Ana Castelar y Lucía se han gustado nada más verse. Como si entre una aristócrata, habitante en un palacio y esposa de un ministro de la reina regente, y una niña de catorce años que ha ejercido como prostituta, nacida en el barrio de Peñuelas —del que la duquesa nunca había oído hablar— e hija de una lavandera muerta del río Manzanares hubiera una afinidad especial, un puente tendido por la simpatía mutua que elimina cualquier tipo de barrera.
Han hablado de Clara, de la Bestia, de la huida, hasta de la casa de la Leona, pero también de sus gustos, del miedo que siente Lucía por ser descubierta y del trabajo de Ana en el lazareto de Valverde o de su marido, el duque de Altollano.
—No es posible que no sepas leer y escribir. Nadie puede llegar a nada así... Yo misma te voy a enseñar.
No han esperado más, tienen tiempo hasta que Diego vuelva de sus gestiones para empezar el proceso de aprendizaje. Con paciencia infinita y gracias a los papeles, las plumas y la tinta que el periodista guarda en casa, Ana hace que Lucía copie una y otra vez las vocales.
—Cuando te sepas las vocales, tendremos una parte del camino andado.
Pasan varias horas repitiendo lo mismo, Lucía aprende deprisa y es habilidosa con la pluma. Al cabo de un par de horas es capaz de hacer —e identificar— unas letras bastante parecidas a las que Ana ha puesto como ejemplo. La aristócrata, además, se divierte enseñándole; ya piensa en cómo hacerle aprender los números y las cuatro cuentas, en darle algunas nociones básicas de cultura para que pueda entender el mundo en el que vive y logre salir del pequeño infierno en el que ha habitado hasta ahora. Se alegra de haber atendido a la llamada del periodista y de permitir que lo que empezó como un encuentro con un amante haya cobrado importancia en su vida. Esa mínima estancia en la que están, que comparte un baño con el resto de los habitantes de las demás puertas del pasillo, es muy distinta a su palacio de la calle Hortaleza y, sin embargo, se siente a gusto en ella.
Diego regresa a tiempo, justo cuando Lucía está perdiendo la paciencia con las tareas que le encarga su nueva profesora. Todavía tiene ánimos para mostrarle sus avances al periodista: cinco vocales bastante identificables.
—Doña Ana me ha prometido que me va a enseñar a leer y escribir.
La chica está contenta, aunque cansada, y permite que los dos adultos charlen como si ella no estuviera allí. Prefiere permanecer callada y escuchar todo lo que ellos digan, quién sabe si se enterará de algo que le sirva para encontrar a Clara.
Nada más ver a Ana, Diego ha recordado de golpe lo mucho que le gusta esa mujer, cuánto bien le hace su compañía. Su belleza parece que ilumina su habitación como diez lámparas de aceite. Y lo más asombroso es que ella ocupa la estancia como si hubiera nacido allí, sin mostrar el menor indicio de incomodidad por el durísimo jergón en el que está sentada para que la niña pueda usar la única silla disponible. Desde que pasaron la noche en la terraza del edificio, Ana ha dejado de ocultarse bajo esa máscara de intrascendencia que a veces le imponía su condición social; ahora es ella misma, todo el tiempo, sin miedo a mostrar lo que piensa y siente. Diego se siente en cierto modo orgulloso de haber creado esa atmósfera de confianza mutua y no tarda en contarle las novedades que trae sobre la Bestia. Al verle entrar, la casera le ha entregado la carta que tanto esperaba de un colega francés.
—En París hubo tres casos de niñas asesinadas, de entre once y trece años, igual que aquí en Madrid. Fue hace un año y medio y, tal como empezaron a aparecer, dejaron de hacerlo. Según mi colega, unos dos años antes ocurrió lo mismo en Londres. Las niñas desaparecían y sus cadáveres tardaban varias semanas en ser encontrados. En todos los casos las muertes eran recientes.
—¿Igual que en Madrid?
—Sí, igual que aquí. Alguien las rapta, las tiene unas semanas o unos meses presas y las mata. Lo que más extrañó en París fue que no abusaban sexualmente de ellas, seguían siendo vírgenes. Tanto que la prensa las denominaba «las vírgenes exangües».
—¿Y aquí?
—Aquí no se han analizado apenas los cadáveres. El único que recibió atención fue el de Berta, y sólo por mi insistencia y la colaboración del doctor Albán. Como esas niñas, Berta era virgen.
