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Encogida en posición fetal, Clara se abraza a sí misma, pero su cuerpo hace horas que ha perdido el calor. La humedad de la celda le cala los huesos. El Cocinero no le devolvió su vestido azul y la vergüenza de la desnudez dio paso muy pronto al dolor de los golpes y al frío. Miriam se arrancó un jirón de su falda y, a través de los barrotes, se lo entregó, tal vez conmovida por que Clara padeciera el castigo a causa de defenderla. Ha usado el jirón alrededor del cuello, en el pecho y las piernas, frotando la tela contra su piel para calentarla. La tarea es inútil y, en cierto modo, absurda. No puede hacer nada para combatir los escalofríos que ya duelen. Si encontrara el sueño, las horas pasarían más rápido. Su única esperanza es que la puerta de la escalera en espiral se vuelva a abrir. Quizá no le devuelvan el vestido, pero el baño atemperará su padecimiento.

Nadie habla en la mazmorra. El silencio sólo se rompe por los leves ronquidos de alguna de las niñas. Cierra los ojos y decide contarse un cuento que la aleje de la realidad.

 

 

Lucía no puede dormir. Asomada a la ventana del cuarto de Diego, con vistas a la calle de Almadén, observa el círculo que dibuja la luna. No sabe dónde ha podido ir Tomás Aguirre y tampoco le importa; él no es como Eloy o Diego. Tomás está lidiando su propia guerra, una batalla que no le afecta lo más mínimo. ¿Quiénes son esos carlistas? ¿Cuál es su objetivo? Ha oído mil veces que tienen algo que ver con la monarquía y la Iglesia, que han iniciado un enfrentamiento con el gobierno. Luchas que nada tienen que ver con ella y con Clara. Con las niñas que los carbonarios están despedazando en nombre de Dios o el diablo, también eso le da igual. Sus pensamientos sólo tienen hueco para su hermana, para la memoria de las víctimas. Niñas convertidas en mujeres, sacrificadas en esa transformación. Ha visto desde la infancia cómo se las considera menos que los hombres, a la altura de algunos animales o incluso por debajo. Es más valioso un burro para el campesino que su esposa; cambiantes, dependientes, impredecibles, portadoras de la tentación... ¿Qué más da que mueran? Lo ha visto en Tomás Aguirre: dos hombres, el teólogo Ignacio García y el diplomático Asencio de las Heras, pesan más en la balanza que todas las niñas sacrificadas.

Vuelve a fijar la mirada en la luna. Dicen que sus ciclos marcan las mareas y los líquidos y humores de las mujeres. Cándida le advirtió de los días de luna llena, cuando el sangrado de la menstruación puede ser mayor. ¿Será esta noche cuando Clara se convierta en mujer? Debe resistir al pesimismo, alejar sus ideas de ese círculo vicioso. Durante la noche no puede hacer nada más que esperar a que amanezca para buscar a Clara, aunque no sabe bien por dónde continuar la empresa. Intenta controlar su miedo y recuerda un cuento con el que arrullaba por las noches a su hermana: el árbol de los arrepentimientos.

 

 

Clara cree poder oír la voz de su hermana en su cabeza. El tono meloso con el que, en el jergón de las Peñuelas donde dormían junto a su madre, le describía el Campo del Moro, el jardín donde, si una sabe buscarlo, puede encontrar el árbol de los arrepentimientos. No es fácil entrar allí, territorio vedado para los ciudadanos de Madrid y de uso exclusivo de los reyes y su familia, pero Lucía conocía un acceso. Hay que entrar por una alcantarilla junto a la Puerta de San Vicente, recorrer el túnel que pasa por debajo del palacio y que desemboca en una cueva del Campo del Moro. Una vez allí, sólo hay que buscar el árbol de los arrepentimientos. No es difícil, es una secuoya, el más alto del jardín.

 

 

Entre estatuas y fuentes, por los paseos del jardín, que es tan lujoso como el propio Palacio Real, le decía Lucía a Clara, una llega hasta la secuoya. Oyó ese nombre en boca de una lavandera del palacio que lo había visto. Le contó también que el árbol tenía casi cien años y era tan alto como un edificio. Le pareció que cumplía los requisitos para ser el protagonista del cuento y por eso lo convirtió en el árbol de los arrepentimientos. Desde su copa, inventó para Clara, una podía atisbar todos los días del pasado. No era fácil escalarlo, pero tampoco tarea imposible. Lucía estableció unas reglas, pues todo cuento en el que hay un elemento milagroso debe entrañar también un peligro; le decía a Clara que, una vez en lo alto de la secuoya, podía elegir un día de su pasado y borrarlo. Eliminarlo de su historia para siempre.

 

 

Clara se va adormilando. Se imagina que trepa la secuoya del Campo del Moro como Lucía le describía, apoyando los pies en ramas que iban surgiendo a los lados del tronco para hacer el ascenso posible. Y, una vez en la copa, todos los días de su vida se desplegaban ante sí en el horizonte. Podía señalar uno y pedirle al árbol de los arrepentimientos que lo hiciera desaparecer, pero el don del árbol sólo se concedía una vez, así que tenía que elegir bien qué día quería borrar. Después de hacerlo, trepar su tronco sería imposible y nunca más podría tener esa visión de su pasado. «¿Qué día elegirías?», le preguntaba Lucía. En la casa de las Peñuelas, cuando su hermana le contaba el cuento, Clara no sabía qué decir. Todavía no había vivido ningún día tan malo como para no querer repetirlo.

 

 

La luna llena viaja por el cielo hasta esconderse detrás de un edificio. Lucía sigue sin poder conciliar el sueño. ¿Qué día de su vida borraría? La pregunta, que cuando eran niñas resultaba inocente, es ahora un acertijo irresoluble: la noche en que murió su madre, o cuando lo hicieron Diego y Eloy; su primera noche en el burdel, padeciendo los empujones del Sepulturero; el día en que se enfrentó a la Bestia y, al llegar a la fábrica de cerillas, Clara había desaparecido. Tal vez lo más inteligente sería eliminar cuando entró en la casa del teólogo Ignacio García y robó el anillo, pero, de repente, le parece que ese día tal vez no fuera tan determinante como siempre ha pensado.

¿Y si el destino era inevitable? ¿Y si, hiciera lo que hiciese, el cólera se habría llevado a su madre, la rabia de los madrileños a Eloy, los intereses de los carbonarios a Diego? ¿Y si, por el anillo o por cualquier otra razón, Clara estuviera predestinada a ser una víctima de la Bestia? Recuerda a los curas que ensalzan el plan divino, que Dios tiene el futuro de los hombres en sus manos. En ese caso, ¿de qué sirve lo que Lucía haga o deje de hacer por su hermana? Quizá, aunque se subiera al árbol de los arrepentimientos y evitara que la Bestia se llevara a Clara, de alguna otra manera retorcida ella acabaría secuestrada dondequiera que esté. Quizá su muerte esté ya escrita.

Lucía se aparta enfadada de la ventana; se da cuenta de que, al final, como una serpiente, la desesperanza se ha enroscado en ella y no lo va a permitir. Le da igual que esto sea parte del plan de Dios. Va a encontrar a Clara. Y la encontrará viva.

 

 

El día en que llevó el anillo al perista. Ese es el día que elegiría Clara, si estuviera en el árbol de los arrepentimientos. Si hubiera hecho caso a su hermana y lo conservara como el amuleto que le dijo que era, no estaría ahora desnuda, tiritando de frío y sin más abrigo que un jirón de la ropa de su vecina de celda. Los amuletos, si no se usan bien, pueden volverse en tu contra.