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Hasta hace pocos años, los simones, carruajes de uno o dos caballos que se alquilan en las paradas de coches de punto, sólo se podían contratar para medios días o días enteros; en los últimos tiempos se ha extendido la costumbre de hacerlo por carreras. Se dice que pronto habrá servicio con recorridos marcados a los que los madrileños podrán subirse y bajarse a su antojo, pero, por ahora, un simón es la única forma de moverse por Madrid con cierta rapidez. Desde la parada de la calle Ancha de San Bernardo hasta la Puerta de Alcalá —el cochero se niega a ir más allá—. Ni Donoso ni Lucía tienen muchas ganas de hablar durante el camino. Instalados en el silencio, pierden la mirada en los grandes edificios y monumentos, casi todos del reinado de Carlos III, que jalonan el recorrido. «Palacios majestuosos que miran al cielo —piensa Lucía— y desprecian lo que sucede en el barro.» Orgullosos, ajenos a la batalla que libran los ciudadanos, como si supieran que nada puede afectarlos, que el cólera, la pobreza y la violencia podrán convertir la ciudad en un desierto, pero ellos, los edificios, seguirán en pie, indemnes. Mudos. Esperando nuevos habitantes.

A Lucía le duele el pecho cuando bajan del simón. El corazón, inflamado, late cada vez más deprisa. Le cuesta seguir el paso de Donoso, que avanza hacia un desmonte a un centenar de metros del camino de Alcalá y desde donde se ven las paredes blanqueadas con cal de la plaza de toros. Quiere aparentar fortaleza, pero es tan endeble como un castillo de naipes. Una leve ráfaga de viento, un fragmento de piel con el que pueda identificar a Clara, y sabe que se vendrá abajo. Aun así, no se detiene, con el corazón golpeándole el pecho, el sudor frío resbalándole por la frente y un temblor en las piernas. Paso a paso hacia lo que teme que puede ser el cadáver de su hermana.

Los pocos presentes en la zona se refugian del abrasador sol de este día de finales de julio bajo uno de los escasos árboles que hay en los alrededores. El cuerpo de la niña ha aparecido en el cauce de un arroyuelo; quien lo haya dejado allí ni siquiera se ha preocupado por esconderlo de la vista. No hay casas cerca, excepto un viejo palacio desvencijado a poco más de un kilómetro. Donoso se acerca a un guardia que le ha hecho señas desde el terreno.

—¿Está entero?

—Anda esparcido por partes, desmembrado. Lo único que no hemos encontrado es la cabeza.

—Buscadla, tiene que estar cerca.

Todo, excepto la lluvia y la falta de vecinos, le recuerda a Donoso aquella mañana de San Juan en el Cerrillo del Rastro, cuando encontraron el cadáver de Berta. A Diego llegando y resbalando en el barro, al perro aullando con la cabeza de la niña entre las patas, a la vieja que encendía el miedo y la ira de los presentes... Echa de menos, y le parece que será un sentimiento que le asalte toda la vida cuando menos lo espere, a su amigo provocándole para saber más cosas, para hablar con unos y otros hasta enterarse de lo que hubiera ocurrido.

Lucía está todavía a unos pasos, Donoso siente la tentación de impedir que la niña vea el horror que hay a sus pies. Pero, si es su hermana, ¿no es mejor abrir esa herida cuanto antes? De nada serviría esconder el cuerpo, o las partes que los vecinos han reunido en un cúmulo informe: piernas y tronco, brazos, amontonados en una pila de carne. Lucía negará la realidad hasta plantarle cara.

—Si no quieres, no te acerques —le dice al fin entre dientes.

—Entonces nunca sabremos si es ella.

Lucía se mira los pies, el camino de tierra por el que ha avanzado. Sabe que, cuando levante los ojos, encontrará un cadáver, ¿el de Clara? El sol la quema en la nuca, la hace sudar. Un paso más. La tierra está sucia, oscura y mojada. Aunque no hay rastro del rojo, sabe que es la sangre del cuerpo lo que ha transformado la tierra en barro, lo que ha dibujado una extraña nube negra en el suelo. La mano de Donoso se apoya en su hombro, nota su presión. El policía tuerto no es tan indiferente a Lucía como ha querido mostrarle. Le llega un olor a putrefacción y recuerda cómo olía la fábrica de cerillas cuando encontró a Pedro y María muertos, cómo olía su madre en la cueva mientras esperaban para enterrarla. El olor de la casa del cura muerto de cólera donde robó el anillo. ¿Se habrá pegado para siempre ese olor a ella?

