El exorcismo de Ángel Rama contra Historia de un deicidio («Vade retro», en Marcha, 5 de mayo de 1972) es lo bastante estimulante como para romper una norma de conducta basada en la convicción de que los libros deben defenderse solos, y de que, además de inelegante, es inútil replicar a las críticas que merece lo que uno mismo escribe. Pero Rama es un crítico respetable y si él, que habitualmente lee con agudeza, ha entendido tan mal el libro, tiemblo pensando en la impresión que habrá hecho en lectores menos avezados. Quizá valga la pena, por una vez, llover sobre mojado.
El primer reproche que quiero contestar es el de que mis opiniones sobre la vocación narrativa constituyen un regreso a la «teología» («nos transporta de lleno a la teología»). Para cualquier lector de buena fe, debería resultar claro que los «demonios» de mi ensayo no son los sulfurosos personajes de cola flamígera y tridente de los Evangelios, sino criaturas estrictamente humanas: cierto tipo de obsesiones negativas —de carácter individual, social y cultural— que enemistan a un hombre con la realidad que vive, de tal manera y a tal extremo que hacen brotar en él la ambición de contradecir dicha realidad rehaciéndola verbalmente. Acepto que el empleo del término «demonio» es impreciso; no usé el de «obsesión» porque hubiera podido sugerir que adoptaba la explicación «psicologista» ortodoxa de la vocación. No todas las obsesiones son literariamente fecundas, sino cierta estirpe, muy particular, que he tratado de describir, en un caso concreto, en un largo capítulo del libro (el segundo de la primera parte).
Situar en el dominio de las «obsesiones» el impulso primero del novelista y la materia prima de sus obras, no es, de ningún modo, desterrar fuera de lo humano —colocándolo en el cielo, o, mejor dicho, en el infierno— el origen de la narrativa, sino, al contrario, enraizarlo en la realidad más «social» y verificable. Los «demonios» a los que me refiero son todos racionalmente cazables, porque proceden de fricciones y desencuentros entre la historia singular de un individuo y la historia del mundo en que vive. Es cierto que en mis opiniones se prestan imágenes del romanticismo (los románticos fueron, por lo general, mejores fabricantes de imágenes que los positivistas) pero su contenido debe más a Freud o a Sartre (éste acaba de escribir: «los escritores, todos locos furiosos»), cuyas concepciones nadie debería llamar, seriamente, «hijas de la filosofía idealista».
Rama deplora que presente los «temas» de un escritor «como obsesiones intocables y casi “sacralizadas”, desde el momento que se les concede capacidad para dirigir la vida de un hombre». Si el materialista más acérrimo acepta hoy que la vida de la mayor parte de los hombres «normales» (no sólo los habitantes de los asilos) está «dirigida» por ciertas obsesiones, ¿podría ser negada esta evidencia en el caso de escritores como Dostoievski, Kafka, Henry Miller o Faulkner? Pero no niego que hay otros —un Tolstói, un Balzac, un Thomas Mann—, en quienes el trasfondo obsesional es mucho menos significativo para entender la obra. La interpretación psicoanalítica «pura» de la vocación literaria, como sistemática transferencia compensatoria de ciertos traumas neuróticos, me parece excesivamente psíquica e insuficientemente histórica y no la acepto sin reservas. No hay duda que ella puede ser discutida (yo preferiría «completada») desde muchos ángulos. ¿Pero se la puede acusar, con un mínimo de rigor, de «irracional» e «idealista»? Una interpretación de la literatura es «idealista» si instala la génesis de la vocación fuera de la realidad humana (lejos de la historia, en lo sobrenatural) e «irracional» si proclama que esta vocación y sus fuentes no pueden ser aprehendidas con la razón. Cuando Rama aplica estas etiquetas a una explicación del novelista según la cual toda vocación narrativa se erige a partir de experiencias concretas que hieren de un modo especial a una personalidad determinada, provocando entre ella y su mundo un conflicto cuyo resultado es la ficción (es decir, que ve en la ficción, únicamente, la mano de la psicología y de la historia) y para la cual todo el proceso de la literatura es inteligible y sus productos capaces de ser íntegramente «deconstruidos» mediante el análisis racional —e intenta probarlo en medio millar de páginas consagradas al estudio de una obra particular—, incurre en la misma «imprecisión semántica» que reprocha a mi «teoría», y también en la impropiedad de quienes, a fuerza de tanto lanzar anatemas en vez de razones, han acabado por convertir los vocablos «idealismo» e «irracionalismo» en ruidos intimidatorios, sin significación conceptual alguna.
