53

Los bartolillos continúan calientes cuando Donoso sale del Horno del Pozo. Queman en el papel de estraza que los envuelve, pero sabe que estarán perfectos cuando llegue a su casa. Grisi se ha quedado en la cama, ha dejado las ventanas abiertas en busca de una mínima corriente de aire mientras él salía a comprar; el sopor de julio inunda la ciudad y a los paseantes parecen pesarles las piernas. Sin embargo, Donoso se siente extrañamente liviano, desembarazado de un peso que antes le hundía. El peso de la inutilidad, de los días embotados por la falta de proyectos o de sueños. El azar ha puesto un ángel en su vida, un ángel con alas rotas que deben ser reparadas. Y está seguro de que, entre todos los hombres de la tierra, sólo él puede cumplir con esa misión. Grisi es una mujer nerviosa, inestable, dependiente del opio y muerta de miedo y de dolor. Pero brillan las ascuas en las cenizas. Él ve la fuerza dentro de ella, la belleza resistente a la tragedia. La vida la ha zarandeado y, sin embargo, mantiene intactas las ganas de vivir, de proteger su posición en el mundo del teatro, de aprovechar las oportunidades que le pueda brindar el destino.

Camina con el paso ligero, cambiando el paquete de mano a cada tanto para no quemarse, y al pasar por una taberna ni siquiera tiene que espantar la tentación de echarse un aguardiente al estómago. Sólo quiere sentir la cercanía de la actriz. Y cuidarla. Cuidar de esa mujer desvalida que necesita su ayuda. ¿Cómo es posible que la amargura embalsada en su interior se haya evaporado de golpe?

Ya casi no lo quiere comprender. Grisi es quien ha obrado esta extraña mutación en el guardia tuerto, y todo en unos pocos días. Como si hubiera bebido del agua milagrosa que dicen que había en el pozo que da nombre a la calle por la que avanza. Un pozo contaminado por las reliquias de espinas de la corona de Cristo. Para Donoso, esa agua milagrosa es Grisi. Sus labios, sus ojos, que han visto más de lo que deberían, su piel blanca y aterciopelada, son el elixir que le ha hecho olvidar la bebida, el desengaño amoroso con su mujer y, sobre todo, que le ha permitido dejar de mirar atrás, al pasado, para volver la cara al futuro. Porque, a pesar de todo el dolor y la muerte que han rodeado al guardia en estas últimas semanas, por primera vez cree firmemente que sí puede existir un mañana en el que será feliz. Para eso, debe ahuyentar de sus pensamientos, como si se tratara de una mosca molesta, a Lucía y la búsqueda de su hermana. La niña, como tantas otras cosas, pertenece a un tiempo pretérito al que no quiere volver a asomarse.

En una vida cualquiera, la mayoría de los grandes acontecimientos sucede por casualidad, pero este lo provocó Diego, que le puso en la senda de Grisi. Se sorprende de pronto sintiendo gratitud por él, y al hacerlo nota con claridad que la pena por su pérdida no es mortificante; es más una melancolía dulce, regada de recuerdos de sus conversaciones, sus noches de francachelas, tertulias y burdeles en los que Diego nunca quería pasar a una habitación. La risa contagiosa del periodista y la sempiterna pesadumbre del guardia. «Lo siento tanto», se murmura Donoso; siente no haber sido un mejor amigo, no haber intentado alegrar de otra manera los días del periodista, no haberle convencido de que se alejara de los peligros. Le gustaría haber sido el hombre que es ahora.

Embebido en sus pensamientos, Donoso deja que sus pasos le conduzcan por Atocha hasta que, en la esquina de la Leña, unas manos le agarran de un brazo y, de un tirón, lo arrastran hasta una plazuela, apartada de las miradas de otros viandantes. Trastabillando, como quien despierta de un sueño, inseguro de si lo que tiene a su alrededor es real o parte del mundo onírico, Donoso intenta identificar al monje que le ha arrastrado a ese lugar desierto. Manteniendo el cucurucho de bartolillos en un precario equilibrio, le insulta; ¿acaso no sabe que es un guardia?

—No me importan tus galones, ni siquiera creo que tú les des ningún valor, Donoso.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Igual que sé que eres un borracho cobarde. Basta con mirarte unos minutos.