Guiña los ojos, le cuesta enfocar. Se da cuenta de que se le han empañado de lágrimas. Se frota con un puño, con rabia: «no llores, Lucía», se dice. Le gustaría hacerse daño, castigarse, porque todo lo que está pasando es sólo culpa suya. Entonces, aparece ante sí: al principio, le cuesta asimilar lo que ve, como el indígena que ve un artefacto que nunca había visto antes y no es capaz de entender de qué se trata. Es piel blanca como la sal y, después de unos segundos, Lucía identifica las dos piernas, delgadas y cercenadas, una a la altura de la cadera, la otra por la rodilla. Encima, un torso de pechos diminutos, desgarrado en las extremidades, un brazo arrumbado a su lado, la palma de la mano entreabierta, como si estuviera esperando que alguien le diera algo. Parece el monstruo de una pesadilla que, en cualquier momento, puede volver a reunir sus partes y levantarse como una araña sin cabeza.

Donoso espera las primeras palabras de Lucía, paciente. Ella todavía está paralizada por la blancura de la piel, por los tizones rojos de las partes desgarradas. Recuerda las manos de Clara entrelazadas con las suyas, las piernas de su hermana enroscadas bajo la manta cuando dormían, la desnudez infantil en los baños en el río, el chapoteo y las risas, la felicidad que ahora parece tan lejana.

—No es mi hermana. No es ella —dice al fin con seguridad, casi como si vomitara las palabras.

Luego, le da la espalda al cadáver. Donoso se acerca a ella, comprensivo.

—¿Tienes náuseas? Es normal, a mí me pasó lo mismo la primera vez.

Pero no es eso lo que siente Lucía. La corriente que le recorre el cuerpo desde el estómago no es otra cosa que alivio al comprobar que no se trata de Clara. Un alivio que le resulta repugnante: ¿es Clara mejor que esa niña que ha sido torturada de manera brutal?

—¡La cabeza! —grita un anciano desdentado.

La ha cogido del pelo y la levanta como Perseo a Medusa.

Tal como preveía el guardia, la cabeza ha aparecido a menos de cien metros. Donoso y Lucía corren a verla. El anciano balancea la cabeza de la niña como un trofeo; tal vez espera alguna recompensa del guardia real. El pelo largo y moreno, los ojos abiertos, la nariz respingona y la piel blanca y pecosa, los restos de sangre sólo tiñen el esófago desgarrado, los músculos. «¿Quieres jugar?» A Lucía le parece que puede oírla, con su sonrisa y la muñeca de trapo entre las manos.

—Se llamaba Juana. Es la hija de Delfina, una que trabaja en el burdel de la Leona.

Donoso ordena al anciano que deje la cabeza junto al resto de los miembros. Quiere olvidarse cuanto antes de todo lo que está viendo, borrar estas imágenes de la memoria como quien se sacude el polvo. Ya ha pedido que venga una carretilla para llevarse los restos al hospital.

—Diego me dijo que detrás de la campanilla de las niñas había una insignia. Una que tenía un grabado igual que mi anillo.

—Estás loca si crees que voy a meter los dedos ahí dentro. Eso es cosa de los médicos.

Lucía vence su asco, se acuclilla junto a la cabeza, separa la mandíbula, que está dura como el hierro, y mete la mano en la boca de Juana. Con la punta de los dedos, aparta la lengua y, al fondo, en el inicio de la garganta, nota algo duro y frío. Tiene la muñeca fina, así que puede introducirla entera. A su lado, Donoso observa con repulsión cómo trastea dentro de la boca de la niña muerta, hasta que al fin puede prender lo que busca y, con la mano sucia de jugos, saca una insignia de oro. Como le dijo el periodista, las dos mazas cruzadas son iguales a las del anillo.

El tuerto tiende la mano pidiéndole que se la entregue.

—¿Qué vas a hacer con esto?

—Eso es cosa mía.

—Si no la vas a usar para encontrar a mi hermana, no te la doy.

—¿Prefieres que te la quite de un guantazo?

Lucía duda, pero sabe que es absurdo enfrentarse al policía.

—Eso está mejor. —Donoso se guarda la insignia en el bolsillo y luego ayuda a Lucía a ponerse en pie—. Ahora vas a acompañarme al burdel de la calle del Clavel.

 

 

Lucía cierra los ojos con el traqueteo del simón. Está exhausta. No sabe cuánto tiempo lleva conteniendo sus emociones. Es un esfuerzo titánico mantener en pie los muros que ha levantado, resistir las oleadas de recuerdos de Juana, de temores por que Clara pueda padecer el mismo final. Evitar que los ladrillos se resquebrajen y, desnuda, se quede indefensa ante el dolor.

