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La Inclusa de Madrid nació en el siglo XVI en el convento de la Victoria, junto a la Puerta del Sol. Hace poco más de veinte años se trasladó a la calle del Mesón de Paredes, a espaldas del Colegio de la Paz, fundado por la duquesa de Feria en 1679, en la calle de Embajadores. Allí residen unas doscientas cincuenta niñas, la mayor parte de ellas abandonadas al nacer en los tornos de la propia portería, aunque también en la ermita de la Virgen del Puerto o en el Hospital de Incurables. La institución se mantiene con donaciones de los nobles, y con rifas y sorteos organizados por la Junta de Beneficencia. La teoría dice que allí se acoge y se educa a las niñas menesterosas, aunque muchos afirman que sirve para colocarlas con sueldos de miseria a servir en las casas de los ricos, cuando no para usarlas de diversión en algunas fiestas o soltarlas en la calle en cuanto tienen posibilidad de ganarse la vida como prostitutas.

Lucía golpea la puerta con una gran aldaba que tiene forma de león. Al cabo de unos segundos, abre una monja de rostro encarnado y expresión afable. Mira a la chica de arriba abajo.

—Estoy buscando a mi hermana.

—¿Y quién es tu hermana, si se puede saber?

—Se llama Clara. Tiene once años y el pelo rubio y largo, un poco rizado. Desapareció ayer por la mañana. Creo que puede estar aquí.

—Aquí no traen a niñas tan mayores, tesoro. Lo siento mucho.

—¿Podría preguntar, por favor?

—Lo siento.

—Vengo de parte de la señora de Villafranca.

Al oír este nombre, la monja, que ya estaba cerrando la puerta aun a riesgo de pillarle la mano a la niña, cambia de actitud.

—Espera aquí. Entra, pero no te muevas.

La monja se aleja por un largo corredor. Al zaguán llega el llanto de un bebé. Lucía oye pasos. Empuja una puerta de madera a su derecha, junto al muro de la entrada. Dos monjas se precipitan sobre un torno en el que alguien acaba de dejar a un recién nacido. Una de ellas lo coge por un tobillo y lo balancea boca abajo. Después lo endereza y lo acuna unos segundos, hasta que se abre la puerta de una sala anexa y una novicia aparece con una lámina de plomo unida a una cadena. La cuelga del cuello del bebé. Hay algo hipnótico en la escena, el bebé amansado en los pechos de la monja, que lo mueve sin ternura. Lucía no lo sabe, pero acaba de presenciar el abandono de una niña y su registro inmediato, con una burocracia engrasada a lo largo de los años, en la llamada Sala de Collares. La lámina de plomo está numerada, así que la niña, hasta que alguien le ponga nombre, es de momento un número.

Nadie parece reparar en Lucía, que pasea por el zaguán inquieta. Se pregunta cuánto tiempo lleva esperando. Se adentra por el pasillo que recorrió la monja y de pronto se detiene en seco. En una mesa hay un periódico con su retrato. ¿Es posible que la monja la haya reconocido? Al salir del burdel, ha encontrado en la esquina de la calle de Jardines ropa tendida en una cuerda y se ha vestido como un golfillo. El pelo se lo ha recogido con un pañuelo para disimular su melena delatora. Parece uno de los amigos de Eloy que holgazanean por Madrid.

Al levantar la mirada encuentra su reflejo enmarcado en bronce. Su disfraz es convincente, pero el pañuelo deja ver un mechón de pelo rojo. Un aldabonazo resuena en el edificio y la mente de Lucía se llena de malos presagios. Se oculta en la sala del torno, ahora vacía. Una escalera de caracol asciende hasta el piso superior. Desde su escondite, Lucía ve correr a la monja hasta la entrada y abrir la puerta, y al instante entra un tuerto con dos guardias reales. Su actitud y la compañía de los guardias no vaticinan un encuentro amistoso.

—Estaba aquí hace un minuto —dice la monja.

Lucía sube la escalera de caracol justo antes de que los policías irrumpan en la sala del torno. La han visto.

El tuerto, al que uno ha llamado Donoso, se lanza en su persecución. El piso de arriba es un pasillo largo con habitaciones a ambos lados, y en una de ellas se mete Lucía. Tres nodrizas están amamantando a sendos bebés. La sala de lactancia tiene una luz blanca y varios butacones para la crianza de los niños. Estas amas de cría vienen de los pueblos cercanos a Madrid y muchas veces se llevan a los niños ya crecidos a sus casas para educarlos y dejar sitio para los que van llegando.

—Me tengo que esconder, me busca la policía.

Hay algo sacrílego en interrumpir de esa forma tan abrupta la hora de la lactancia. Las nodrizas se miran entre sí, desconcertadas. La súplica de Lucía es apremiante, los pasos de los guardias retumban cercanos y la voz áspera del que manda gritando «policía» decide la cuestión.

—En mi cuarto —dice la más joven.

Se oyen ruidos de puertas y por fin asoma Donoso en la habitación blanca.

—¿Habéis visto a una niña?

La nodriza joven se lleva el índice al labio para pedir silencio. Donoso toma aire, cabecea como pidiendo perdón y se marcha. Las amas de cría residen en la inclusa y alimentan a las criaturas en seis tomas diarias, que van desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. Es un trabajo agotador y mal pagado. Los que llevan la vida a cuestas se ayudan unos a otros. Lucía sale de su escondite y les da las gracias.

