Lorca: ¿Un andaluz profesional?

 

 

 

 

 

En nuestra época la popularidad de un escritor suele conspirar contra su prestigio, como si cierto esoterismo, el difícil acceso para el profano, fuera indispensable garantía de calidad artística. El arte inmediatamente aceptado por el gran público resulta sospechoso para el entendido, que suele acusarlo de tramposo y superficial. Pude comprobar esto, hace algunos años, en una reunión convocada en homenaje al centenario de Rubén Darío, donde la mayoría de los poetas, en vez de homenajear a su ilustre antecesor, se dedicaron a ridiculizar sus princesas y sus cisnes. Mi impresión fue que lo que, en el fondo, les desagradaba no eran los pajarracos y las damiselas de sus poemas, sino su fama; que, en una época, hasta las piedras hubieran memorizado sus poemas.

Con García Lorca pasa algo parecido. La difusión de sus escritos, el hecho de que aun personas que jamás abren un libro sean capaces de recitar «La casada infiel» y quienes jamás pisan un teatro hayan visto Yerma y Bodas de sangre ha creado resistencias y hasta hostilidad hacia su obra en el medio intelectual. Mientras vivió Franco estos sentimientos fueron acallados, por razones políticas y éticas, ya que Lorca era una prueba rotunda de la barbarie del régimen. Pero hoy las circunstancias han cambiado y ya no hay escrúpulos, en España e Hispanoamérica, para decir, por ejemplo, que su gloria ha sido más consecuencia de su trágico fin que del valor intrínseco de su obra, que sin el asesinato de Granada jamás hubiera tenido la audiencia que tiene, y que sus gitanos, sus toreros y sus viudas telúricas son personajes de cartón-piedra, meramente decorativos y hasta cursis.

«Un andaluz profesional» le ha llamado Borges. Ingeniosa y perversa, la sentencia condensa lo que para buen número de escritores de hoy resulta dudoso y criticable en el autor del Romancero gitano: su «indigenismo», el hecho de que buena parte —lo más conocido— de su obra gire en torno a aquellos motivos folclóricos —la castañuela, el traje de luces, la procesión, el puñal— más desnaturalizados (si es que alguna vez fueron genuinos) por la explotación política y comercial. Se reprocha a Lorca haber escrito una obra que prestigia y vuelve mito artístico a aquella España mentirosa de la pandereta que ha servido para ocultar y caricaturizar a la España real. Lorca habría confundido el disfraz con el hombre, el relumbrón y el oropel con la vida. Lo pintoresco le habría impedido ver (y escribir sobre) las experiencias realmente cruciales de su tiempo.

Nunca he compartido esta opinión sobre Lorca, así como siempre he creído que Darío es un extraordinario poeta. En el rechazo que ambos inspiran se mezclan un prejuicio y un malentendido. El primero es resultado de un fenómeno —trágico en la historia de Occidente— ocurrido en la segunda mitad del siglo pasado, cuando la rama más creativa de la poesía comenzó a seguir una trayectoria de complejidad formal creciente que llegó a convertirla, a menudo, en un saber aparte, sólo al alcance de públicos minoritarios. El prejuicio está en creer que el gran arte de nuestra época deba obligatoriamente ser así. En otras lenguas —como la portuguesa y la rusa— no ocurrió lo que en la inglesa y la francesa y en ellas la gran poesía siguió siendo tan «popular» como la prosa. En nuestra lengua, periódicamente, ha habido creadores que, sin sacrificar la originalidad de contenido y la temeridad formal, han sido lo bastante accesibles como para conquistar vasta audiencia. Ése es el caso de un García Lorca, en quien, como en el Neruda romántico de la primera época y el épico del Canto general —no el de Residencia en la tierra, claro está—, una visión rica y una imaginación poderosa cristalizan en una expresión cuya magia seduce por igual al lector refinado y al basto.

