Tiene unas cejas encrespadas, de Mefistófeles, y una cara con surcos que parecen abiertos a hachazos. La dureza de la expresión se evapora por momentos, cuando una sonrisa llena de malicia ilumina y distiende su rostro severo. Tiene setenta años, que apenas se notan. Su cuerpo, sus maneras y su atuendo son los de un campesino que nunca acabó de acostumbrarse a la ciudad. Bajo su caparazón hosco y sus gestos rotundos, sin embargo, se adivina una humanidad desbordante, un espíritu que conoció los peores cataclismos de nuestro tiempo. Se llama Czesław Miłosz, es un gran poeta, enseña literaturas eslavas en la Universidad de Berkeley y obtuvo el último Premio Nobel de Literatura.
En su biografía se refractan buena parte del absurdo y el horror de la historia moderna. Nació en Vilna, Lituania, en una familia de lengua polaca. En menos de medio siglo su ciudad natal perteneció a los rusos, a los alemanes, a los lituanos, a los polacos, a los lituanos otra vez, otra vez a los alemanes y, por último, nuevamente a los rusos. Durante la Revolución soviética, las diversas ocupaciones y las dos guerras mundiales murieron no sólo gran número de sus familiares y amistades, sino, literalmente, la sociedad en que creció y se formó, su ciudad y su país. Innumerables compañeros de su generación sucumbieron ante sus ojos en los genocidios perpetrados por los nazis o desaparecieron en los campos de concentración de Stalin cuando se llevó a cabo la sovietización forzada de los países bálticos. Se comprende que un hombre al que los caprichos de la historia hicieron cambiar de nacionalidad cuatro o cinco veces en su vida sea aceradamente irónico cuando toca el tema del nacionalismo, esa peste a la que la Europa del siglo XX debe la mitad de sus catástrofes (la otra mitad se las debe al internacionalismo). En su conmovedora autobiografía,[11] los personajes acaso más patéticos son esos «chauvinistas» de extrema derecha que, tanto en Lituania como en Polonia, se armaban de bastones para apalear a sus conciudadanos judíos y se disputaban como fieras unos metros de terreno sin darse cuenta siquiera de que, en nombre de apetitos nacionalistas semejantes, la Alemania nazi y la Rusia de Stalin se tragarían a ambos países muy pronto.
¿Qué es Miłosz? ¿Un poeta lituano? ¿Un polaco? ¿Simplemente un paria? ¿O un norteamericano, como dice su pasaporte? Puesto que la patria primordial de un escritor es la lengua en la que escribe y Miłosz ha escrito siempre en la lengua en la que aprendió a hablar, se trata de un escritor polaco. Pero los infortunados bosques de Lituania están invictos en su corazón y aparecen a menudo en sus poemas, destilando en ellos un aturdimiento nostálgico y sentimental, lo que no es frecuente en una poesía tan austera y racional, tan reacia al desborde emotivo, como es la suya. En Native Realm tal vez las mejores páginas son las reminiscencias históricas sobre esas tierras bálticas, aisladas y feraces, donde el paganismo siguió imperando todavía mucho tiempo después de que el cristianismo arraigara en el resto de Europa y donde reinaban esos «nobles salvajes» a los que Miłosz llama orgulloso «sus ancestros». La incorporación de esas «tribus bárbaras» a la Iglesia católica la llevó a cabo la Orden Teutónica de los Caballeros de la Cruz, y esta conquista, dice Miłosz, fue una «épica de crímenes, violencia y vandalismo», realizada bajo la coartada de la religión, que hizo de él, desde que leyó esas historias en su infancia, un alérgico instinto «hacia toda forma de violencia disfrazada de ideología», y un escéptico radical frente a las «apologéticas de todos los civilizadores».
Cuando la ocupación nazi de Polonia, Miłosz, que había estudiado leyes y publicado tres libros de poemas que le dieron cierta fama de «poeta vanguardista», participó en la resistencia y estuvo vinculado a grupos socialistas. Los cuadros de Varsovia bajo el dominio nazi de su autobiografía son estremecedores por la frialdad con que están pintados. Lo que más sorprende es su serenidad, el esfuerzo que se advierte en cada línea para relatar ese infierno de matanzas, hambre, corrupción moral y física, sin sobresaltos emocionales, como una experiencia que debería abrirnos los ojos sobre la naturaleza humana y los abismos de sufrimiento a que las ideologías autoritarias y las utopías sociales pueden arrastrar a los hombres. La serenidad no está reñida con la severidad. Miłosz puede ser implacable consigo mismo y con otros intelectuales de su generación al mostrar cómo esa experiencia límite que vivieron no sólo los mató, encarceló, acosó y atormentó, sino que también con frecuencia los envileció y destruyó artísticamente.