—¿Hay otra salida?

—Por la lavandería hay una puerta de servicio. Baja dos plantas.

Lucía se cruza con varias monjas por los pasillos de la inclusa, pero en ese edificio hay niñas desharrapadas como ella y no parece llamar la atención. Da sin problemas con la lavandería y la puerta trasera que sale a un callejón lleno de basura. Salta un muro y pisa la calle, pero de repente oye un silbato: la han visto.

Echa a correr y tiene la suerte de encontrar una boca de alcantarilla abierta. Allí dentro no la cazarán, las ha recorrido varias veces para entrar y salir de Madrid, sabe orientarse en el subsuelo. Después de arrastrarse por túneles fangosos, entre chillidos de ratas, vuelve a salir a la calle a pocas manzanas, junto al palacio de la duquesa de Sueca, a unos metros de la plazuela de la Cebada. Es inútil seguir andando por Madrid a la espera de que la vuelvan a reconocer y seguir huyendo. No le queda más alternativa que esconderse, y quizá sepa dónde.

 

 

Cuando Diego regresa a su habitación de la calle de los Fúcares, el suelo está alfombrado de mechones rojos. Sentada en la silla, frente al espejo, Lucía se está rapando el pelo con una navaja de afeitar. Se gira al oír el ruido de la puerta y él la mira en silencio, preguntándose si la expresión desvalida de la niña es real o más bien una argucia de ladronzuela experta.

—Vaya desastre te has hecho.

Lucía pone la navaja en su estuche. Ha perdido su melena exuberante, convertida en el reflejo de un atardecer sobre su frente. Parece una de esas niñas pobres a las que sus madres dejan calvas para que los piojos no se ceben con ellas.

—No quiero que me reconozcan por la calle.

—Eso te pasa por escaparte de aquí. ¿Cómo has entrado?

Ella se encoge de hombros. Le da vergüenza revelar sus trucos de raterilla.

—¿Cuánto te han dado por el marco de plata?

—Lo siento. Te devolveré lo que vale. Necesito que me ayudes.

—Antes de pedirme ayuda, responde a una pregunta: ¿mataste a Marcial Garrigues, el gigante del burdel?

—Sí, pero porque él me iba a matar a mí, sólo me adelanté. Ya lo había intentado dos veces.

—Cuéntamelo todo, sin mentiras. Una sola mentira y te echo a la calle.

El instinto le dice a Lucía que no es momento de adornar su historia ni de mezclar verdades con invenciones. Confía en ese hombre del mismo modo impulsivo con el que confió en Eloy. Así que se concentra en organizar bien su relato. Le vuelve a contar su historia desde la muerte de su madre hasta la desaparición de Clara, deteniéndose esta vez en los detalles que derivaron en la muerte del gigante.

—Me perseguía por un anillo que tenía Clara. Bueno, que debería tener Clara, pues en realidad se lo dio a la señora de Villafranca para que ella lo vendiera a buen precio.

Diego coge una hoja de papel y, con la plumilla, dibuja lo que recuerda de la insignia que el doctor Albán halló en la boca de Berta: dos mazas cruzadas formando un aspa.

—¿El anillo tenía este dibujo?

—Sí. ¿Lo has visto?

—Lo he visto, aunque no como anillo sino como insignia.

—Un cura de San Francisco el Grande tenía uno idéntico.

Diego la mira con interés.

—¿Qué cura?

—Uno con los ojos azules y con un cinturón morado. Fray Braulio me dijo que era el prior del convento y que ayer le asesinaron.

Fray Braulio. El animal que le hizo un torniquete al monje herido. El que amenazó a Diego con arrancarle la cabeza.

—¿Y tú por qué conoces a ese fray Braulio?

—Me ha dicho que me va a ayudar a encontrar el anillo. Es la única pista que tengo para recuperar a mi hermana. Hoy he quedado en hablar con él en el convento.

—Tú no puedes salir a la calle, te buscan los guardias. Por mucho que te hayas rapado, esa cabeza es un campo de amapolas. No darías ni cuatro pasos antes de que se te echaran encima.

—Pero tengo que reunirme con él.

—Yo lo haré.

—¿Por qué? ¿A ti qué más te da que yo encuentre a mi hermana?

—Quiero ayudarte, no hay más que hablar.

—Todo el mundo busca algo a cambio.

Diego se queda observando a esa niña desconfiada.

—Está bien, busco algo. Una noticia. Encontrar a tu hermana me convertiría en el periodista más famoso de Madrid. ¿Ahora me dejas ayudarte?

Lucía parece pensar la respuesta durante unos segundos.

—¿Me puedo quedar a dormir?

—Sí. Total, aquí no hay nada más que robar.

—Lo sé. De todo lo que tienes, sólo valía la pena el marco de plata. Lo demás es muy viejo.

Diego enarca las cejas en un gesto divertido. Sabe perfectamente que su vida es humilde, pero no le gusta que una mocosa que no tiene dónde caerse muerta se lo muestre tan a las claras.

—Siento que esto no sea un palacio.

—No sé cuánto le queda a mi hermana. Hace ya más de un día que desapareció. Si el gigante o la Bestia, me da igual cómo se llame, si la dejó encerrada..., puede estar muriéndose.

La niña no ha permitido que la conversación gire hacia la broma. Está desesperada, el negro de sus ojos es un pozo al que da miedo asomarse.