El mejor episodio, en el segundo volumen de las memorias de Carlos Barral,[8] ocurre en mayo de 1959, durante unas Conversaciones poéticas que congregan en Mallorca a buen número de escritores españoles y europeos. Una noche, el joven poeta y editor, estimulado por la atmósfera cálida, la fraterna sobremesa con los compañeros y una secreta debilidad por las mujeres compactas, se lanza al mar, trepa unas rocas y hace el amor con una estatua. Él lo cuenta así: «Crucé las pocas brazas de agua hasta la roca que apeanaba la figura y rendí homenaje genital —quién sabe si de verga empinada, el alcohol a veces lo puede todo— a los muslos de la robusta muchacha lunar».
El placer de ese acoplamiento granítico debió ser muy escaso —glacial, áspero—, pero el gesto es bello y todavía lo es más su mitificación literaria. Todo el encanto del libro de Barral está resumido en esa cita: la desenvuelta prosa, solemne y arcaizante, el tono irónico, la alusión culta, la observación inteligente, el buen sentido plástico. Inmediatamente se advierte que, para quien escribe así, la escritura no es un medio destinado a referir algo que le ocurrió, sino un fin artístico al que no vacila en sacrificar la exactitud de lo ocurrido. La diferencia es capital pues es la que separa historia y literatura. Quiero decir que estas memorias, con ser importantes para conocer un periodo de la vida española, tal como fue vivido por un intelectual que tendría una función decisiva en la renovación editorial del país y estaría en el centro de la batalla por abrir las puertas de España a la cultura contemporánea, lo son todavía más como obra de creación. Al igual que en una novela lograda, en Los años sin excusa el mundo real es deshecho y rehecho a fin de que plasme los caprichos, las nostalgias y las fantasías de un narrador, convertido en un objeto estético cuya ambición no es informar sino existir, conmover más que educar. Por eso, el libro expresa una verdad humana más permanente y universal que la estricta experiencia española de los años cincuenta.
Anécdotas teatrales, como el idilio con la estatua, se suceden y van componiendo la silueta del protagonista: poeta al que las circunstancias más que la vocación llevan a ejercer cierto liderazgo en la lucha cultural contra el franquismo: conspirador y militante de izquierdas que, sin embargo, no acaba nunca de tomarse en serio y aun en los momentos de peligro se mira y mira a sus compañeros de aventura con burla y escepticismo: romántico conradiano que no cesa de jugar al lobo de mar hasta que el juego termina por adquirir una suerte de realidad en los fines de semana y los veranos mediterráneos de Calafell. Barral se muestra en sus memorias como un hombre de gestos al que, en el fondo, sólo un puñado privilegiado de temas importan: unos cuantos amigos, el padre ido y su mitología, un pueblito de pescadores, la poesía. Desde luego que su vida está atiborrada de otras cosas —la dictadura sofocante, el trabajo de Seix Barral, la úlcera, los viajes, el premio literario que arma con ayuda de una docena de editores extranjeros, gentes que vienen y van—, pero, si hemos de creerlo, todos esos quehaceres y responsabilidades, en su fuero íntimo, le interesan poco o nada. Mucho menos en todo caso que la literatura. Pues de ella se trata. Los otros héroes del libro, sus amigos, son en realidad el símbolo de la propia vocación; el recuerdo del padre y su reinvención cotidiana son un ejercicio esencialmente literario y Calafell es el escenario donde, solo o en compañía de seres de elección, puede realizar todos los gestos que la fantasía reclama, volver la vida poesía.
Además de las bellas anécdotas, abundan en las memorias los retratos de personajes. Están hechos a la manera decimonónica, con una eficacia de detalles pintorescos y una maestría en la gradación de los efectos que pueden llamarse balzacianas. Retratos a veces patéticos (como el de Joan Petit), a veces sutiles y perversos (como el de Jaime Salinas), a veces de una vivacidad folletinesca (como el del Barón D'Anthès), son todos magistrales y dejan en la memoria del lector una galería de tipos comparable a la de los mejores retratistas de la novela española (un Baroja o un Galdós). Incluso los rápidos trazos con que cruzan el libro ciertas personas —Camilo José Cela levantando en peso a una dama con una mano, Gerardo Diego formulando este saludo original: «¡Qué propio viene usted!»— impresionan como excelentes instantáneas.
Al mismo tiempo que su buena prosa, resulta conmovedor en estas memorias el empeño de Barral en minimizar con aire sarcástico su actuación como resistente y promotor cultural durante el franquismo. En un momento en que todo aquel que hizo algo por resistir a la dictadura se apresura a mostrarlo y a pedir el reconocimiento político consiguiente, es muy típico de Carlos Barral, hombre siempre elegante, hacer lo contrario: escamotear sus méritos. Porque lo cierto es que, con convicción o sin ella, hizo una labor enormemente valiosa y no sólo en beneficio de sus compatriotas sino también de los hispanoamericanos. Consistió en editar, a costa de esfuerzos a veces ciclópeos, una literatura que resultaba fantásticamente refrescante y viva en el ambiente embotellado y anacrónico en que se desenvolvía la vida intelectual en la España de los años cincuenta. Pero, además, esta labor fue contagiosa, generó actitudes similares por parte de otros editores, aunque a veces fuera por simples razones de emulación comercial, y así se fraguó ese movimiento de presión contra la censura que terminaría por imponerse. Hay fenómenos, como el de la difusión y el reconocimiento crítico internacional de la narrativa latinoamericana que, simplemente, no hubieran ocurrido, o hubieran tardado mucho, sin las iniciativas y el entusiasmo de Carlos Barral, quien fue el primero en introducirla en España y en promoverla a través de la caja de resonancia de los premios Biblioteca Breve, International y Formentor. De otro lado, toda una generación de escritores —yo, entre ellos— salimos del anonimato y pudimos llegar a un público amplio gracias a la terquedad y la fe del amante de la estatua, quien, para publicarnos, debió a menudo llevar a cabo operaciones de novela picaresca. Algo cuenta en Los años sin excusa de lo pintoresca que fue la publicación de La ciudad y los perros. Pero el asunto da para mucho más.
Confío que en el siguiente volumen de las memorias —éste sólo llega al comienzo de los sesenta— Barral desarrolle un tema que aquí apenas esboza: el de la censura. Él la conoció y la combatió mejor que nadie y, con las aptitudes de narrador que ha demostrado, está en posición inmejorable para relatar la historia extraordinaria de esa institución que es siempre el mejor espejo de una dictadura. Yo recuerdo haber seguido alguna vez, asombrado, en las oficinas de su editora, la intrincada estrategia que diseñaba Barral para que un manuscrito se enfrentara a la censura: gestiones a fin de que profesores respetados por el régimen recomendaran tolerancia, propagación de rumores sobre el escándalo internacional que sobrevendría en caso de prohibición, infinitos viajes a Madrid para discutir, dialogar, implorar. Era una lucha larga, costosa, llena de peripecias, que continuaba aun en la etapa de corrección de pruebas para, mediante alguna treta feliz, salvar una frase, un adjetivo.
Mi primera conversación con Carlos Barral, en la primavera del 62, en un café de París, fue justamente sobre la censura. Me contó que en una novela de Juan Marsé a punto de publicarse aquélla había suprimido, varias veces, la palabra sobaco. Es algo que me ha quedado grabado, que me da siempre vueltas en la cabeza. La imagen de ese censor, seguramente calvito y cincuentón, acaso miope, revisando con susto y ansiedad los manuscritos de sus víctimas, a la caza de sobacos, palabra demoníaca que inspira malos pensamientos y provoca erecciones.
Lima, junio de 1978