Rama me censura «manejar una metáfora más que una definición crítica fundada» por hablar de los «demonios» de un novelista y llamar a éste un «deicida». Para ser realmente «moderno», según él, hay que llamarlo «un productor»: «El escritor-productor es el correcto representante de nuestro tiempo». Éste es un pase de prestidigitación: ¿acaso porque llamo «deicida» a García Márquez estoy negando que sea un «productor»? Ambos términos no son contradictorios sino complementarios. El primero alude a la ambición rebelde que preside toda vocación narrativa, a la aspiración del narrador de «rehacer la realidad», y el segundo a la condición del trabajador cuyas obras se convierten en «mercancías» dentro de una sociedad determinada. ¿Dónde está el antagonismo? Una definición se refiere al problema individual de la literatura y otra al problema social: ambos existen, se condicionan y modifican mutuamente y yo nunca he pretendido segregarlos, como hace Rama, al reducir la literatura, según el patrón positivista, a su exclusiva función social. En realidad, la diferencia entre «deicida» y «productor» es una diferencia de metáforas: la primera presta su término al vocabulario «religioso» y la segunda al de la «economía» y lo divertido es que tanto Rama como yo somos profanos en esas materias de las que saqueamos imágenes para explicar la literatura. A mí no me parece mal: la literatura será algo vivo mientras siga siendo totalizadora, se nutra de toda experiencia humana y haya que recurrir por lo tanto a «toda» la experiencia humana para explicarla en su integridad. La ventaja de esta concepción «totalizadora» de la literatura sobre la visión sociologista que propone Rama, está en que aquélla abarca también a esta última, aunque despojándola, claro está, de sus orejeras, de su pretensión monopolista. Como la primera tesis parte del supuesto que la novela aspira a representar la totalidad humana (rehecha críticamente) supone que sólo una crítica totalizadora —múltiple, o, como dice hoy la jerga académica, «inter-disciplinaria»— puede describir y juzgar plenamente semejante empresa. Ésa es la intención explícita del ensayo de Sartre sobre Flaubert (que sólo he comenzado: espero el verano para zambullirme en ese océano), en el que, aparentemente, la sociología, la historia, el psicoanálisis, la lingüística, la antropología y otras disciplinas concurren para mostrar qué se puede saber hoy de un hombre. Esen esta dirección que Rama hubiera debido colocar mi ensayo para entenderlo cabalmente y no le habría costado la menor dificultad detectar sus vacíos y deficiencias, en vez de inventarle otros.
De otro lado, ¿desde cuándo es inválida la metáfora para describir una realidad dada? En un mundo esencialmente metafórico como el del lenguaje, la literatura constituye el dominio más «imaginativo», el más volcado hacia la imagen, y cualquier definición «científica» será siempre falaz. En literatura —y arte en general— sólo se puede aspirar a definiciones parciales. Y sin llegar al extremo de un Lezama Lima, para quien todo es metáfora de todo, la comparación puede ser, también, un vehículo eficaz para hacerse comprender y para comprender la literatura. Yo no he pretendido jamás una definición «científica» del novelista. He trazado una hipótesis que es personal pero no original: ella debe su origen empírico a mi propia experiencia de escritor, y su formulación, llamémosla «teórica», a una suma de autores entre los que, por cierto, no está excluido el excelente Benjamin a quien Rama me acusa de haber puesto de lado por otros «idealistas». La expongo, más que por lo que pueda valer en sí misma, para dejar en claro desde qué punto de vista, en función de qué convicciones básicas, está hecha la aproximación al «caso» y a la obra de García Márquez, y es en función de esta aproximación que debe ser juzgada aquella hipótesis y no a la inversa. Las «teorías», como las «formas» literarias, sólo existen cuando se encarnan en una obra concreta.
El segundo cargo que quiero levantar es el de que yo me «acantono» (la metáfora es ahora militar) «en una dicotomía entre tema (inspiración demoníaca) y escritura (racionalización humana)». No he establecido semejante «dicotomía» ni de mi ensayo se desprende que «tema» y «escritura» constituyen entidades independientes e inmóviles. He dicho, más bien, que la creación narrativa es un complejo proceso en el que la dimensión irracional, inconsciente, del creador aporta principalmente los«temas» (las experiencias negativas que son el origen de la vocación rebelde que aspira a reedificar la realidad) y la dimensión racional y consciente aporta principalmente las «formas» (la técnica y el estilo) en que aquéllos cristalizan. Es evidente, para mí, que esta división sólo es posible como una abstracción teórica que jamás se da en la praxis, porque sé tan bien como Rama o como cualquiera que haya intentado la aventura de la narración, que los «temas» no son separables de sus «formas», que hay entre ambos una interdependencia irremediable: un «tema» sólo existe encarnado y una «forma» sólo existe cuando en ella se encarna un tema dado. El verbo «encarnar» es capcioso, sugiere que un tema podría preexistir a su forma y viceversa. No es así. Hay una interacción dinámica entre ambos componentes de la narración: un «tema» se forma y transforma según van siendo decididas, elegidas, las palabras y el orden que lo plasman. Si es verdad que en mi libro hay pocas deudas con «las ideas estéticas de Carlos Marx» (que eran demasiado conservadoras) hay en cambio una clara filiación entre esta manera de plantear la relación materia-forma y la dialéctica y me sorprende que Rama, buen lector del pensamiento marxista, no lo haya advertido.