Abre los ojos. A su lado, en el simón, Donoso la mira con su ojo, cree que la juzga. Tal vez piensa que es una bestia, que se ha convertido en un animal, como el resto de la ciudad, al que lo único que le interesa es la supervivencia. Es posible que tenga razón. Ahora, ella es una bestia, pero no va a reprochárselo. En esto la ha convertido Madrid.

Al llegar a la calle del Clavel, al burdel de la Leona, no se detiene en el escalón donde conoció a Juana; lo sobrevuela rápida siguiendo al policía. Pese a que todavía no son las doce del mediodía y Josefa no suele recibir a nadie antes de las dos o las tres de la tarde, han hecho pasar a Lucía y a Donoso al salón verde y les han pedido que esperen allí a la madama. Ella ha estado en ese salón muchas veces, no así Donoso, que sólo cruzó el umbral de ese cuarto para negociar con la Leona cómo hacer desaparecer el cuerpo de Marcial Garrigues.

No tarda más de quince minutos en presentarse, vestida a toda prisa con la misma bata que llevaba el primer día que Lucía visitó la casa para trabajar.

—¿Estáis seguros de que era ella?

—He visto el cuerpo, Leona. Su cara.

Josefa busca a Donoso con la mirada, como si necesitara la confirmación de un adulto. No obtiene ningún gesto de él.

—Voy a avisar a Delfina. Que Dios se apiade de ella.

Se levanta y se lleva la mano a la frente, como si estuviera sufriendo un vahído. Con paso inseguro abandona el salón verde y poco después regresa acompañada por Delfina. Donoso esperaba que la madama hubiera preparado a su pupila, pero la esperanza en los ojos de la prostituta cuando pregunta si hay noticias de su niña deja claro que no es así. Josefa no ha querido ser transmisora de la desgracia. Le corresponde a él soltar el hachazo, no es la primera vez que debe asumir ese desagradable papel.

Lucía ve cómo Delfina estalla de dolor cuando Donoso le comunica la muerte de su hija. Es como cristal hecho añicos. Se suceden los gritos —«¡Mi niña! ¡¿Por qué ella?!»—, lágrimas y temblores que parece que puedan pararle el corazón. Primero Donoso y después la Leona intentan contenerla, pero Delfina está fuera de sí y tira al suelo una mesita auxiliar de mármol. Un juego de té se estrella contra el suelo. Grita, la baba se acumula entre las comisuras de sus labios. La Leona busca descanso en su butaca y Lucía tiene que apartarse cuando Delfina lanza una botella de vino que revienta contra la pared. «¡Tú trajiste a la Bestia!», un aullido de la prostituta que desconcierta a Lucía: ¿realmente lo ha dicho? Por la pared resbala el vino, rojo como la sangre, como el pelo de Lucía.

Los pedazos de cristales, los pedazos de Juana y los pedazos en los que se convertirá Clara. Donoso ha reducido a Delfina tumbándola en el suelo. Con una rodilla en su espalda y sujetándole las manos le pide que se tranquilice.

Lucía está mareada. La habitación da vueltas a su alrededor.

—¿Qué vas a hacer? Sabes que aquí no puedes quedarte.

La mano de la Leona la ha cogido de la muñeca. La siente fría. A trompicones, Lucía le explica que se quedará unos días en casa de Diego Ruiz o que, tal vez, vaya al palacio de la duquesa de Altollano. Se ha ofrecido a cuidar de ella.

—Aprovecha la oportunidad.

La histeria de Delfina no tiene fin. Patalea inmovilizada por Donoso, pero nada puede acallarla.

—¡Tú la trajiste! ¡A esta casa! ¡Tendría que haberte cogido a ti! ¡No a mi hija! ¡No a Juana!

El salón verde gira alrededor de Lucía. Siente que la muralla se resquebraja.

«Tengo la culpa. Yo he traído al monstruo. Yo he matado a Juana. A Pedro. A María. A Diego. A Clara.» Tropieza con los cristales rotos, pierde el equilibrio.

Se creía capaz de soportar todo, pero se equivocaba.

Ve al tuerto correr hacia ella. Ve el vino empapando la pared e imagina la cabeza de Clara, cercenada y zarandeada en la mano de la Bestia, que no deja de reír, salpicando sangre a uno y otro lado.

Luego cierra los ojos y siente cómo la gravedad tira de ella hacia abajo. Se derrumba, inconsciente. Donoso evita que se golpee contra el suelo: en sus brazos, una niña de catorce años que no tiene a nada ni a nadie.