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—Vas a odiarme cuando te cuente la verdad, pero es lo que merezco. No soy inocente, soy tan culpable como el resto de los miembros de la sociedad secreta.

El discurso de Grisi deja aturdido a Donoso. Todo es mucho más cruel de lo que él podía prever.

—Conocí a Asencio de las Heras cuando actuaba en París: era el cónsul de España. Un día vino a verme al teatro, después me mandó un ramo de flores enorme, y accedí a cenar con él. Me llevó a sitios en los que yo nunca había estado, los mejores restaurantes y los lugares más exclusivos de la ciudad. Me convirtió en su amante, fue con Asencio con quien visité el primer fumadero de opio, en Le Marais... No era como el de la calle de la Cruz, aquí en Madrid, donde te tumbas en un colchón maloliente. Allí todo era lujo, el chino encargado del local te preparaba el opio en una pipa labrada en plata... Maldito el día en que fumé mi primera pipa, pero no fue eso lo único que me mostró, también me introdujo en el círculo íntimo de su sociedad secreta.

Grisi se calla, como si lo que ahora debía decir fuera lo más costoso que ha tenido que revelar en toda su vida.

—¿Los carbonarios? —Donoso la anima a que prosiga.

—Sí. Yo lo acompañaba a las reuniones de la sociedad, que me parecían bastante aburridas. Hasta que todo empezó a cambiar. En aquella época el cólera ya había llegado a París. Existía el rumor de que había una cura, pero sólo un grupo de elegidos podía acceder a ella. Y Asencio me presentó en ese grupo siniestro.

—¿Por qué siniestro?

Los brazos de Grisi, esqueléticos, emergen de la sábana y agarran a Donoso con fuerza.

—Yo no sabía lo que se hacía en esos rituales, tienes que creerme. Yo no lo sabía...

—Tranquila, Grisi. Cuéntame cómo eran.

—Se celebraban en una sala abandonada de la cárcel de La Force. Éramos doce, llevábamos unas capuchas, por lo que, aparte de Asencio, no sé quiénes eran los demás. Quizá ni siquiera fuéramos siempre los mismos. Había un Gran Maestre que oficiaba el rito. Ignoro si en las reuniones de Madrid es el mismo o hay uno distinto, no he asistido nunca a las de aquí. Trajeron a una niña desnuda y la ataron a una cruz, una niña que acababa de menstruar por primera vez. En un cáliz recogieron un poco de su sangre y la mezclaron con un brebaje siguiendo una receta como de brujería... El «filtro de sangre», lo llamaba Asencio. Estaba convencido de que esa sangre le protegía del cólera.

—Esas son creencias medievales.

—Después de sacarle la sangre, la niña era sacrificada. —Un sollozo ahoga la voz de Grisi, que tarda unos segundos en continuar—: La despedazaban para deshacerse de su cuerpo impuro y alcanzar la inmortalidad ante el cólera.

Donoso no quiere interrumpirla. Ella le está hablando de París, pero es exactamente lo mismo que ha estado sucediendo en Madrid. Es lo que Diego llamaba «los crímenes de la Bestia».

—Cuando vi lo que hacían, me quedé paralizada, no sabía cómo reaccionar, esa gente me daba miedo. Ya nunca más volví a una reunión y tampoco al teatro. Estaba obsesionada con lo que había visto y sólo había un sitio en el que podía relajarme: el fumadero de opio de Le Marais. Todo lo demás me daba igual, hasta mi hija, que vivía conmigo en París y pasaba el día entero abandonada. A veces estaba días sin volver a nuestra buhardilla y ella comía gracias a la bondad de la portera del edificio, una valenciana que llevaba viviendo en París desde niña. Es mejor que no sepas las cosas que hice aquellos meses, te asquearía enterarte.

Donoso espera con paciencia a que ella continúe su relato, sin forzarla; adivina que pronto retomará el asunto de las niñas.

—Asencio me encontró en el fumadero, me hizo ver que, una vez dentro, ya no podía abandonar la sociedad. Pero yo no quería volver a pisar ese lugar nunca más. Y entonces mi hija desapareció...

—¿La secuestró él para comprar tu silencio?

