La censura en la URSS y Alexandr Solzhenitsin

 

 

 

 

 

Los reproches que la señora Svetlana Stalin ha hecho a las autoridades soviéticas por su política cultural no pueden ser tomados muy en serio, como tampoco su conversión religiosa y su brusca adhesión al sistema «democrático». Su caso se parece demasiado a esos turbios casos, que proliferaron durante los años críticos de la Guerra Fría, de personajes que «elegían la libertad», se refugiaban en Occidente y escribían autobiografías envenenadas de ataques a la URSS que repetían escrupulosamente (a veces aumentándolos hasta extremos risibles) los eslóganes, ucases y diatribas de la prensa anticomunista más reaccionaria y chúcara. Tal vez yo sea injusto y, efectivamente, la señora Svetlana Stalin haya sentido en su corazón, una mañana, al despertarse, el llamado simultáneo de Dios y del liberalismo, pero las circunstancias en que se produjo su fuga espectacular, su conducta en Nueva York, sus declaraciones y el provecho que, con su anuencia, están sacando de todo ello los enemigos del socialismo, justifican las mayores dudas sobre su sinceridad.

Es muy distinto, en cambio, el caso de Alexandr Solzhenitsin. La carta que envió a los delegados del IV Congreso de Escritores Soviéticos —que se celebró en Moscú del 22 al 25 de mayo—, y que ha sido reproducida en un órgano tan responsable como Le Monde (31 de mayo), contiene cargos tan graves y tan sólidamente fundamentados contra la política cultural de las autoridades soviéticas que no pueden dejar de alarmar y apenar a ningún escritor, y sobre todo a aquellos que estamos convencidos de los gigantescos beneficios que trajo la revolución al pueblo ruso y ambicionamos una solución de carácter socialista para los problemas de nuestros propios países. Acabo de leer un despacho de la France Presse, fechado en Moscú, informando que ochenta y dos escritores soviéticos, entre ellos Evtuchenko, Voznesensky y Ehrenburg, han firmado un manifiesto pidiendo un debate público sobre el mensaje de Solzhenitsin, y ésta es la mejor prueba de la existencia de ese texto. En cuanto a la veracidad de sus informaciones, parece casi imposible albergar alguna duda: ¿cómo y por qué razón se expondría un escritor que vive en la URSS a lanzar acusaciones tan firmes y en términos tan claros si ellas pudieran ser desmentidas? La señora Svetlana Stalin, en su cómodo refugio, puede decir lo que le plazca contra la URSS sin ningún riesgo; pero Alexandr Solzhenitsin está a trescientos kilómetros de Moscú y sus críticas sólo pueden traerle problemas, en ningún caso dólares; es más que improbable que las hiciera sin un convencimiento profundo.

El mensaje de Solzhenitsin es una exposición minuciosa de los estragos que causa la censura —«que faculta a personas sin cultura a tomar medidas arbitrarias contra los escritores»— en la literatura soviética. Reprocha a la Unión de Escritores de la URSS no haber defendido a sus miembros, cuando, en la época de Stalin, fueron enviados a campos de concentración o fusilados. Pero luego de recordar los abusos cometidos en el pasado («después del XX Congreso supimos que más de seiscientos escritores, inocentes de todo crimen, fueron dócilmente abandonados a su suerte en las prisiones y en los campos por la Unión») se refiere a la situación actual de la literatura. La Constitución soviética no autoriza la censura, dice, y por lo tanto ésta es ilegal. «Excelentes manuscritos de autores jóvenes, aún desconocidos, son rechazados por los editores con el único argumento de que no pasarán la censura». Debido a los censores, los escritores que quieren ver publicados sus libros se ven obligados a menudo «a capitular en lo relativo a la estructura y orientación de sus obras; a reescribir capítulos, páginas, párrafos, frases». «Lo mejor de nuestra literatura ha aparecido mutilado». La literatura, añade, no puede desarrollarse dentro de las categorías de «lo permitido» y «lo prohibido». Una literatura que no respira el mismo aire de su sociedad, que no puede mostrar a la sociedad sus temores y sus dolores, que no puede alertar a tiempo sobre los peligros morales y sociales, no merece el nombre de literatura sino de «cosméticos». Por culpa de la censura, prosigue, «nuestra literatura ha perdido la posición principal que ocupaba en el mundo a fines del siglo pasado y a principios de éste; ha perdido, también, la pasión experimental que la distinguió en los años veinte. La literatura de nuestro país aparece hoy para todo el mundo infinitamente más pobre, más chata y débil de lo que es en realidad, de lo que sería si no estuviera restringida y se le permitiera desarrollarse».

Solzhenitsin pide al IV Congreso de Escritores que «solicite y obtenga» la abolición de toda clase de censura para las obras artísticas y libere a las editoriales de la obligación de obtener permiso de las autoridades antes de publicar cualquier libro. Pide también que, en sus estatutos, la Unión de Escritores formule las garantías que debe brindar a sus miembros cuando son objeto de calumnias o persecuciones injustas, a fin de que no se repitan «las acciones ilegales» del pasado.

