Azorín

 

 

 

 

 

¿Todavía tiene lectores Azorín? Me temo que pocos y es injusto. Yo lo leo de vez en cuando y me atrevo a decir que es el autor ideal para leer de vez en cuando: cuando falta el tiempo o el ánimo para emprender libros de aliento y lo que uno necesita es un texto breve, conciso, limpio, sugerente, grato y rápido. No hay mejor compañía que la suya en un taxi o un ómnibus, al despertar o al acostarse, en una peluquería o en un cuarto de baño, y en esos periodos en que otras ocupaciones, preocupaciones y enajenaciones nos comen la vida y nos impiden la dedicación y la concentración que exige siempre un gran libro.

Azorín fue lo que injustamente llamó Flaubert a Balzac: un genio de segundo orden. No hay nada peyorativo en esto de «segundo orden»; sólo la mención del género en el que el maestro levantino descolló y al que muy pocos autores de nuestra lengua han dado la elegancia que Azorín: el artículo. Aunque también escribió teatro y novela y, sobre todo en este último género, su obra tuvo un mérito experimental, y fue premonitoria de lo que medio siglo más tarde se llamaría la antinovela o la novela-objetiva de los formalistas franceses, lo cierto es que Azorín no tuvo en los géneros dilatados la originalidad que alcanzó en el pequeño formato, esas cuatro o cinco cuartillas con las que llegó a hacer verdaderos prodigios.

Fue, en esto, un típico exponente de su generación, gracias a la cual el periodismo se convirtió en un género literario de alto valor, un lugar de encuentro de la inteligencia y el gran público. Cuando uno advierte hasta qué punto se ha empobrecido el periodismo contemporáneo, resulta melancólico recordar que buena parte de la obra de escritores como Ortega y Gasset, Unamuno, Alfonso Reyes y José Carlos Mariátegui nació en forma de colaboraciones para diarios y revistas. Nunca han estado tan cerca, como entonces, los intelectuales y el gran público, y esa vecindad que hizo posible el periodismo, a la vez que daba a aquéllos vitalidad y agilidad, vacunaba al lector promedio contra esas formas seudoliterarias que más tarde erradicarían a la literatura de los medios de comunicación masiva. Azorín fue, durante muchos años, un producto de consumo, semejante a lo que serían, después, Hola, Vanidades o Buen Hogar.

«Primores de lo vulgar», tituló Ortega y Gasset el ensayo que le dedicó. En el contraste de ambos conceptos está perfectamente resumido el arte azoriniano, hecho de menudencias, minucias, inanidades e insignificancias que, gracias a la limpidez del estilo, la sutileza de la observación y la audacia de la estructura se vuelven objetos merecedores de reverencia y cariño.

Un artista se sirve de todo para crear, comenzando por sus limitaciones. Si uno juzga las actitudes y proclividades de Azorín, separadas de la obra en que se hicieron literatura, el cuadro no es nada sugestivo: apatía, desilusión, morosidad, hechizo por lo nimio. Todo eso sugiere el bostezo y la impaciencia para el lector. Y, sin embargo, en las crónicas de Azorín esos ingredientes crean un mundo inusitado, de rica espiritualidad, que sorprende y encanta. En él es esencial la brevedad. Cuando se alarga —como en Don Juan, Doña Inés o Antonio Azorín— generalmente fracasa. Sus novelas en cámara lenta o absolutamente inmóviles, amalgamas de cuadros sin acción ni, a veces, ilación, adolecen de la misma manía descriptiva, fascinación por el mundo objetal y fobia de la psicología que las que escribiría muchos años después Alain Robbe-Grillet y son, como las del francés, letárgicas, abúlicas, pesimistas, misóginas, visuales, deshilvanadas; las ficciones de Azorín, pese a ocasionales observaciones felices y a sus momentos de bella prosa, son incapaces de fijar la atención del lector y suspender su juicio crítico (que es la victoria del contador de historias). Algo muy distinto ocurre con sus artículos, siempre hechiceros y, a menudo, pequeñas obras maestras.

Escribió cientos, acaso millares, sobre todos los temas imaginables —política, viajes, actualidades, sociales, deportes, teatro, cine, ciencia, historia, folclore—, y todos forman parte de la literatura por la inquebrantable calidad de su estilo y la astucia de su enfoque y construcción, que convierten a muchos de ellos, por encima de su carácter informativo, en esas arquitecturas imaginarias, ceñidas y resumidas que son los cuentos logrados.

«He intentado no decir sino cosas sencillas y directas», escribió en el prólogo a sus Páginas escogidas, en 1917. Esto, si es cierto, demuestra, una vez más, el abismo que puede abrirse entre las intenciones y los resultados de un creador. El mundo de Azorín es «sencillo y directo» en la fachada. Tras la diafanidad del lenguaje y lo asequible de sus asuntos hay, con frecuencia, un denso contexto y la compleja urdimbre de ocultamientos y revelaciones, simulacros y pistas falsas, cambios de tono y de ritmo y juegos de tiempo de las ficciones más audaces. Y es gracias a estas trapacerías sabias que el mundo «vulgar» de Azorín se levanta de su vulgaridad y adquiere brillo, solvencia, misterio, sugerencia.

Quisiera dar un ejemplo de esa maestría con que Azorín metamorfosea una opinión o informe periodístico en invención artística: «El buen juez», un texto incluido en Los pueblos, una recopilación de 1904. A simple vista, es la reseña de un libro, Novísimas sentencias del presidente Magnaud, que Azorín escribe presionado por el editor. Extraño comentario: jamás se dice quién era el «presidente Magnaud», ni hay una palabra sobre el contenido del libro reseñado. El articulista evita lo central y se extravía en lo accesorio. El volumen viajó de Barcelona hasta Ciudad Real, allí estuvo ahuesándose en una librería hasta que fue adquirido por un transeúnte que lo obsequia a un tal don Alonso. Éste, juez del lugar, lo deposita junto al expediente de un pleito sobre el que debe pronunciar sentencia. Es un caso sencillo y don Alonso ya sabe en qué sentido fallará. Antes de dormir, hojea el libro que le han regalado. Pero no puede librarse de él hasta que asoma el día. Se levanta y esa mañana dicta sentencia, en el sentido opuesto al que pensaba la víspera, lo que causa sorpresa y escándalo en la ciudad manchega. Pero don Alonso regresa a su casa feliz porque, gracias a una lectura, ha hecho justicia «apartándose de la Ley, pero con arreglo a su conciencia».

Esa corta historia, llena de elusiones, nos instruye más luminosamente sobre las Novísimas sentencias del presidente Magnaud que un tratado erudito. Pero, sobre todo, nos mantiene suspensos, con sus hiatos, circunloquios y desvíos. Hemingway demostró que la mejor manera de valorizar un hecho en una ficción podía ser suprimirlo. Buena parte de la técnica periodístico-narrativa de Azorín se basa en una estrategia parecida. «En la vida nada hay que no revista una trascendencia incalculable», escribió. Esto no es cierto. Pero la gran hazaña suya, como escritor, es haber probado que, si no en la vida, en el arte, lo aburrido puede ser ameno, lo feo bello y lo intrascendente trascendente.

 

Lima, julio de 1981