El guardia mira a un lado y otro midiendo sus opciones. No tiene ninguna intención de rebatirle a este extraño monje sus insultos, anda más interesado en encontrar una vía de escape. Sólo sigue hablando para ganar tiempo.

—¿Qué quieres? Si es dinero, te equivocas de persona.

—Diego Ruiz. Era tu amigo, aunque me da la impresión de que el duelo no te ha durado mucho. Creo que pudo contarte más cosas de las que escribió en su artículo sobre los carbonarios.

—Diego no llegó a publicar ningún artículo sobre eso.

—Dejó uno a medias. He estado en su casa y lo he leído. Como también he hablado con Lucía, la niña del pelo rojo. ¿Qué había llegado a averiguar Diego de los carbonarios?

En un balcón, una mujer riega unos geranios. Al fondo de la plazuela de la Leña, dos golfos se dan empujones entre risotadas, como si el cólera no existiera. Si Donoso fuera lo bastante rápido, en unas zancadas estaría de regreso en Atocha y tal vez pudiera llamar la atención de algún guardia. Sin embargo, la huida a la carrera no le parece la mejor opción.

—Hay una taberna en Mesón de Paredes. Ahí podremos hablar más tranquilos, no son temas para aventarlos en plena calle.

Fray Braulio, como se presenta el monje ante Donoso, le acompaña como el sacerdote que consuela al reo camino del patíbulo. El silencio marca el paseo de los dos hombres, las escasas preguntas del fraile caen en saco roto: ¿cómo supo Diego de la existencia de los carbonarios?, ¿cómo pensó que podría tener acceso a esa sociedad? Donoso pide paciencia al monje, tendrá sus respuestas. El corazón del guardia bulle de ansiedad. Lamenta no tener las armas que, por su profesión, le corresponderían. Sabe que está en inferioridad de condiciones; corpulento, el monje podría romperle los huesos en un par de golpes. Si hay algo que Donoso ha aprendido a identificar con el tiempo es cuándo tiene la derrota asegurada. Sin embargo, no va a darle lo que anda buscando, no desvelará ante el monje que Grisi fue la puerta de entrada para Diego en esa sociedad. La primera que les dio nombre.

El serrín cubre el suelo de la taberna. Sin soltar a Donoso del brazo, fray Braulio le conduce a una mesa apartada. Piden una frasca de vino a Pancracio y, en la penumbra del tugurio, el monje repite las mismas preguntas.

—Se me está agotando la paciencia, Donoso.

El guardia es consciente de que no es una amenaza vana. Mientras les traen la jarra con el vino, balbucea una historia deshilachada; Diego fantaseaba y, al ver el símbolo de la insignia que hallaron en Berta, imaginó que todo formaba parte de alguna sociedad secreta. Tal vez las dos mazas cruzadas le hicieron pensar en la mina y en los carboneros. Alguien debió de contarle que existía una sociedad de similar nombre, los carbonarios. Una mentira que Donoso sigue urdiendo con habla indecisa mientras llena los dos vasos. En otra mesa, unos hombres con demasiado aguardiente en el cuerpo ríen con un matiz de agresividad, ya deben de estar borrachos, pronto pasarán a los insultos. Otros andan rogando a Pancracio que les fíe una ronda más y el mesonero empieza a ahuyentarlos a gritos. En cualquier momento pasará a las manos. Era el ambiente que esperaba en una taberna que conoce bien.

—Déjate de monsergas, Donoso. Es posible que Diego fuera un gacetillero del montón, pero en esta historia acertó. No te estoy pidiendo que te impliques. De hecho, cuando salga de esta taberna espero que sea la última vez que vea ese parche, pero no me voy a marchar sin que me cuentes la verdad. Diego tuvo que encontrar a alguien que perteneciera a esa sociedad. Cogió el anillo de la niña, salió la noche del domingo con un rumbo concreto. ¿Dónde fue?

—¿Por qué tiene tanto interés en ese asunto un monje?

Fray Braulio guarda silencio, su leve sonrisa hace entender a Donoso que de religioso tiene sólo el hábito. Tal vez sea un carlista, dicen que hay tantos como pobres en Madrid. El tuerto intenta negociar:

—Sería justo que, si yo te doy alguna información, tú hicieras lo propio.

