La Autobiografía de Federico Sánchez

 

 

 

 

 

El hecho de que la Autobiografía de Federico Sánchez haya ganado el Premio Planeta de novela puede originar un malentendido sobre este libro, que, a ojos vista, no es una novela ni ha sido escrito por el relumbrón de un certamen literario. Pero, después de leerlo, comprendo por qué Jorge Semprún se ha aventurado a correr el riesgo de ese malentendido: para que su testimonio, políticamente sacrílego en el contexto de la España de hoy, llegue a ese vasto sector del público cuyo comercio con la literatura es muy escaso y las más de las veces se reduce, justamente, a leer los premios Planeta de novela.

Ese amplio sector de las clases medias españolas es aquel hacia el cual ha ido principalmente orientada la (habilísima) campaña de Santiago Carrillo y del Partido Comunista para imponer su nueva imagen: la del eurocomunismo. Es decir, la de una organización y un líder emancipados de la tutela soviética y de la camisa de fuerza de un marxismo dogmático, ahora democráticos y tolerantes, convencidos de la necesidad de congeniar la revolución social con el pluralismo político, la libertad de prensa y los derechos humanos. ¿Hasta qué punto esta nueva imagen es genuina, corresponde a una realidad profunda, y no a una transitoria táctica? Yo no sabría decirlo con certeza y Jorge Semprún tampoco, a juzgar por su libro. Pero a él, en todo caso, le interesaba averiguarlo, y creo que la Autobiografía de Federico Sánchez es, entre otras cosas, su manera (habilísima, también) de hacerlo. Recordar en estos precisos momentos, con ejemplos que queman las manos de puro calientes, que sólo antes de ayer, ayer, y aun esta mañana, ese mismo dirigente y el partido que conduce, y que a todo el mundo (salvo a un puñado de energúmenos) parecen hoy tan permeables al diálogo y a la discrepancia, a la urbanidad política, practicaban un rígido e ideológico sectarismo, el culto a la personalidad, el autoritarismo moral y la excomunión y el exorcismo contra toda forma de crítica y oposición interna, no es sólo una flagrante prueba de inoportunidad y mala educación políticas (muy típicas de un escritor que merezca este nombre). Es, también, una manera de poner a prueba el nuevo organismo: ¿digerirá este sólido bocado sin indigestarse o, cediendo a reflejos atávicos, lo devolverá en un vómito de bilis? El propósito de Semprún al dirigirse a ese público particular, con la ayuda inesperada del Premio Planeta, no es alertarlo contra el Partido Comunista y su líder, sino, más bien, contra la ingenuidad de aceptar cualquier «imagen» política sin someterla a la prueba de fuego, que no consiste en escuchar lo que los dirigentes y los partidos políticos dicen, sino relacionar lo que han hecho y lo que hacen con lo que dicen. Son esos ingredientes, sumados y contrastados, los que constituyen la imagen fidedigna de un ente político.