El malentendido consiste en confundir la palabra poética con el objeto que designa, o, mejor dicho, que parece designar. Ambas cosas no coinciden jamás en el caso de los creadores dignos de ser llamados así. Las princesas y los cisnes de Rubén Darío no son reproducciones de otros, preexistentes en la realidad objetiva, sino, literalmente, las princesas y los cisnes de Rubén Darío. Es decir, seres fraguados por él, para poblar un mundo surgido de urgencias y sentimientos íntimamente experimentados —y en los que, por supuesto, repercutían no sólo los incidentes de su vida individual sino también las circunstancias de su tiempo y su medio— y a los que su genio verbal pudo insuflar movimiento, color, música, soberanía. Esos cisnes y princesas en los que muchos ven la debilidad de un nicaragüense enajenado por las imágenes de una Europa irreal que llegaban a las colonias culturales, son, en verdad, una audaz reelaboración americana de una materia que era patrimonio de la época y en la que un poeta fuera de serie imprimió una vitalidad y un simbolismo propios, que lo expresaban a él y en la que un inmenso público se sentiría también expresado.

Algo semejante sucede con los gitanos, las vírgenes, los cuchilleros y los amores trágicos de Lorca. Ese mundo es «regionalista» sólo en apariencia. Representa tan poco a la Andalucía real como los cisnes y las princesas de Darío a sus supuestos modelos. Ambos poetas encontraron en ese material pintoresco un vehículo eficaz para materializar los fantasmas que los habitaban y, en este proceso, gracias a su fantasía y destreza verbal, ese material quedó sutilmente transmutado en algo distinto, se emancipó de sus fuentes originales y pasó a reflejar, en vez de a éstas, a su creador.

¿Son acaso los reyes históricos de Shakespeare retratos de personajes reales? Los gitanos, torerillos, vírgenes recalcitrantes y hasta los chopos y las aceitunas de Lorca expresan un mundo subjetivo, trascienden la realidad específica de donde fueron tomados y son símbolos de una visión del hombre, del amor, de la muerte y del arte lo bastante persuasiva como para conmover a un inmenso público.

Estas reflexiones vienen con motivo de la publicación en Estados Unidos de la prosa de García Lorca[9] que, a diferencia de su teatro y de su poesía, no había sido aún traducida. El recopilador y traductor, Christopher Maurer, ha verificado la exactitud de los textos en los archivos de la familia y los ha anotado con abundante y sólida información. El libro contiene casi todo lo importante que escribió Lorca en prosa, como su conferencia sobre la poética de Góngora, con motivo del tricentenario del autor de las Soledades y sus ensayos sobre el cante jondo, las canciones de cuna y la teoría del «duende», así como las notas que usó para sus recitales de poemas del Romancero gitano y de Poeta en Nueva York.

Este material, secundario en el conjunto de su obra, es útil en la medida en que nos descubre las fuentes y las ambiciones de sus poemas. A veces nos revela que no siempre un autor es buen juez de lo que escribe ni enteramente lúcido sobre el significado de su obra. En tanto que algunos textos nos muestran su aptitud para trastocar lo particular en universal —como un fragmento inédito sobre el toreo, misterioso y bellísimo en su barroca intuición—, otros, como el consagrado a las «nanas» andaluzas, suenan incómodamente folclóricos y patrioteros.

Pero quizá lo mejor en esta colección de prosas sean los chispazos de algo que Lorca, desgraciadamente, se llevó con él: su encanto personal, esa aptitud para fascinar a la gente que todos los que le conocieron le reconocen. En los apuntes que borronea para sus conferencias hay siempre una obsesión: no aburrir a la gente. Parece que lo consiguió siempre, que tuvo como nadie ese «duende» sobre el que versa una de sus charlas y que oírle era siempre quedar seducido. En ninguna de sus prosas es esto tan evidente como en su «Elegía a la pintora María Blanchard». Una vez leído, el lector descubre que en este texto Lorca ha hablado más de las jorobas que afeaban a la pobre pintora que de sus cuadros y, sin embargo, lo ha hecho con tanta gracia y simpatía que, no hay la menor duda, la ha homenajeado más conmovedoramente que nadie. Esa brujería sigue operando, con la misma fuerza, cada vez que uno le lee.

 

East Hampton, Long Island, 1980