Luego, en los párrafos más dramáticos de su mensaje, Solzhenitsin expone su caso. «Mi novela El primer círculo me fue arrebatada por el servicio de seguridad del Estado, que me había prohibido presentarla a los editores. De otro lado, y en contra de mi voluntad y sin ser siquiera yo informado, esta novela fue publicada en una edición limitada para que fuera leída por un seleccionado y escaso número de lectores. El libro se puso al alcance de funcionarios literarios pero apartado de la mayoría de los escritores». Añade que, junto con ese manuscrito, le fueron confiscados sus archivos literarios de quince o veinte años, que comprendían textos que él no pensaba publicar, y que «extractos tendenciosos» de esos archivos son actualmente distribuidos en «ediciones limitadas» entre el mismo círculo selecto de funcionarios. «En los últimos tres años se ha llevado a cabo una irresponsable campaña de calumnias contra mí. En realidad, pasé toda la guerra al mando de una batería y fui por ello condecorado. Y ahora se ha dicho que pasé los años de la guerra cumpliendo una sentencia como delincuente común o que me rendí al enemigo (en realidad, nunca fui prisionero de guerra), que traicioné a mi país o serví a los alemanes. De esta manera se trata de explicar los once años que estuve exiliado y detenido por haber criticado a Stalin». Solzhenitsin dice que trató en vano de responder a las calumnias apelando a la Unión de Escritores y a la prensa: la Unión no contestó sus cartas, los diarios no publicaron sus textos. Explica luego que su segundo libro, que fue recomendado para publicación por la sección moscovita de la Unión de Escritores, ha sido prohibido, y que sus relatos aparecidos en Novy Mir (La jornada de Ivan Denisovich, La casa de Matriona)tampoco han podido ser reunidos en libro. Al mismo tiempo, las autoridades le han prohibido «cualquier contacto con los lectores, incluidas conferencias públicas o charlas radiofónicas». «De este modo, mi obra ha sido estrangulada, deformada y dañada».

Éste es un resumen muy escueto del extenso texto, pero más que suficiente para juzgar a qué extremos absurdos, a qué injusticias, deformaciones y abusos conduce inevitablemente la pretensión de dirigir y planificar la creación por parte del Estado. La aberración de la censura literaria y artística comienza desde el momento mismo en que se establece. ¿A quiénes se pondrá al frente de este organismo? Ningún escritor medianamente digno, ningún artista que tome en serio su vocación, aceptará convertirse en un policía cultural, en un inquisidor. Serán los deshonestos, los mediocres, los frustrados, los pigmeos de las artes y las letras quienes asumirán, amparados en el anonimato casi siempre, el nauseabundo oficio de tachar, cortar, prohibir, decidir qué es inmoral, qué es incorrecto, qué obras deben ser editadas o expuestas, cuáles prohibidas. Da vértigo tratar de imaginar el número, la variedad, la negra riqueza de los argumentos empleados para demostrar que, en este caso, tal adjetivo es inadmisible y debe ser cambiado, este muslo cubierto o amputado, este personaje moralizado o políticamente mejorado y éste rebajado, envilecido un poquito más, a fin de que el lector no se confunda y sepa dónde está el bien y dónde el mal. Y no resulta difícil adivinar al invisible funcionario entronizado como censor perpetrando impunemente sus pequeñas venganzas personales, desahogando cada mañana de un plumazo sus rencores; de un tijeretazo, sus complejos; haciéndole pagar caro en este cuadro a su mujer la pelea de la víspera, escarmentando furiosamente en este libro, en esta película, al superior que lo trató mal, al amigo que le puso cuernos. Es grotesco y también trágico.

Siempre será difícil hacer entender a los funcionarios y políticos —de cualquier país, de cualquier sistema— que la censura, aun mínima, es para la literatura un veneno mortal. Por la sencilla razón de que no hay censura mínima: si se admite una sola razón válida para prohibir un libro, al final se deberá admitir la prohibición de la literatura universal. Si el pretexto adoptado es el de la moral, no será difícil demostrar que desde la Ilíada hasta el Ulises todas las grandes obras literarias son inmorales; si es político, que son subversivas y disolventes; si es religioso, que son heterodoxas, impías, blasfemas o irreverentes. La censura fomenta la arbitrariedad y desemboca en el absurdo. Su origen es la incomprensión del acto creador, un inconfesable temor a la obra de arte, y la estúpida creencia de que un libro, un cuadro, un poema o una película no son sino instrumentos para la propaganda política o religiosa, vehículos para difundir y acuñar en la sociedad las consignas y la ideología del poder. La Iglesia católica se empeñó, durante siglos, en domesticar a los creadores y no ahorró ningún método, desde la tortura y el crimen hasta el halago y el soborno, para convertirlos en dóciles ventrílocuos: sólo consiguió enemistarse con la literatura y las artes. Las autoridades soviéticas deberían comprender esta terrible lección, jubilar cuanto antes a sus censores o destinarlos a quehaceres menos abyectos, y dejar que sus escritores se comuniquen libremente con los lectores soviéticos, que son mayores de edad hace ya tiempo y pueden juzgar sin intermediarios lo que es bueno o malo, cierto o falso, justo o injusto. Entonces la URSS podrá también exhibir ante el mundo, en el campo de la literatura, realizaciones tan magníficas como las que ha logrado en los dominios de la ciencia y de la justicia social. Porque es mentira que el socialismo esté reñido con la libertad de creación. Así lo reconoce una publicación tan poco sospechosa de izquierdismo como el Times Literary Supplement, que en su editorial del 8 de junio afirma: «No hay precedente en la ideología marxista de una censura semejante a la que existe en la Unión Soviética. Y quienes lo pongan en duda, que interroguen a los cubanos, cuya literatura, altamente sofisticada desde 1958, denota muy pocos signos de represión».

 

Londres, 1967