¿Qué llevó a Miłosz a asilarse en Francia en 1951? La respuesta está en un libro que escribió poco después y que sólo ahora, con casi treinta años de atraso, se traduce al español: El pensamiento cautivo.[12]Publicado en plena Guerra Fría, cuando el estalinismo y el maccarthismo se disputaban los espíritus y parecía imposible escapar a ese maniqueísmo demencial, este ensayo sobre los avatares de la vida intelectual en las democracias populares no provocó en Occidente la consternación que originarían más tarde las denuncias de Solzhenitsin y otros disidentes. Sin embargo, en El pensamiento cautivo todo estaba ya dicho, revelado en sus detalles y analizado con una lucidez de escalpelo. Lo que lo llevó a abandonar su país —decisión trágica para un poeta, pues significa, como él lo ha dicho en un penetrante ensayo sobre el exilio, cortarse de sus fuentes anímicas, de su idioma, del público, que es su principal estímulo, y escoger la soledad y una especie de sonambulismo cultural— a este hombre frugal y casi ascético no fue la abundancia del Occidente capitalista, por la que siente, visiblemente, poca simpatía, ni ese «instinto adquisitivo» desarrollado hasta extremos aberrantes en las sociedades de economía de mercado, y que él fustiga en sus ensayos y poemas, sino únicamente la certidumbre, nacida de la experiencia personal, de que en los países sometidos a un régimen estalinista las opciones abiertas al escritor son sólo tres: convertirse en un publicista programado por la burocracia; ser un oportunista cínico que conquista un cierto espacio de libertad para escribir sobre temas inocuos a cambio de hacer todas las concesiones, o asumir la condición del refractario, lo que en aquel momento conducía inevitablemente a la mudez y, a menudo, a la prisión y a la tumba.
Cuatro capítulos de El pensamiento cautivo ilustran otros tantos casos de escritores polacos. La actitud con la que Miłosz cuenta sus vidas, tironeadas hasta el desgarramiento por el mecanismo establecido por quienes proclaman haber descubierto las leyes de la historia y creen que el futuro, del que se sienten dueños, puede justificar todas las atrocidades que se cometen en el presente, no es condenatoria ni piadosa. Miłosz describe las torturas del intelectual, que vacila entre prestarse atado de pies y manos a la tarea de funcionario del espíritu —«ingeniero de almas»— o renunciar a su vocación; las vilezas del que lava su prontuario de antisemita y fascista asumiendo el papel de comisario, censor y delator de sus colegas, y las bufonerías del poeta payaso y dipsómano, cuyos malabarismos y gracejerías son tolerados por el poder sólo mientras puede sacarles algún provecho político. Lo hace sin animosidad y sin compasión, como fenómenos irremediables en una sociedad aprisionada en las redes de la utopía dialéctica.
Leído en estos días, el ensayo de Miłosz resulta extraordinariamente instructivo sobre lo que está ocurriendo en Polonia. Severo, y hasta cruel, con esos seres privilegiados del mundo socialista que son los escritores —siempre que sean dóciles—, la prosa de Miłosz se dulcifica y enternece cuando habla de los obreros, y, sobre todo, de los campesinos de su país, de esas masas anónimas que son las víctimas inmemoriales de esa historia de conquistas y reconquistas, ocupaciones, liberaciones y nuevas ocupaciones, que signan la vida de Polonia.
Sin idealizarlas (mencionan sus defectos), los ensayos y poemas de Miłosz —que a menudo parecen desesperar de los hombres de cultura— rezuman una profunda fe en el espíritu de resistencia a la adversidad de aquellas masas, una confianza en que, tarde o temprano, serán capaces de recobrar su soberanía y dignidad, recortadas en nombre de una ideología abstracta. Debe haber sido una satisfacción mucho mayor que la de recibir el Nobel, para Czesław Miłosz, descubrir que, al cabo de treinta años, el pueblo polaco le daba la razón.
Lima, mayo de 1981