¿Qué significa ser mujer? Clara tirita de frío en el rincón de su celda. La sangre ha empapado el jirón de vestido que le dio Miriam. Un coágulo se extiende desde la tela hasta su vagina cuando la separa y se mira con curiosidad los genitales. Le duelen las piernas como si estuvieran a punto de explotar, pero, más allá de ese dolor, no se nota diferente. En las Peñuelas, su madre le hablaba de la transformación que el menstruo obraría en ella: convertida en mujer, preparada para engendrar. ¿Por qué se siente igual de niña que antes del sangrado?
Es posible que haya amanecido. A la mazmorra no llega la luz y las niñas se han instalado en un perpetuo duermevela. En silencio, a la espera de que los encapuchados bajen la escalera en espiral. Cuando eso ocurra, Clara será la elegida. Manchada de sangre, cargarán con ella al piso superior. Recuerda cómo Juana describía a las niñas que aparecían muertas, desmembradas; es imposible imaginar el padecimiento que pudieron sufrir. ¿Qué se siente cuando te arrancan un brazo o una pierna?
La sangre no la ha convertido en una mujer, la ha convertido en una víctima. Tal vez esa sea la verdadera metamorfosis que se produce con la menstruación.
En su poblado miserable, cuando una mujer manchaba sus paños, dejaba de trabajar. Los hombres no querían saber nada de ella y la apartaban de la casa hasta que el sangrado remitía. No le permitían lavarse, decían que eso podría traer enfermedades, pero el verdadero miedo radicaba en lo impredecible que era la mujer durante la menstruación; dominada por el útero, se volvía frágil, su cuerpo se desestabilizaba y también su mente: los demonios podían hacerse fuertes dentro de ella y dominarla. El eterno influjo de la luna y las mareas sobre las mujeres. Más incapaces que nunca, se las forzaba a desaparecer hasta que todo había terminado. Casi todas lo aceptaban sumisas. Lucía, no.
A pesar de las órdenes de Cándida, su hermana seguía saliendo a jugar a la calle, pasaba el día fuera y no regresaba hasta que caía la noche. «¿Qué tiene de malo mi sangre?», le preguntaba a su madre cuando esta la reconvenía por no guardar reposo.
Ahora, en esa celda sucia, enterrada en algún rincón de Madrid, Clara cree entender mejor a Lucía: el mundo se empeña en apartarlas, en convertirlas en seres dependientes, siempre enfermas: en víctimas que deben ser cuidadas. En los cuentos que su hermana le murmuraba cada noche a la hora de dormir, las mujeres no eran así: eran ellas las que descubrían la ciudad secreta de los judíos, el lenguaje de las nubes o la fuente del dinero. Eran ellas las que llegaban hasta el árbol de los arrepentimientos y lo escalaban. Pero, precisamente por eso, piensa Clara, eran cuentos. La vida no es así. En la vida, las mujeres están siempre encerradas en una mazmorra, esperando que alguien les permita salir. Pocas veces para bien, en la mayoría de las ocasiones es para aprovecharse de ellas, para utilizarlas, para hacerles daño.
Un sollozo rasga el silencio. No tiene fuerzas para averiguar qué sucede en la mazmorra. Una niña intenta contener un llanto, pero no lo logra y, como espasmos, deja escapar gemidos. Clara apoya la cabeza contra la piedra y cierra los ojos. Ojalá pudiera dormir para siempre. Despertar entre las nubes, volando al lado de Cándida. Dos pájaros de colores, libres al fin.
—¡Está sangrando!
El grito de Miriam le hace abrir los ojos. ¿Cómo ha podido descubrirla? Se arrebuja en la esquina, abrazándose a sus piernas.
—¡No te escondas, estás sangrando!
A la nueva acusación de Miriam se une un murmullo creciente del resto de las celdas. «¿Es verdad?» «Acércate a los barrotes.» «¿Qué es eso que hay en el suelo?» Clara teme que la sangre haya llegado a resbalar hasta fuera de la celda, pero no es así. Sigue pegada a su piel.
—¡Dejadme en paz!
Ha sido Fátima quien, con su explosión de rabia, ha hecho callar al resto de las niñas de la mazmorra. Clara se arrastra por el suelo hasta poder ver, al otro lado del octógono, entre la penumbra, la silueta de Fátima, que se aleja de los barrotes y se resguarda en la sombra como un animal amenazado.
—He visto tu vestido. Eso es sangre.
La insistencia de Miriam no permite a Fátima que la situación se olvide. Otra vez, el runrún acusatorio se eleva desde el resto de las celdas. Fátima vuelve a llorar, era ella quien intentaba ocultar su dolor, ya sin fuerzas para contestar.
Un crujido metálico rebota por la mazmorra; un hierro al deslizarse y, justo después, el ruido de la puerta al abrirse. El resplandor ámbar de un candil diluye las sombras conforme un hombre encapuchado desciende la escalera en espiral. Tras él, otros dos hombres cargan el barreño donde las sumergirán en el agua cargada de flores aromáticas. Conocen el ritual y, de repente, el silencio se ha vuelto a adueñar de las niñas.
—Desnudaos.
La orden no tiene el efecto deseado. La voz, aunque masculina, no es la misma que se lo ordenó en anteriores ocasiones. ¿Qué importa? Con las capuchas, todos los hombres son iguales. Todos quieren lo mismo.
—¡He dicho que os desnudéis!
Algunas obedecen ahora; se quitan los harapos que las cubren, pero Clara nota el temblor que se ha instalado en las celdas. Como si caminaran por el filo de un cuchillo; a punto de caerse, a punto de vencer una última resistencia. La voz de Miriam suena inflamada de vergüenza.
—Está sangrando.
El encapuchado se gira hacia la celda de Miriam. La espita se ha abierto y nadie podrá cerrarla. Se oye el llanto de Fátima, completamente rota.
—¿Quién está sangrando?
En dos pasos, el encapuchado se ha situado frente a los barrotes. Clara no puede culpar a Miriam: ¿por qué hay que exigirle a nadie que sea capaz de vencer el miedo a la peor de las muertes? Sólo está luchando por su vida, aunque sea por una noche más. Tal vez, en otras circunstancias, ella habría hecho lo mismo.
—¡¿Quién?!
A Miriam le cuesta decir «Fátima», señalar con un dedo la celda que hay frente a la suya, consciente de que está enviándola a un matadero.
—Yo.
Clara se ha puesto en pie. Ha dejado el jirón de tela en el suelo. Aferrada a los barrotes, desnuda y congelada, no oculta la sangre que le mancha los muslos. Tiene miedo, pero también piensa que esta es la única manera de acabar con ese miedo: enfrentarse a su final lo antes posible y, al mismo tiempo, regalarle a Fátima y las demás niñas un día más de vida. Quizá sea esto lo que significa ser una mujer.