Subrayo principalmente al hablar de la intervención de lo irracional en la materia de la narración y de lo racional en la elaboración de su forma, para indicar que, aun cuando piense que el tema procede, sobre todo, del inconsciente, no excluyo la participación del elemento consciente, y que no estoy diciendo que toda «forma» sea exclusivamente «racional»: también en ella participan, a veces de manera decisiva, la intuición, el puro instinto. Lo que señalo es una tendencia: uno escribe historias en función de experiencias que no ha elegido, que no ha provocado (sino en casos excepcionales), que han herido su sensibilidad y su memoria hasta el extremo de convertirlo en un «re-creador» del mundo, pero al ponerse a escribir, en el proceso de crear, a partir de esa materia prima obsesiva, urgente y siempre nebulosa, una ficción, en la tarea de dotar de vivencias, de ambigüedad y de objetividad a ese material subjetivo, a través de las palabras y de un orden temporal, la inteligencia y la razón pasan a ser prioritarias. Desde luego que cualquier generalización respecto a esta tesis es arbitraria: cada caso puede constituir una variante, aunque siempre dentro de esas coordenadas. En un escritor como Borges, la premeditación «temática» es, sin duda, mucho mayor que en un Donoso o un Garmendia o un Juan Benet, y en el André Breton que escribió Nadja la «forma» era casi tan espontánea como el tema.
Porque he escrito que «el novelista no es responsable de sus temas» (en el sentido en que un hombre no es «responsable» de sus sueños) Rama, con desconcertante ligereza, deduce que para mí el escritor es «el escritor inspirado, el escritor protegido de las musas, el escritor poseído por los demonios, el escritor irresponsable por tanto». Afirmar que lo irracional es decisivo en la «temática» de un escritor no exonera a éste de la menor responsabilidad respecto de lo que escribe. Para mí es clarísimo que un escritor no elige sus demonios pero sí lo que hace con ellos. No decide en lo relativo a los orígenes y fuentes de su vocación, pero sí en los resultados. Es la consecuencia lógica de creer que en la plasmación de la forma —de la cual depende todo, literariamente hablando: la belleza o la fealdad, la riqueza o la pobreza, la verdad o la mentira de una ficción— predomina el factor racional y consciente. Si, como yo pienso, al convertir sus obsesiones en temas, al emancipar sus demonios subjetivos en historias objetivas, todo depende de la inteligencia, la terquedad, el conocimiento y la voluntad —la razón— de quien escribe, sólo queda por concluir, como lo he hecho en mi ensayo, para irritación de algunos perezosos, que un escritor es totalmente responsable de su mediocridad o de su genio. Que es exactamente lo contrario de lo que Rama ha entendido.
¿En qué página de mi libro afirmo que todo escritor constituye una «individualidad excepcional»? Es una deducción caprichosa. Sólo he tratado de mostrar que la vocación del narrador es algo específico, distinta de otras, del mismo modo que sus productos son diferentes de los de otras vocaciones. No entiendo por qué cuando yo digo diferencia Rama oye superioridad. Me gustaría estar seguro de que un hombre que escribe novelas es «superior» —en el sentido de más útil a los otros— que uno que construye puentes. No lo estoy: sólo me consta que hacen cosas muy diferentes. Esta diferencia hay que tenerla en cuenta si se quiere hablar de literatura a un nivel un poco más profundo que el que permite, digamos, una nota periodística. Cuando Rama afirma que la definición adecuada para un novelista es la de un «productor» que «elabora conscientemente un objeto intelectual —la obra literaria— respondiendo a una demanda de la sociedad o de cualquier sector que está necesitado no sólo de disidencias sino de interpretaciones de la realidad que por el uso de imágenes persuasivas permita comprenderla y situarse en su seno válidamente» diseña algo muy parecido a esos mesones españoles donde cada cual encuentra lo que lleva. Su definición vale lo mismo para la obra literaria que para una película, una teoría filosófica, una revista de tiras cómicas, un manual de zoología, un catecismo, un reportaje periodístico y un folleto con instrucciones para el uso de un insecticida. Eso puede no deber nada al romanticismo, pero no sé qué otro mérito tenga. Las generalidades de esa magnitud, aunque se formulen con brillantez, no sirven de gran cosa.
«El fin de la infancia es largo», me recuerda Rama, después de amonestarme por mi «arcaísmo». Si el punto de referencia es la vanguardia intelectual de izquierda en Europa, no hay duda que mis ideas son obsoletas: aquélla analiza ahora la literatura a través de un prisma construido con altas matemáticas, el formalismo ruso de los años veinte, las teorías lingüísticas del Círculo de Praga, el libro rojo de Mao y una pizca de orientalismo budista. Eso significa, también, que si la manera de ser maduro y moderno en literatura es adoptando, con algunas simplificaciones, las tesis de los pensadores neomarxistas que Europa occidental pone de moda, Rama está tan decrépito, con sus convicciones neolukacsianas y su entusiasmo por Benjamin, como yo con mi romanticismo satánico.
Barcelona, junio de 1972