—Fue sacrificada en uno de los rituales. Cuando apareció su cuerpo, despedazado, lo entendí todo. La habían secuestrado para fabricar ese filtro... Me hundí, me volví loca, lo único que me permitía soportar la vida era el opio. Perdí mi trabajo en el teatro, me llegué a prostituir para pagarlo. Dejé de ir al fumadero de Le Marais para ir a otros más miserables, en Montmartre, en Pigalle... Un día, creí que podría superar todo esto y volví a Madrid dispuesta a dejar el opio, regresar al teatro, vivir, aunque fuera con el dolor del recuerdo de mi hija.

El llanto hace que se detenga, Donoso le pide que descanse, que se lo siga contando mañana, pero Grisi se empeña en llegar al final del relato.

—Fui a ver a Juan Grimaldi, el director del Teatro del Príncipe. Le conocía desde hacía años y sabía que le gustaba mi forma de actuar. Conseguí que me diera un papel de protagonista en su siguiente obra, empecé los ensayos... Fue entonces cuando leí un artículo en el periódico sobre la aparición de una niña descuartizada, lo firmaba El Gato Irreverente. De inmediato supe que era lo mismo que había conocido en París. Averigüé que, bajo ese seudónimo, estaba Diego, no era un gran secreto, así que conseguí su dirección y fui a verle. Al día siguiente, Asencio de las Heras reapareció, me estaba esperando a la salida del teatro, después del ensayo. Me amenazó y me obligó a subirme con él en su carroza. Aquella noche conocí el fumadero de la calle de la Cruz y eché por tierra los meses que llevaba sin consumir. Volví a ser una presa del opio y de ese hombre...

—¿Por qué no me lo contaste? Podría haberte ayudado.

—Cuando fui a ver a Diego a su casa, quería hacer las cosas bien, te lo juro. Quería ayudar para que lo que pasó en París no se repitiera en Madrid. Pero el artículo mencionaba a una niña decapitada junto al Sena, y Asencio supuso que ese dato se lo había dado yo. Por eso vino a buscarme y me amenazó de muerte si contaba lo que sabía.

—Ese hombre fue tu amante, tu protector. ¿Querías volver con él? ¿Por eso no le delataste en la casa de Tócame Roque?

—No es verdad, fue por miedo.

—Yo sí le delaté. Le di su nombre al monje y Asencio acabó muerto. ¿Por eso te fuiste, porque él ya no era una amenaza?

—¡No!

—¿Por qué entonces?

—Unos hombres vinieron a por mí y me trajeron aquí.

—¿Pretendes que me crea esa patraña?

—Me trajeron aquí a la fuerza. Y me dan opio, se hacen pasar por médicos y me lo traen.

—Me has engañado, Grisi —dice con amargura—. Me hiciste creer que Asencio era un admirador cuando resulta que era un asesino. Yo le conté todo a Diego y ahora Diego está muerto. Puede que por tu culpa.

—Sólo espero tener las fuerzas suficientes para quitarme la vida. Eso es lo que debería haber hecho cuando mi niña murió.

—Y yo que te quería proponer una vida nueva, lejos de Madrid. Los dos juntos. Qué tonto he sido...

—Debería haber ido a las autoridades y contar todo lo que sabía. Pero les tengo pánico. Están por todas partes, Donoso: una noche seguí a Asencio hasta el palacio de Miralba, creo que es allí donde hacían los ritos. No sabes las personalidades que acudieron. Hay gente muy poderosa en esa sociedad. Soy una cobarde, Donoso. Nada más que una cobarde.

Él asiente con rabia; no va a doblegarse ante Grisi aunque se le hace un mundo darle la espalda y abandonarla en el Saladero a su suerte. Tal vez encuentre la manera de quitarse la vida o, tal vez, los carbonarios la suman de nuevo en la pesadilla del opio. Le da igual, se repite. No puede con la mentira. Su mujer le traicionó en su día y aquel engaño le marcó para siempre. Aquel sufrimiento impregna todavía su alma. No va a admitir otro engaño.

Ya fuera de la sala, Donoso no presencia el llanto suave de Grisi. Son lágrimas de impotencia por no poder amar al único hombre que la ha cuidado en toda su vida.