—¿Dónde fue Diego esa última noche?

Donoso se remueve en la silla, como si le costara liberar las palabras que va a decir. Mira al fraile. En la taberna, el ruido de los parroquianos va en aumento. Es ahora o nunca. Coge el vaso de vino y, en un movimiento rápido, se lo estampa en la frente a fray Braulio. El cristal estalla y el vino se confunde con la sangre de la herida que le ha abierto al monje. Tira la silla y, tan rápido como puede, sale de la taberna. Los segundos que tarda el monje en reaccionar son suficientes para que los borrachos se sumen a una trifulca que les alegre el día; era lo que en el fondo estaban buscando.

En la calle, Donoso corre sin mirar atrás. Entra en la calle de las Dos Hermanas, ya sin apenas resuello, cuando recuerda que se ha dejado los bartolillos en la mesa de la taberna. Se detiene un instante resguardado en un portal, con una sonrisa por haber recordado esa nimiedad. Hay otras cosas que urgen más: si ese monje le ha estado siguiendo, si sabe tanto de su vida como aparenta, tal vez también sepa dónde vive. Debería ir a avisar a Grisi, buscar otro alojamiento más seguro, al menos durante un tiempo. Cuando va a retomar el camino para salir a la calle de Embajadores, un embate le derriba. Alguien le da la vuelta en el suelo, se sienta a horcajadas sobre él y unas gotas de vino y sangre le caen en el único ojo. Esta vez no hay preguntas.

Un puñetazo le clava los nudillos en la boca. Borroso, sobre él, fray Braulio vuelve a armar el brazo.

—¡Asencio de las Heras!

Donoso cree que el grito ha servido para detener al monje. Se equivoca. Fray Braulio descarga un nuevo puñetazo en la mandíbula; el tuerto siente como si se la hubiera desencajado. A su alrededor, unas mujeres llaman a los guardias, unos niños se ríen.

—¿Quién es Asencio de las Heras?

—Un diplomático. No estoy seguro, pero Diego creía que formaba parte de los carbonarios. La noche en que murió, si fue a algún sitio, a lo mejor fue a su casa... Era un cabezota, cuando se le metía algo en la mollera, no paraba hasta llegar al final.

—Todo lo que oigo de Diego parece bueno. No entiendo cómo pudo trabar amistad con un miserable como tú. —Fray Braulio saca un cuchillo de su hábito e hinca la punta en la garganta de Donoso—. ¿Qué es lo que no me has contado todavía? Sé que Dios me agradecería apartar del rebaño a una oveja como tú.

—¡Te juro que no sé nada más!

Unos soldados aparecen en la esquina de la calle. Siguen el rastro de la pelea en la taberna, donde fray Braulio se vio obligado a dejar a un par de borrachos inconscientes antes de salir tras la estela de Donoso. Vuelve a mirar al guardia: podría rebanarle el cuello como despedida, pero tiene la información que necesita y sabe que no sería inteligente enfrentarse a las preguntas de unos soldados ahora. Siempre darán más crédito a la palabra de Donoso, un guardia al fin y al cabo, que a la de un monje. Se levanta y, en unos segundos, alcanza la calle de Embajadores. A su espalda quedan las voces del tuerto pidiendo a los soldados que le detengan, que es un asesino carlista. Lo dice por puro azar, o porque nada estimula más a un soldado que dar caza a un carlista, y al decirlo ignora que ha dado en la diana.

Fray Braulio encuentra el portal de un edificio abierto y entra en él. Sube las escaleras de madera hasta alcanzar la terraza. Desde allí, puede saltar al tejado del siguiente número de la calle, apenas si hay espacio entre ambos edificios. Al aterrizar en el otro tejado, se tuerce el tobillo y ahoga un grito de dolor. El ligamento le arde, pero, en silencio, se esconde bajo el alerón de la cubierta. Poco después, los soldados llegan a la terraza del anterior edificio: miran a su alrededor sin encontrar rastro del monje y, convencidos de que han errado en su persecución, se marchan. El falso fraile encuentra entonces un momento para mirarse el tobillo maltrecho. Se pone en pie; podrá soportarlo.

Sabe hacia dónde dirigir ahora sus pasos: a la casa de Asencio de las Heras.