La historia de los huesos de Dante que cuenta Indro Montanelli en su amena sinopsis del tiempo en que aquél vivió (Dante e il suo secolo, Rizzoli, Milano, 1974) parece una comedia de humor negro filmada por Berlanga con guion de Azcona. Es, además, una parábola instructiva sobre la disposición necrológica de los pueblos en general (y de los italianos en particular).
Dante murió en Rávena, entre el 13 y el 14 de septiembre de 1321, de unas fiebres contraídas durante un viaje a Venecia. Pocos días antes había terminado los últimos versos del Paraíso, culminando así la Commedia, su ópera magna, que comenzó a escribir quince años antes. Llevaba veinte años de exilio político y su ciudad natal, Florencia, además de deportarlo, multarlo, declararlo traidor, arrasar su casa y despojarlo de todos sus bienes, lo había condenado en contumacia a ser quemado vivo. Estos sentimientos, en los años finales de la vida del poeta, fueron recíprocos, pues en una de las últimas cartas que se han conservado de él, maldice a sus conciudadanos, y en los nueve círculos de su infierno puso más florentinos que habitantes de cualquier otra ciudad.
El culto a su figura tardó en prender, aunque desde un principio hubo entusiastas y devotos de su poesía en Rávena y en la propia Florencia. La Iglesia mantuvo reticencias hacia él por siglo y medio. Seis años después de su muerte, el cardenal de Poggetto quemó De Monarchia como libro herético y pidió que sus cenizas fueran desenterradas y dispersadas al viento, indignidad máxima para la época que pudo ser evitada por sus amigos.
Cincuenta años más tarde, Florencia inicia el proceso de reconciliación y desagravio y la reconquista de su antigua víctima. Establece una cátedra de estudios dantescos —que confía a Boccaccio— y poco después comienza a reclamar a Rávena los restos del poeta, para instalarlos en Santa Maria dei Fiori. Rávena, naturalmente, se niega. La disputa se prolonga por dos siglos, sin mayores incidentes, hasta que en 1519 un papa florentino, León X, pide a los raveneses que entreguen el cadáver. El pedido va acompañado de memoriales en que los principales vecinos de Florencia —entre ellos un descendiente de Beatriz— reclaman los restos, para los cuales construirá un sepulcro Miguel Ángel.
¿Cómo desobedecer al papa? Rávena accede. En medio de religiosa unción, entre dignatarios eclesiásticos y civiles, la tumba es abierta. ¡Oh sorpresa! Sólo hay en ella tres insignificantes huesecillos y las hojas secas del laurel con que Guido Novella, su amigo y mecenas, coronó a Dante muerto. ¿Qué ha ocurrido al resto del cadáver? Las autoridades de Rávena suministran una explicación dantesca: el poeta estaría haciendo, luego de fallecido, lo que hizo en inmarcesibles endecasílabos cuando vivo, es decir, trajinando por el purgatorio, el cielo o el infierno. ¿Cómo hubiera podido la Iglesia descartar una hipótesis que tan armoniosamente conjugaba la reencarnación del alma, la terza rima y el destino sobrenatural del poeta de la lengua italiana?
Discurren tres siglos y medio en el curso de los cuales la intrigante desaparición del cadáver es motivo de imaginativas conjeturas y chismografías. El misterio se aclara de manera rocambolesca —como corresponde a la época, que es la de Los misterios de París, la de El conde de Montecristo— precisamente en los días en que Italia se dispone a celebrar el sexto centenario del nacimiento del poeta. Es 1865 y unos operarios están abriendo una zanja entre dos capillas de un convento medieval de Rávena. De pronto, bajo el zócalo de una puerta, con la madera comida por la humedad y la vejez, aparece un cajón. Hay en él un esqueleto masculino, al que faltan tres huesecillos, y dos cartas, fechadas en junio y octubre de 1677, en las que el prior del convento Antonio Santi atestigua que estos restos son de Dante y que fueron sustraídos por los monjes de la Orden, en tiempos de León X, para impedir su traslado a Florencia. El cajón había sido enterrado en aquel lugar sólo en 1810. ¿Dónde permaneció entre 1519 y 1810? Es otro misterio aún sin resolver; la hipótesis más aceptable es que estuvo escondido en una catacumba, donde la congregación guardaba sus secretos más íntimos lejos de las curiosidades forasteras.