Curiosamente, pese a la dureza que en ciertas páginas alcanza el requisitorio de Semprún contra su antiguo partido y contra el marxismo oficial, y pese al tono ácidamente escéptico de algunas de sus reflexiones, su libro está lejos de ser un ensayo pesimista, del que se desprenda una sombría moraleja sobre la imposibilidad de la revolución y, por lo mismo, sobre la inutilidad de toda acción e ilusión políticas. Ocurre que la violencia de aquella crítica contra los demás está como contrarrestada por la ferocidad con que el autor se despelleja a sí mismo, insistiendo sobre todo en mostrar en su propia persona aquellos estigmas que denuncia en sus antiguos camaradas: desde los poemas realista-socialistas, ingenuos y simplotes, que escribió de joven, hasta la cuadratura mental que pudo ser la suya, en el análisis de la realidad, en múltiples ocasiones, por la naturaleza religiosa de su adhesión ideológica. Hay en esta constante exhibición autopunitiva de sí mismo, que resulta a veces desgarradora, algo mucho más constructivo que ese «masoquismo de intelectual» que verán en él ciertos lectores apresurados. Hay, como un esfuerzo inconsciente, oscuro, pertinaz, por —desde esas tinieblas exteriores a las que fue arrojado por disidente— seguir discutiendo con sus viejos camaradas, pese a que ellos clausuraron ya el debate, por seguir convenciéndolos de la urgencia imprescindible de un cambio de mentalidad y de actitud para la victoria de su causa, y apelando para ello en última instancia al argumento más dramático: el ejemplo de una despiadada autocrítica. Leyendo este libro me he preguntado varias veces si Semprún se ha dado cuenta que, aun en esos exordios con que a veces interrumpe su relato para clamar que ahora sí se halla libre de toda servidumbre mental, se sigue transparentando con fuerza una honda y terca fidelidad a los ideales que hicieron de él un militante, y que a pesar de todas sus vicisitudes personales en ese quehacer y de su toma de conciencia de los fracasos y los terribles errores cometidos por los partidos comunistas (en el poder o en la clandestinidad), su idea de la justicia social y de un hombre liberado siguen siendo para él indisociables del marxismo como filosofía y del comunismo como práctica. No sólo me parece esto evidente en esa melancolía que como una suave brisa pasa por las páginas ardientes de la Autobiografía de Federico Sánchez, dando un respiro a los lectores, sino, sobre todo, por el cuidado con que el autor se encarga de dejar en claro, con homicidas descargas que deshacen a la socialdemocracia y al liberalismo, que pese a la enormidad de los defectos que pudiera haber contraído a lo largo de la historia, no existe otra alternativa seria y real que la del comunismo para la liberación del hombre.

En eso no creo estar ya de acuerdo con él, si es verdad que esta convicción late, como un corazón, en el trasfondo de su libro. Lo creí algún tiempo, pero ahora, después de algunas decepciones y unos cuantos porrazos (pequeños, en comparación con los que él recibió), me he vuelto más escéptico. O, mejor dicho, más ecléctico en materia política. Las soluciones verdaderas a los grandes problemas, me parece, no serán nunca «ideológicas», productos de una recomposición apocalíptica de la sociedad, sino básicamente pragmáticas, parciales, progresivas, un proceso continuo de perfeccionamiento y reforma, como el que ha hecho lo que son, hoy, a los países más vivibles (o, los menos invivibles) del mundo: esas democracias del Norte, por ejemplo, cuyo progreso anodino es incapaz de entusiasmar a los intelectuales, amantes de terremotos. Pero leyendo la Autobiografía de Federico Sánchez me he sentido íntimamente solidario de Semprún. Estoy seguro que este libro, el primero que escribe en español, el primero en el que desnuda crudamente su historia y la de tantos amigos y enemigos de su vida política, ha debido ser una empresa no sólo difícil sino amarga y amenazada a cada segundo de fracaso por una inevitable autocensura. Que la haya llevado a cabo hasta el final, en una buena prosa castellana, envolvente, versátil, irónica, belicosa, tierna a ratos, y nostálgica, y que haya sido capaz de infringir en casi cada página todos los tabúes del intelectual de izquierda haciendo blanco de su crítica, de su sarcasmo o de su humor a todos los monstruos sagrados que aquél teme o reverencia —desde Fidel Castro hasta Althusser, pasando por la soporífera revista Tel Quel y el polisémico Roland Barthes— es una sana manifestación de independencia, de rebeldía y de juventud intelectual. No hay la menor duda que este libro le ganará un bombardeo de injurias, desde todas las tiendas políticas. ¿No será ésa, acaso, otra prueba de que ha conseguido con él una victoria literaria? Porque la literatura, en sus más altos momentos, ha sido siempre una agresión profunda al conformismo social cuyo precio inmediato suelen ser la incomprensión y la impopularidad. Semprún, al escribir este libro, ha demostrado que sigue teniendo el mismo coraje que durante diez años le permitió jugarse la libertad y tal vez la vida como dirigente comunista clandestino en la España de Franco.

 

Cambridge, noviembre de 1977