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—Los carbonarios.

Donoso pone el dato sobre la mesa como si fuera una ficha de dominó. Diego le mira con asombro. Le viene a la mente la vehemencia con la que el fraile le quiso arrancar esa información, el valor de ese anillo. Y su amigo tuerto, el policía escéptico, la ha conseguido con un simple seguimiento y vuelve con el nombre de una sociedad secreta.

—¿La crees? ¿No estaba delirando?

—La creo.

—Te parecía una borracha, Donoso, ¿nos fiamos de ella?

Donoso sirve dos vasos de vino de la jarra. Hay algo ceremonial en lo que está haciendo y Diego lo advierte. Levanta el vaso.

—Grisi está conmigo. La he dejado durmiendo en mi casa: la voy a proteger. Soy policía; se supone que a eso es a lo que debo dedicarme.

Diego sonríe al comprender que está ante un hombre nuevo. La amargura se ha evaporado, ahora tras la coraza asoma un joven embriagado de ilusión.

—Suerte con ella, amigo.

Brindan y vacían sus vasos.

—¿Qué te cuenta de Asencio de las Heras?

—Que es un mero admirador. No es él quien la está amenazando.

—¿También en eso la crees?

—La creo. Y no lo pongas en duda, confía en mi olfato de policía. ¿Qué ha pasado con el anillo?

—La señora de Villafranca es un hueso duro de roer. Ayer no quiso venir conmigo para devolverle el anillo a Lucía. Me dijo que tiene que hacer primero unas comprobaciones sobre mí.

—¿Cómo es posible que no se fíe de ti, un periodista muerto de hambre que no paga el alquiler?

—Necesito el anillo, Donoso. Si no me lo trae, tendré que arrancárselo de otro modo.

—¿Le vas a dar una paliza a una aristócrata? Lo digo por coger sitio en la plazuela de la Cebada para presenciar tu ejecución.

—Veo que el amor te afila el ingenio. Me voy, Donoso. Tengo que intentar averiguar algo sobre esos carbonarios. Si Grisi te cuenta algo más...

—Serás el primero en saberlo.

 

 

Los domingos, a Augusto Morentín le gusta tomarse un vino en una de las tabernas de Jacometrezo. Es una forma de hacer tiempo y de mezclarse con el populacho, pulsar el sentir general, las preocupaciones de la calle. Pero hoy está casi desierta. La epidemia de cólera sigue causando estragos y cada vez hay menos gente que se aventura fuera de sus cuatro paredes. El latigazo de violencia que supuso la matanza de frailes el pasado jueves tampoco ha ayudado. Mientras paladea un vino de Valdepeñas, piensa en su periodista favorito de todos los que trabajan para él, en Diego Ruiz. Nunca se lo dice para que no se le suba a la cabeza, pero le recuerda a él mismo hace unos años: se pelea por sus temas, es obstinado, capaz de hacerle frente hasta al director del periódico. Es un buen profesional, con una escritura cercana, directa y apasionada, tiene raza y corazón. Tal vez haya llegado el momento de ofrecerle un sueldo al mes, de contratarle en exclusiva.

Como si le hubiera convocado, Diego aparece por la puerta.

—Don Augusto...

—Precisamente pensaba en ti y en el futuro; ¿te apetece una copa de vino?

—Sí, necesito que me ayude.

—¿Dinero?

—Nunca está de más, pero hoy me urge otra cosa: información. —No se pierde en rodeos—: ¿Qué puede decirme de las sociedades secretas? En algunos artículos suyos he creído entender que conoce el tema a fondo.

—Nadie conoce a fondo el tema. Si fuera así, no serían muy secretas, ¿no? Dime qué quieres saber...

—Me interesa el funcionamiento de una en concreto: los carbonarios.

Se queda en silencio estudiando la reacción del director. Sabe que es un hombre leído, en su despacho hay libros de E.T.A. Hoffmann y de Schiller que hablan de sociedades secretas. También ha visto allí, encuadernados en cuero, volúmenes de masonería. Está cerca de descubrir lo que está pasando, lo siente en sus tripas. Sólo necesita encajar las piezas finales. Morentín no tarda en desplegar su erudición.

—Los carbonarios son una sociedad secreta que tiene su origen en Italia, pero que podría estar extendiéndose por Europa.

—¿Han llegado a España?

—Es posible.

—¿Y qué buscan? Me interesa mucho saberlo, don Augusto.

—Luchan contra los absolutismos. Si estuvieran en España, podrían querer influir en la Corte de María Cristina para alejarla de la herencia de Fernando VII.