¿Fin de la historia? Nada de eso. Trece años más tarde un nuevo acontecimiento resucita la excitación popular sobre los huesos peripatéticos del Alighieri. El octogenario burócrata don Pasquale Miccoli, secretario del municipio de Rávena, al jubilarse confía a su sucesor un paquete en el que —le confiesa— se hallan varios huesos del Divino Poeta, birlados por él mismo del cajón descubierto en el convento de Antonio Santi. Cuatro personalidades de la ciudad, cómplices del hurto, dan fe de que los huesos en cuestión pertenecían al majestuoso esqueleto.
No se había recuperado aún Italia de la sorpresa de semejante hallazgo cuando uno nuevo vino a dar nuevos bríos operáticos a la historia. En 1886 los herederos de un vecino de Rávena recientemente fallecido —Felipe Mordani— entregaron solemnemente al municipio un cofre de vidrio con incrustaciones metálicas que contenía un hueso y una esquela. En ésta, el difunto revelaba haber recibido esta reliquia corporal de Dante de manos del prior del convento donde reposaron los restos desde el siglo XVI. ¿Cuántos otros particulares se habían procurado segmentos, astillas, filamentos, de los despojos inmortales? Un buen número, sin duda, porque, así, de tiempo en tiempo, fueron llegando hasta el municipio de Rávena nuevos fragmentos que devolvían los herederos de los coleccionistas necrófagos. El último en aparecer, en 1900, pertenecía a un abogado, el doctor Malagola, quien se lo había regalado a su mujer, Electra, y ésta a un amigo, quien lo restituyó a la ciudad.
Eran demasiados huesos, incluso para esqueleto tan por encima del común de los mortales. Con ocasión del sexto centenario de la muerte de Dante (1921), el Gobierno italiano decidió poner las piezas auténticas en el lugar debido y expurgar las espúreas. Observados por una nación en éxtasis, dos eminencias —los profesores Sergi y Frassetto— procedieron, durante cuatro días, al escrutinio y ensamblaje de la egregia momia. Para evitar que, en las noches, ésta fuera víctima de más depredaciones, una guardia de honor se estableció, de caballeros prestigiosos que dormían en un catre de campaña, junto a la urna.
Los profesores detectaron, entre las piezas dantescas, algunos infames contrabandos —huesos de conejo y de ternera— y algunas ausencias, afortunadamente insignificantes: una falange y un pedacito de esternón. Con lo demás pudieron armar una estructura que permite sacar algunas conclusiones sobre el físico del poeta. Ellas son la emocionante nota humana en medio de la pintoresca mojiganga. Dante fue un hombre de baja estatura (un metro sesenta y cuatro), dolicocéfalo, de frente muy ancha y despejada, con el arco superciliar izquierdo más levantado que el derecho, lo que debía de dar a su cara una expresión inquisitiva, grave. Tenía la nariz larga y con el hueso desviado, por lo que respiraba, sin duda, con cierta dificultad. Era de cuerpo flaco y anguloso, de piel olivácea y de barba y cabellos muy negros.
La recuperación post mortem que llevan a cabo las naciones con sus réprobos ilustres es una operación universal. Da origen, a veces, a episodios de la macabra comicidad que tienen las vicisitudes de los huesos de Dante, y, a veces, a incongruencias fariseas, como la entronización oficial, en Francia, de Verlaine y Rimbaud, un asunto que inspiró a Luis Cernuda un inconmensurable furor (y uno de sus mejores poemas: «Birds in the Night»). En lo que a mí concierne, no tengo nada que objetar a esta canibalización de los grandes artistas muertos. Que ellos sean objeto de un culto parecido al que merecen los santos sólo debería sorprender o indignar a quienes piensan que la hazaña de un Dante es menor que la de un San Francisco de Asís. Yo no lo creo. Con su obra, Dante estableció la lengua italiana y creó espiritualmente la unidad de un país seis siglos antes de que ello fuera una realidad política. Escribió, con la Commedia, uno de los más altos monumentos literarios del Occidente y una fuente inagotable de maravilla y de placer para los lectores de todas las épocas. El fetichismo que persigue a su fantasma no es sólo un homenaje y un reconocimiento; es, como el que acosa a los santos, un oscuro intento de apropiación mágica de esa facultad o milagro —la santidad, el genio— que, para el hombre común, resulta tan remota como incomprensible.
Lima, septiembre de 1983