consiste en el sabotaje, en la artera desintegración de esa lengua atrofiada por la sumisión al pasado (el academicismo, el casticismo), pomposa, hueca, esotérica, incapaz de aprehender con imaginación y audacia la realidad viviente, o de crearla. Dos son las tácticas: la invención de un nuevo discurso, a caballo entre la poesía y la prosa, compuesto de versículos separados por dos puntos, puertas abiertas que remiten una a otra como la sucesión de imágenes de una pesadilla, y cuya sintaxis reiterativa va creando un clima encantatorio. En Señas de identidad Goytisolo había ensayado este tipo de frase, pero aquí resulta mucho más suelta y eficaz, porque representa, a un nivel formal, la paranoia de ese protagonista solitario que fustiga. La otra táctica es insidiosa, masoquista. Consiste en un collage que viene sin aviso, disuelto en su contexto, que el lector sólo puede olfatear, adivinar, al verse enfrentado, de pronto, con frases de una asombrosa chatura o de una engolada nimiedad. Así, paradójicamente, el libro se alimenta en buena parte de lo que denuncia, está construido con lo que aborrece. Por momentos se superponen a la voz del narrador voces ajenas, para mostrar directamente lo que ella ataca: «Églogas, odas patrióticas, sonetos de quintaesenciada religiosidad!… poemas, eructos espirituales, borborigmos anímicos».

Esta agresión contra «lo hispánico» no sólo es real —sarcasmos, invectivas— sino también fingida. «La patria es la madre de todos los vicios: y lo más expeditivo y eficaz para curarse de ella consiste en venderla, en traicionarla», piensa el narrador. Es lo que él hace, a la medida de sus fuerzas, es decir, con su mente, mientras merodea sin rumbo fijo por las tortuosas callecitas de los zocos de Tánger. Sueña abominables traiciones, se imagina un nuevo don Julián, una versión moderna de aquel al que rinde homenaje el título del libro, el legendario conde Ulyan u Olián, gobernador de Ceuta, que, en el año 711, abrió las puertas de la Península a los ejércitos musulmanes. El narrador, viciosamente, se introduce bajo la piel del vilipendiado traidor de las historias patrióticas y maquina, con prolija malignidad, una nueva invasión, definitiva y sangrienta. Su fantasía trabaja, como la de un artista pop(un Berni, por ejemplo) sobre desechos existentes, sobre basuras concretas, recogidas en las hagiografías piadosas, en los manuales edificantes, en los mitos e imágenes fabricados para fortalecer «el espíritu cristiano nacional» y las «esencias hispánicas». Los horrores que las «harkas» islámicas desatadas sobre España perpetran, en la mente belicosa e incesante del narrador, son, justamente, los dibujados por los tabúes y las represiones y los que ponen en circulación las más cándidas postales folclóricas: bereberes que se ciernen, húmedos de lascivia, sobre níveas vírgenes castellanas; curvas cimitarras que cercenan rizadas cabecitas de niños-jesuses, ciudades pasadas a cuchillo por muchedumbres oscuras que esgrimen pendones con medialunas y que se encarnizan, sobre todo, con los ancianos y las monjitas: «Paciencia, la hora llegará: el árabe cruel blande jubilosamente la lanza: guerreros de pelo crespo, beduinos de pura sangre cubrirán algún día toda la espaciosa y triste España acogidos por un denso concierto de ayes, de súplicas, de lamentaciones». Este ramal imaginario del libro no sólo es el más ágil y creativo, con sus imágenes épicas, desenfadadas y burlonas, su dinamismo inventivo y lo certeros que suelen ser sus tiros, sino que sirve, en cierto modo, de contrapeso al resto, al que aligera de su hosca, incandescente severidad.

Queda aún por decir de este libro lo que T. S. Eliot dijo del satanismo de Baudelaire en un ensayo célebre: tanta maldad es sospechosa, cuando se insulta a Dios con esa devoción es casi como si se le rezara. El narrador de Reivindicación del conde don Julián está lejos de haberse «curado» de España como pretende; está envenenado, atormentado hasta la locura por su tierra, con la que, para su mal, se siente visceralmente identificado: «consciente de que el laberinto está en ti…». No hay la menor duda: su furor es genuino, la insolencia iconoclasta que corre por las venas del libro es sincera. Pero no cabe duda, tampoco, que tan devastadora indignación sólo puede estallar estimulada por algo que se siente muy próximo y muy hondo. El libro es un crimen pasional, algo así como el disparo enfurecido del amante celoso contra la mujer que lo engaña. Es una tentativa de purificación por el fuego, atrozmente amorosa, no ajena a cierta utopía cuya proyección política ha tenido en España, precisamente, un arraigo sin equivalentes en Europa: el anarquismo. La sentencia de Bakunin: «El deseo de destrucción es a la vez un deseo creador» podría servir de epígrafe a Reivindicación del conde don Julián. Es también una empresa de saneamiento histórico. Así lo han entendido, por lo menos, dos lectores españoles —Jorge Semprún y José María Castellet— que, apenas acabaron de leer este libro —el más desesperado, el más conmovedor de Juan Goytisolo— se apresuraron a sugerir que estas páginas destructoras fueran declaradas libro de texto en los colegios de España.

 

23 de julio de 1971