—Si hubiera una forma de reconocer a sus miembros...

—Bueno, es habitual que los miembros de una sociedad usen algún tipo de código secreto para reconocer su pertenencia a esa sociedad. En algunos casos, es un simple gesto de manos, pero otros llevan símbolos en la ropa que sólo los iniciados conocen.

—Un anillo. —La certeza lo alcanza de lleno, como un disparo a bocajarro.

—Sí, no me sorprendería el uso de un anillo.

—Los carbonarios lo llevan, don Augusto. Estoy seguro. Un anillo con dos mazas cruzadas.

—Las mazas simbolizan el trabajo de los carboneros en la mina. Ahí tienes una línea que apunta directa a los carbonarios: se dice que sacaron su nombre precisamente de los trabajadores del carbón.

—Un anillo que sirve para entrar en sus reuniones secretas. Y de alguna forma que todavía no entiendo, hay un vínculo entre eso y las niñas muertas.

—Vas demasiado rápido en tus conjeturas: ¿en qué momento has relacionado a los carbonarios con el asesinato de esas pobres chicas?

—Son sospechas muy fundadas, don Augusto. Recuerde la insignia que se encontró en el paladar de Berta.

—¿Y la Bestia? Se supone que era el tal Marcial Garrigues y ahora está muerto.

—Puede que formara parte de esa sociedad secreta.

—¿Te das cuenta de la gravedad de tus acusaciones? No deberíamos estar tratando un asunto así en una taberna. Una sociedad que instiga al asesinato salvaje de niñas, a su desmembramiento...

Morentín rellena su copa de vino y, antes de seguir hablando, se la bebe de un trago. Luego, como el que se sacude el mal recuerdo de una pesadilla, intenta desechar la teoría de Diego: ¿qué clase de sociedad llevaría a cabo tales aberraciones? El director del periódico ha leído sobre algunas logias que no sólo aspiran a derrocar a un rey o a quitarle privilegios al clero. Sociedades fundadas sobre objetivos más elevados que hablan de la transformación del ser humano y de la sociedad. No son conspiradores, sino iluminados que ponen por encima de la ciencia otros preceptos más propios de la magia, como alquimistas del medievo. El gesto de gravedad de Diego conforme Morentín desgrana sus conocimientos le insta a lanzarle una advertencia.

—Ese tipo de sociedades no existe, son supercherías. Cuentos como el de que el cólera es culpa de unos polvos en el agua.

Ahora es Diego quien toma prestada la frasca de vino de Morentín para servirse un vaso. Paladea el licor un instante antes de responder.

—Esto es real, don Augusto. Las creencias de esa sociedad pueden ser una superstición sin sentido, pero esa «alquimia» de la que habla se ha transformado en algo tan real y tan doloroso como esas criaturas asesinadas. Como la pequeña Berta, la niña que vi en el Cerrillo, hecha trizas.

—Eso sólo lo podrías afirmar si dieras con esos carbonarios. Tendrías que conocer a uno de sus miembros y, quizá, hasta formar parte de alguna de sus reuniones para entender en qué consisten sus ritos —aventura Morentín, y lo que antes pretendía tomar como una completa fantasía ahora adquiere para él cierta verosimilitud—. Diego, es posible que hayas encontrado el camino correcto en el laberinto, pero ten mucho cuidado. No tengas prisa por llegar al final, un error puede alejarte definitivamente del fondo de la historia. No mezcles tus suposiciones con los hechos contrastados.

Comprende que, a pesar de su consejo de cautela, la cabeza de Diego ya bulle de planes e ideas para encontrar esa sociedad e infiltrarse en ella, para convertirse en un carbonario, aunque sólo sea por un día. Es un periodista de raza, lo demuestra cada vez que habla con él.

Diego coge su sombrero para marcharse, pero en la puerta Morentín le retiene un instante:

—Cuando todo esto de la Bestia y las matanzas acabe, te invito a cenar. Quiero proponerte algo.

—¿De qué se trata?

—Espera a que todo acabe.

En la media sonrisa de Augusto parece asomar la respuesta, o al menos eso piensa Diego mientras se aleja hacia la calle de la Luna. Puede que su suerte haya cambiado al fin, que se convierta en un periodista contratado y su vida empiece a mejorar. Nada de dar tumbos en busca de una historia que vender como quien batea el río para hallar oro. Un trabajo regular, su vocación, bien pagado, que le permitirá saldar deudas y dejar de esquivar a la casera. Más que caminar por el suelo embarrado de Madrid, Diego siente que está flotando.