Diego sabe que le está abriendo a esa mujer los secretos de su vida, de su trabajo y de la investigación que ocupa sus días. Aparte de que es lo justo, no puede pedirle que cuide de Lucía sin explicarle quién es y en qué problemas se ha metido, el periodista se siente aliviado al tener a su lado a alguien que comparte su preocupación por lo que les está pasando a las niñas más desprotegidas de la ciudad. Ana y él se han convertido en los únicos garantes de su memoria.
Los dos divagan inventando explicaciones: un asesino —quizá Marcial Garrigues— que ha ido viajando por las capitales europeas asesinando niñas. Si es así y la Bestia ha muerto, ¿quién se encarga de las niñas? ¿Podría tener algún cómplice? ¿Tal vez el teólogo Ignacio García? Pero siempre llegan a un punto del que no saben salir: ¿por qué?, ¿por qué esperar varias semanas antes de matarlas, si no abusa de ellas? ¿Por qué a veces una semana y a veces un mes? Ana colabora como si lo hiciera en la trama de un folletín, elaborando teorías, unas absurdas y otras posibles.
—¿Y si se tratara de una conspiración? —pregunta Diego.
—Todo Madrid sabe que la ciudad está llena de ellas: se conspiraba contra el rey felón, cuando estaba vivo. Ahora contra la reina regente. O contra la Iglesia, o contra el Estatuto Real. En cada tertulia se está cociendo un motín o una revuelta, eso dice mi marido.
—¿Tu marido conocía al prior de San Francisco el Grande? Tengo entendido que era el confesor de la reina.
—Yo no hablo tanto con él, Diego. Pero supongo que sí, mi esposo conoce a todo el mundo.
Hay algo triste en las palabras de ella, pero también algo prometedor; contienen un permiso para que él siga frecuentando su compañía.
—¿Crees que en alguna de esas reuniones se puede haber fraguado el odio contra los curas? —pregunta él.
—Ese odio procede de la ignorancia. Y del miedo a lo desconocido. Nadie entiende esta epidemia que deja muertos cada día, pero la gente necesita creer en algo, que los niños envenenan el agua de las fuentes, o los curas o los carlistas. Todo son tonterías. El cólera viene desde Egipto y ha matado gente en muchas partes antes de llegar a nuestra ciudad. Todo el que diga que son polvos echados en las fuentes es presa de las supersticiones. Ya va siendo hora de que en España se crea más en la ciencia que en la magia.
Fingiéndose ausente, Lucía no pierde una sílaba de lo que dicen los dos adultos, le impresiona la contundencia de Ana, una convicción que nunca ha escuchado de labios de una mujer. Su lado fantasioso la hace verse desde fuera como la niña ocupada en sus asuntos, mientras los padres hablan, e imagina la tarde entera: ellos conversan mientras la hija termina las tareas del colegio, después pensarán en preparar algo de cenar y le preguntarán qué le apetece. Ella dirá que un puré de ajo y unos entresijos y a ellos les parecerá una idea estupenda. Se pondrán manos a la obra y comerán los tres juntos, gastándose bromas y charlando con desenfado, y el buen humor durará hasta la hora de dormir. Como una familia normal. Pero su familia no puede ser normal, porque ella no recuerda a su padre, y ya tampoco tiene madre y, sobre todo, falta Clara. Ella nunca será feliz hasta que no aparezca su hermana. De poco sirven las promesas de Diego y Ana de que lograrán encontrarla. Hace ya mucho tiempo que Lucía no cree en los cuentos de antes de conciliar el sueño.
Escucha cómo Ana y Diego siguen charlando en voz baja, los dos sentados en el suelo y con la cabeza apoyada en el borde del colchón. Él le cuenta las penurias de la niña, por la que ella ha sentido un instantáneo afecto. Su vida en las Peñuelas, su madre enferma, los cuidados de la señora de Villafranca...
—¿La señora de Villafranca? La conozco, colabora en la Junta de Beneficencia.
—Lucía dice que esa mujer se quedó con un anillo que le pertenece a ella.
—No es posible. Esa mujer tiene más dinero del que pueda desear. A su lado, mi esposo y yo somos pordioseros... Además, es una conocida limosnera, nunca escatima un real, siempre está dispuesta a ayudar. De hecho, tiene prevista una subasta de objetos de arte donados para mañana. Gracias a señoras como ella se mantiene el lazareto.
—¿Sabes dónde se hará la subasta?
—Puedo enterarme...
Diego ya ha elaborado un plan: irá a la subasta y hablará con esa mujer. Tras la conversación con el monje, está convencido de que para encontrar a Clara debe recuperar el anillo y entender qué significa exactamente esa joya.