Los libros más interesantes publicados en París en los últimos meses no pertenecen al dominio de la ficción sino al de la crítica, y sus autores no son franceses sino extranjeros. La semana pasada, me referí brevemente a la excelente biografía de Marcel Proust realizada por el inglés George D. Painter, que se ha convertido en el best seller de la temporada; hace dos o tres meses apareció un libro de ensayos del poeta alemán Hans Magnus Enzensberger, ¿Cultura o acondicionamiento?, que ha tenido también una acogida triunfal entre el público francés. Y ahora acaba de aparecer la traducción de uno de los libros más importantes publicados en Europa en los últimos años en el campo de la crítica: La obra abierta, del italiano Umberto Eco.
Opera aperta fue publicado en Italia en 1962 y esta traducción se halla enriquecida con anotaciones, aditivos y rectificaciones hechas por el autor especialmente para la edición francesa. Se trata de una serie de ensayos sobre temas muy diversos, pero enlazados por una concepción muy particular de la obra de arte y que constituyen una contribución de primer orden para la comprensión de la estética de nuestro tiempo.
Umberto Eco parte de una reflexión minuciosa sobre la naturaleza de la obra de arte, de la que extrae una sola comprobación: la obra de arte es un mensaje fundamentalmente ambiguo. De este principio derivan todas sus afirmaciones y convicciones. Según él, esta ambigüedad no constituye de ningún modo una limitación o una deficiencia. Al contrario, en ella radica su mérito mayor, su originalidad. Por eso mismo, dice, los artistas contemporáneos recurren a lo informal, el desorden, el azar, a la indeterminación, a todo aquello que puede favorecer «la apertura de la obra, es decir, a dotarla de un largo abanico de posibilidades interpretativas». La obra de arte auténtica no se deja aprisionar dentro de las redes de una significación única, su naturaleza es necesariamente múltiple y ella admite no sólo significados distintos sino incluso contradictorios. También en este sentido la obra de arte es «semejante» a la realidad.
Umberto Eco afirma que esa voluntad del artista y del escritor de crear obras de personalidad ambigua no es una característica contemporánea, sino que nace con el arte y que es manifiesta en las más remotas creaciones. Pone como ejemplo la Edad Media. «Esta época asistió al desarrollo del alegorismo, teoría según la cual la Santa Escritura puede ser interpretada según cuatro sentidos diferentes: literal, alegórico, moral y analógico». Esta concepción es válida, según Eco, para la literatura, la poesía y las artes figurativas, y puede resumirse así: el lector o el espectador de una obra de arte debe comprender que cada frase, cada imagen, cada personaje, cada emblema, cada detalle esconden significados múltiples que tiene la obligación de descubrir y que, una vez identificados, lo enfrentarán a visiones del mundo profundamente diferentes.
Los ensayos que comprenden la primera parte de La obra abierta son testimonios de diversa índole destinados a mostrar de qué manera se lleva a cabo la búsqueda de la ambigüedad en las artes y las letras de nuestros días. «Los músicos contemporáneos como Stockhausen, Berio, Pousseur, Boulez —dice— conceden en sus composiciones una máxima libertad al ejecutante, invitándolo a intervenir en la estructura misma de la obra, a modificarla en un acto de interpretación creadora». En el campo de la escultura, Calder aparece como un típico creador de «obras abiertas»: sus móviles se definen como obras en movimiento que engendran sin cesar su propio espacio y sus propias dimensiones. En lo relativo a la arquitectura, Eco cita un ejemplo venezolano: «Los arquitectos de la Universidad de Caracas construyen escuelas que se inventan cada día, en las que las aulas, constituidas por paneles móviles, se adaptan a las necesidades y a las condiciones de trabajo de los alumnos». En la literatura, los ejemplos son muy numerosos, pero él insiste particularmente en el caso de Kafka. Su obra, afirma, «es el modelo mismo de la obra “abierta”, en la que las interpretaciones existencialista, teológica, clínica, psicoanalítica de los símbolos no agotan, cada una, sino una parte de las infinitas posibilidades de significación». Y Mallarmé murió sin haber realizado esa obra que ambicionaba y que conocemos sólo por algunos borradores: un Libro que habría sido «una obra total», polimorfa, sin comienzo ni fin, capaz de desarrollarse de manera infinita, una «mecánica de combinaciones al servicio de una revelación de tipo órfico». Entre los escritores franceses contemporáneos, el proyecto de Mallarmé encuentra un eco en las tentativas de Michel Butor, de Philippe Sollers, de Jean-Pierre Faye y otros. Y un libro como Rayuela, de Julio Cortázar, revela también una ambición semejante: la de escribir un libro que abrace la realidad total y que sea, como ésta, inagotable.
Umberto Eco orienta sus análisis en todas las direcciones. Su enorme información le permite explorar sucesivamente el arte informal, el cine, la televisión, el periodismo y en todos estos niveles de la cultura cita ejemplos precisos y convincentes en apoyo de su teoría.
Pero su ejemplo esencial es el de Joyce, a quien dedica cerca de la mitad de las páginas de su libro. En este espléndido ensayo, Umberto Eco analiza de manera deslumbrante lo que entiende por «un caso mayor de creación abierta al infinito en sus estructuras y en su mensaje». El Ulises se presenta, ante él, como un mundo complejo e interminable que, a medida que vamos descubriendo, nos revela nuevos horizontes, fronteras más lejanas. Es una novela-ciudad a la que se puede penetrar, en cualquier momento y por cualquier parte, y con la que es posible establecer innumerables modos de comunicación y de diálogo. El genio y la maestría del escritor han conseguido presentarnos los elementos de una historia de tal manera que «el lector puede reconstruirlos, combinarlos e inventarlos sin tregua a fin de encontrar, a través de ellos, su propio mundo». Y el inconcluso Finnegans Wake va todavía más lejos en el propósito (aunque no en la realización). Este libro, dice Eco, «es el verdadero universo einsteiniano curvado sobre sí mismo», que se ofrece a nosotros como una obra «acabada y a la vez ilimitada». La inagotable ambigüedad creadora del relato es el resultado de una construcción en la que todos los materiales, sin ninguna excepción, son «ambiguos»: las palabras, los motivos, las técnicas, los ambientes, las anécdotas, los seres.
París, marzo de 1966