Kafka inédito

 

 

 

 

 

Autora de excelentes ensayos, crítica y traductora de importantes escritores alemanes, Marthe Robert, que publicó hace dos años una documentada Introducción a la obra de Freud, acaba de dar a conocer al público francés una selección de la Correspondencia completa de Kafka (1902-1924) que debe publicar en breve la editorial Gallimard. Hace años que esta obra era esperada con impaciencia por partidarios y adversarios del judío de Praga, a quien muy pocos ya se atreven a negar el papel de piedra angular de la sensibilidad moderna. Pero, a juzgar por los fragmentos de su correspondencia aparecidos en el último número de Les Temps Modernes, la divulgación de sus cartas inéditas no disipará los enigmas, el misterioso velo que rodea su obra de ficción y, al contrario, suministrará nuevos argumentos a las dispares y contradictorias interpretaciones tejidas en torno a ella.

Al revés de lo que ocurre, por ejemplo, con Flaubert, cuya correspondencia arroja una luz definitiva sobre la personalidad del escritor y es indispensable para la perfecta inteligencia de su obra, la de Kafka no contiene respuestas a las preguntas innumerables que quedan flotando en el espíritu del lector de El proceso o de El castillo, sino nuevas interrogantes, que se añaden a aquellas y contribuyen de este modo a oscurecer una obra de por sí terriblemente compleja y sutil. Las cartas de Kafka no esclarecen la obra narrativa de éste, la prolongan. «Aunque tengan la espontaneidad, la libertad y a veces la prisa propia del género —dice Marthe Robert—, a pesar de que ofrecen y piden las noticias más banales y que no puedan ser consideradas en ningún caso como “cartas de escritor”, ellas constituyen una obra literaria en el sentido exigente que Kafka daba a este término, de manera que son tan claras o tan indescifrables como el resto de su obra, y que la única explicación cierta que se pueda sacar de ellas es, justamente, esa unidad de la escritura que se manifiesta en el relato más acabado como en el mensaje más insignificante». Esto no significa que Kafka, en su correspondencia privada, sacrificara la voluntad de comunicación a un prurito estético (nadie más lejos que él de escribir para la «posteridad»), sino que, para él, la literatura y la vida no fueron nunca disociables.

Las cartas dadas a conocer por Marthe Robert, dirigidas la mayoría a Max Brod, comprenden un periodo corto pero decisivo: de 1917 a 1921, todas las preocupaciones esenciales de sus relatos y novelas figuran ya en ese puñado de textos enviados al amigo desde el sanatorio: la soledad, el absurdo, la angustia, la obsesión del padre. Por lo menos tres de esas cartas muestran de manera explícita que Kafka era consciente del sentimiento antisemita que comenzaba a propagarse abyectamente alrededor suyo (incluso en el mismo sanatorio), lo que coincide con las tesis de críticos como Ernst Fischer y Garaudy que quieren explicar el resultado de una intuición profética del cataclismo racista que se avecinaba. Pero otras cartas son testimonios patentes de esa perpetua sensación de hostilidad que acosaba al gran creador y que puede ser igualmente atribuida a conflictos íntimos, que tienen que ver mucho con la familia, con el sexo y con los lentos pero implacables estragos que la tuberculosis hacía en su organismo.

Sobre un punto en discusión, la correspondencia es reveladora: la influencia de Kierkegaard. Si ésta es innegable en la vida de Kafka, contrariamente a lo que se creía, es casi nula en su obra. El autor de La metamorfosis comenzó a leer seriamente al filósofo en 1918, es decir, cuando ya había escrito sus libros principales (con excepción de El castillo). Esta indicación refuta una creencia establecida por Max Brod y repetida por numerosos críticos. Lo curioso es que las cartas donde Kafka cuenta su descubrimiento de la obra de Kierkegaard, y la admiración y la aversión que alternativamente le produce su lectura, están dirigidas al propio Max Brod. Pero puede haber ocurrido que dichas cartas no llegaran jamás al destinatario. Es sabido que la timidez y la indecisión de Kafka eran tales que muchas veces no osaba despachar los mensajes que escribía. Así sucedió con una de las piezas claves de su obra, la Carta al padre, y también con una hermosísima carta a Franz Werfel, que aparece en la selección de Marthe Robert, y en la que resplandece su concepción severa, intransigente, casi feroz, de la literatura.

Werfel, que estimaba a Kafka, había hecho un largo viaje sólo para pasar junto a él unas horas en el sanatorio. Unos días antes, había enviado a Kafka un drama suyo, Schweiger. «Su visita —cuenta Kafka a Max Brod— me ha sumido en la desesperación. Él vino a verme con una amabilidad encantadora y yo lo recibí, por primera vez después de tantos años, con juicios sobre su obra que son casi inexpresables. Pero no pude actuar de otra manera y eso me alivió un poco el corazón. Pero por culpa de ese episodio he sufrido toda la tarde y toda la noche». En la carta a Werfel trata de excusar su actitud, pero no rectifica su opinión sobre Schweiger, cuyos personajes «no son seres humanos». Esta actitud de Kafka en lo relativo a sus convicciones literarias no constituye una excepción. En la misma selección hay otro episodio que puede vincularse estrechamente al anterior. Un tal Josef Körner, director de una revista de índole patriótica, Donauland, visita a Kafka a fin de pedirle una colaboración. Éste, que probablemente no conocía dicha publicación, accedió y prometió enviar un texto. Pero después de hojear Donauland cambió de opinión y escribió unas líneas a Körner: «Permítame serle franco: Donauland me parece una incurable mentira. Es posible que en ella colaboren los mejores hombres, y que la parte literaria sea dirigida con las mejores intenciones y con la mayor energía (tiene que ser así, tratándose de usted), pero la impureza no puede ser purificada cuando la fuente en que se alimenta debe necesariamente seguir surtiendo nuevas impurezas. Con esto no estoy diciendo nada contra Austria, nada contra el militarismo, nada contra la guerra, sino más bien contra la mezcla particular, la mezcla deliberadamente criminal que da origen a Donauland».

El temeroso, el atormentado, el delicadísimo Kafka sabía ser ejemplarmente claro cuando se hallaban en juego sus convicciones literarias. También en este sentido hay que ver en él un escritor modelo.

 

París, agosto de 1965