A Augusto Morentín le suena la cara del hombre que ha ido a verle y, casi de inmediato, recuerda de dónde —difícil olvidar a alguien con un parche en el ojo—, estaba en el entierro de Diego Ruiz. Por eso ha aceptado que se siente a su mesa en la taberna de Paco Trigo, de la calle de la Cruzada, a pesar de su costumbre de almorzar solo en estos tiempos de epidemia.
—Diego Ruiz me comentó alguna vez que usted venía a menudo aquí.
—Una gran pérdida, y no sólo hablo del periodista. Me temo que ambos echamos de menos al amigo.
El tabernero sirve una frasca de vino de Valdepeñas con dos vasos y un plato con unos trozos de queso manchego.
—Pruebe el vino, de los mejores que se pueden tomar en Madrid.
Donoso Gual, poco acostumbrado al trato con personas como Morentín, no se atreve a hablar sin antes cumplir con lo que parece una orden del director de El Eco del Comercio.
—Dígame, ¿por qué me buscaba? Supongo que tendrá que ver con Diego. ¿Dejó alguna deuda, quizá? Nunca fue un buen administrador de lo poco que ganaba. Supongo que me siento responsable, así que no me importaría ayudarle.
—No, no es nada que tenga que ver ni con deudas ni con el dinero, sólo con su memoria y su amor por el trabajo. Tenga.
Morentín reconoce de inmediato la letra picuda del periodista en las cuartillas que le entrega el hombre tuerto.
—Es el último artículo de Diego Ruiz. Versa sobre los carbonarios: estaba convencido de que andaban detrás del asesinato de las niñas que han aparecido desmembradas en los alrededores de la Cerca.
—¿Dónde ha encontrado esto?
Donoso no le cuenta sus penalidades del día anterior, cuando al salir del lazareto de Valverde buscó refugio en la taberna de Traganiños y se calentó el pecho con un par de aguardientes. No le cuenta que ni el licor pudo apagar su tristeza, ni que, perdida Grisi, la nostalgia por Diego se hizo tan presente que le dolían las piernas. Que necesitaba al que había sido su amigo para descargar en él su derrota: ese fugaz sueño de un futuro al lado de la actriz que se había desvanecido.
Pero sí refiere, en resumen, que al amanecer por la mañana, arrastrado por esa marea, paseó hasta la casa de los Fúcares. Basilia le contó el encontronazo que había tenido con la niña al echarla de la casa de Diego, donde ahora vivía un seminarista. Enredadas en el fondo de un saco, la casera le entregó las pocas pertenencias que quedaban del malogrado inquilino. Poco después, ya en su casa, el tuerto las fue sacando. Cada objeto contenía un recuerdo: una aventura amorosa del periodista, una noche de vinos sin fin, una búsqueda de un testimonio para alguno de sus artículos. Luego, su mirada se detuvo en las cuartillas de ese artículo inacabado y Donoso se sintió culpable: necesitaba a Diego para que le ayudara a él, nunca se había planteado que, aunque estuviera muerto, él también podría ayudar al que fuera su mejor amigo. Por eso, con las cuartillas sobre la Bestia bajo el brazo, decidió ir en busca de Morentín. Para acabar el trabajo que la muerte impidió a Diego terminar.
—La Bestia: durante sus últimos días no hablamos de otra cosa.
—Esa Bestia no era Marcial Garrigues, el gigante que dicen que mató una prostituta de la Leona. Bueno, era y no era. Parece que Marcial no era más que el brazo ejecutor de la sociedad secreta.
—El mismo día de su muerte vino a pedirme consejo para documentarse sobre los carbonarios; yo le ayudé hasta cierto punto, claro. Nadie que no haya estado dentro puede decir qué piensan o qué hacen realmente en esas sociedades.
—Es posible que intentar entrar en ella le costara la vida.
El director del periódico lee por encima las cuartillas mientras Donoso le observa sin atreverse a decir nada.
—Verá, Donoso, hay un problema. El artículo está sin acabar y falta lo más importante: demostrar que lo que dice en él es verdad. Y Diego ya no está en condiciones de hacerlo.
—Diego no faltaba a la verdad en lo que escribía. Merece que se publique su último artículo. Por su memoria.
—Comparto la tristeza por su pérdida, pero soy el director de un periódico y lo único que lo diferencia de otros libelos es que en El Eco del Comercio no aparece un artículo sin contrastar. No puedo lanzar a la calle este compendio de conjeturas. Son llamativas y, si se confirman, es urgente que las autoridades intervengan. Pero necesitaría que estuviera acabado. Necesitaría el testimonio de los implicados.
El director le devuelve las cuartillas a Donoso. El expolicía evita cogerlas con un leve gesto y se pone en pie.
—No se niega a publicarlo porque falten datos. Se niega a hacerlo por cobardía.
—No le voy a consentir que me ofenda.
—No se lo digo como insulto, sólo para que reaccione. Todos somos cobardes, yo el primero. Cada día de mi vida. Usted lo está siendo porque teme la reacción que pueden suscitar esas palabras. En cambio, Diego lo tenía claro: si lo que escribía no ofendía a nadie, si no señalaba y remediaba una injusticia, no valía la pena escribirlo.
—No creo que la temeridad de Diego sea un ejemplo a seguir.
—Vivió con la cabeza bien alta. Había veces que me parecía un lechuguino, pero le reconozco que era un hombre sin miedo. Pocos he conocido tan íntegros y tan desinteresados como él.
Morentín vacía su vaso de vino y lo saborea unos instantes. Tuerce el bigote mientras observa a Donoso.
—Puede que tenga razón. Pero no es miedo lo que me hace rechazar el artículo, es prudencia.
—Don Augusto, yo he visto los cuerpos de esas niñas: descuartizados, salvajemente torturados. Soy el primero que ha querido mirar hacia otro lado, pero no puedo. Cuando me voy a la cama por la noche y cierro el ojo que me queda, vuelvo a verlas; para dormir tengo que tomarme varias copas de aguardiente... No caben ni el miedo ni la prudencia. Hay que parar esto.
Morentín vuelve a coger los papeles, parece recapacitar.
—Si quiere rematar el artículo, busque a la actriz...
—Grisi.
—Sí, ese era su nombre. Diego me la trajo una vez, esa mujer parecía delirar, pero, en vista de lo que hay aquí escrito, es posible que tuviera más información de la que nos dio.
Donoso deja escapar una risa amarga, una reacción pesarosa que no pasa desapercibida al director del periódico.
—¿La conoce?
El tuerto asiente con tristeza.
—Se la llevaron ayer diciendo que estaba enferma de cólera, que la iban a encerrar en el lazareto de Valverde, pero allí no está. Quizá la hayan hecho desaparecer porque sabía demasiado. O quizá...
—¿Quizá? —le anima Morentín a continuar.
—Quizá simplemente se haya cansado de que la cuide. No hay más que mirarme un instante para confirmar que no soy buen partido.
—¿Ha buscado en el saladero de tocino? Lo han convertido en hospital para el cólera. Llevan una semana derivando enfermos allí.
—¿El de la plaza de Santa Bárbara? ¿La cárcel del Saladero?
—Sí. Conozco bien al director; le enviaré una nota para que le permitan entrar a buscarla. Quizá lo que ella tenga que decir sirva para atar los cabos sueltos que dejó Diego. Entonces, puede estar seguro de que publicaré su artículo.