Sin saber cómo, sus pasos le conducen hasta el palacete de los duques de Altollano. Entonces comprende lo que sucede: necesita compartir su felicidad con Ana. Son compañeros en esta cruzada. De repente, el futuro, ese ente oscuro y borroso que Diego siempre había atisbado con temor, una especie de túnel sin fin, se ha rasgado, y al fondo, como una gruesa cortina que se abre, ha dejado ver una grieta de luz. Un trabajo fijo en el periódico, la sensación de estar alcanzando la resolución de los asesinatos de la Bestia, tal vez dar con Clara, aliviar el sufrimiento de Lucía y, por supuesto, Ana. Aunque ingenuo, el deseo de que la duquesa deje a su marido y forme parte de ese esperanzador futuro es otro aliciente para que el periodista se sienta más decidido que nunca a recorrer su camino. A alcanzar esa luz lo antes posible. ¿Quién sabe? Ella no es como otras mujeres y tal vez no tema el escándalo que seguiría a su separación del duque.

Es Blanca quien responde al timbre y quien hace pasar a Diego al interior. Ana no tarda en asomar, a medio vestir, irradiando alegría por la visita inesperada.

—¡Qué sorpresa! ¿Te apetece un paseo en carruaje?

A Diego le parece un plan dominical perfecto.

 

 

El paseo del Prado es la calle señorial de Madrid, el lugar perfecto para el cortejo y para la ostentación de la elegancia, una zona de edificios palaciegos, fuentes ornamentadas, arboleda, jardines y estatuas en la que han trabajado los mejores arquitectos y artistas de la villa desde tiempos de Carlos III. Las restricciones por la epidemia de cólera no desaniman del todo a los viandantes que encuentran en esa arteria amplia el escaparate perfecto de su condición social, aunque algunos pasean embozados, tapándose la nariz, una medida que nadie está convencido de que sea eficaz. A Diego no le sorprende que Ana haya escogido una carroza abierta. Es como si la relación con él hubiera supuesto el acicate definitivo para dejar de esconder quién es realmente. Hay algo de descaro en su manera de saludar a los nobles que viajan en birlochos impecables, a señoronas que pasean bajo un parasol, ella sonriendo y moviendo el abanico con el que parece estar aventando las habladurías sobre su vida adúltera. Se diría que la duquesa de Altollano ha elegido esa mañana para convertir su aventura romántica en una historia oficial.

A su lado, Diego viaja cohibido, pero feliz porque Ana se muestre sin reparos en su compañía, alimentando más si cabe la fantasía de un porvenir a su lado, como si fueran sucedáneos de Hércules capaces de superar cualquier prueba que el destino ponga en su camino. Tampoco se le pasa la euforia tras la conversación que ha mantenido con Morentín. Ana ha escuchado su relato con entusiasmo, sin perder de vista lo que sucede en la calle, las personas que se van encontrando y de las que le habla a Diego para que sepa quiénes son.

—Así que vas a ser un periodista famoso...

—Tanto como eso, no. Pero digamos que voy a dejar de ser un vulgar juntaletras. Aunque, no te miento: la fama es lo último que me preocupa ahora.

Ana comparte el optimismo de que los recientes descubrimientos los lleven a encontrar a Clara. A pesar de su corta vida, Lucía ha sufrido más que muchos ancianos; si alguien merece un golpe de suerte, es esa niña.

—Me gustaría conocer la redacción de tu periódico. —Ana sorprende a Diego con esa petición—. Y también al director. Quiero ver los sitios en los que transcurre tu vida.

—Un día te llevo a que veas la imprenta. Morentín te gustará, es un hombre muy culto.

—También quiero visitar tu pueblo natal. El lugar donde pasaste tu infancia.

Ana saluda por la ventana a una señora que pasea con dos niñas que llevan el mismo vestidito blanco ceñido por un lazo azul. Diego se queda pensando en lo que ella acaba de decir. Visitar su pueblo natal. Acercarse a su infancia. ¿Qué clase de deseo es ese? El amor, esa palabra que han esquivado como dos adolescentes tímidos, es ahora una realidad. Le gustaría besarla en ese carruaje, bajo el sol de Madrid y las miradas de todos. La esperanza de que en el futuro su vida y la de Ana estarán ligadas ya no es un sueño imposible.

Como si pretendiera demostrarle que ella piensa lo mismo, Ana se quita el guante y coge a Diego de la mano. Se la lleva a los labios y deposita un tierno beso en ella. Después la aprieta con fuerza y apoya su cabeza en el hombro de él.