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Con grilletes en las muñecas, sin su navaja y bajo la mirada de dos de los guardias que le detuvieron, subido en una carroza de la salvaguardia real, no parece posible la huida. Sin embargo, Tomás Aguirre se ha escapado de otras peores; una vez llegó a estar esperando a que un pelotón de fusilamiento acabara con los dos presos que le precedían para que le tocara su turno de ser fusilado. Y aun así huyó. Claro que no fue por nada que él hiciera, sino por la milagrosa aparición de un grupo de carlistas que le sacaron de allí. Hoy, sus correligionarios no podrán echarle una mano.

Al acercarse al pontón de San Isidro, la ruta que han escogido los soldados para salir de la ciudad evitando las grandes puertas siempre llenas de gente, Aguirre ve la única oportunidad. Debajo del puente discurre el río Manzanares, tan poco caudaloso como de costumbre. Es difícil sobrevivir a la caída desde esa altura, pero si no salta, tiene los minutos contados. Cierra los ojos para componer la imagen de un preso resignado, vencido por las circunstancias. Cuando la carroza aminora su marcha para entrar en el pontón, bastante más estrecho que el camino que lleva hasta él, descarga una patada en el guardia que tiene delante y un fuerte empujón al que tiene al lado y salta de la carroza. Cae de costado en el agua, ve pasar balas cerca de él y se pregunta cómo es posible que siga vivo, que el río haya acogido su cuerpo sin haberlo reventado.

Trata de ganar la orilla fangosa buceando, algo difícil con los grilletes en las manos. Los soldados se han apeado de la carroza, uno dispara desde el pretil, dos de ellos descienden por el terraplén para ganar una posición más clara de tiro. Aguirre corre entre los disparos, rezando por que la maleza y la falta de puntería le salven. Siente un fuerte dolor en un costado, aunque en realidad no sabe si es una herida de bala o los ecos de la cuchillada en San Francisco el Grande, que protesta por el esfuerzo.

Llega a la zona de las lavanderas, que lo han visto todo. Las mujeres se organizan en un santiamén para ayudarle; con sus sábanas hacen una especie de pantalla que le permite ocultarse y ganar terreno en su huida. Ojalá pudiera detenerse y agradecerles una a una el capote que le han echado, pero no hay tiempo. El dolor es punzante, el hábito se ha teñido de rojo. Ya no hay duda: una bala le ha acertado y está perdiendo mucha sangre. Necesita ayuda con urgencia, y sólo hay una persona que se la puede prestar.

 

 

Cuando llega a la botica de Teodomiro Garcés al inicio de la calle de Toledo, la encuentra cerrada. Aun así, golpea la puerta varias veces y espera doblado sobre sí mismo, al borde del desmayo. Le arde la frente y tiene la impresión de que el estómago se le escapa por la herida abierta. Unos ojos le observan a través de la veneciana. El boticario sale a la calle, mira a un lado y otro para asegurarse de que no hay nadie y carga con el carlista hasta el interior.

—¿Quién ha sido? —pregunta horrorizado al ver el destrozo de la bala.

—La Guardia Real.

Teodomiro extiende una estera en el suelo y el guerrillero ve cómo saca frascos, vendas y tijeras.

—Primero los grilletes, después me cura la herida.

—No, lo primero es la herida. Si se muere, le va a dar lo mismo tener las manos encadenadas o libres. Además, se la voy a limpiar con alcohol y eso escuece. Prefiero que esté inmóvil mientras le curo...

Aguirre celebraría la broma con una carcajada si el dolor no le estuviera consumiendo. Después de quitarse el hábito, un chorro de alcohol cae sobre la herida y nota una quemazón espantosa, pero él es un hombre acostumbrado a soportar las penalidades sin queja.

—No me creo que no le duela —dice Garcés mientras extrae con sus tijeras tejido de la herida.

—Me duele mucho, pero nada gano gritando. En el frente hay soldados que mueren por gritar cuando están heridos, el enemigo tiene fácil encontrarlos.

—A veces me pregunto si yo sería capaz de defender el carlismo fuera de Madrid. Antes de que usted me conteste, se lo digo yo: no. Creo que nada merece tanto sufrimiento; ni el trono de la futura reina Isabel ni la posibilidad de que Carlos María Isidro acceda a él.

—No estoy para filosofías, dese prisa.

—No soy médico. Le estoy haciendo la cura lo mejor y lo más rápido que puedo.

—Esta noche se celebra un ritual y tengo que impedirlo, o mañana aparecerá otra niña descuartizada.

—Usted se va derecho al Hospital General. Pregunte por el doctor Miramón, no es la primera vez que nos ayuda.

—No tengo tiempo para eso.

—Escúcheme bien. Tal como está la herida, no va a poder salvar a nadie. No creo que pueda llegar al otro lado de la calle.

—Haga la cura. De lo demás ya me ocuparé yo.

Teodomiro separa todo el tejido sano, aplica yodo tintado e introduce varias gasas en la herida antes de apretar el costado con un vendaje compresivo. Cuando termina, se aleja unos pasos, abre una trampilla y vuelve con un hacha. Con un golpe certero, libera a Tomás de los grilletes. Le entrega un viejo blusón y unos pantalones para que se vista.

—Si no quiere ir al hospital, no lo haga. Pero al menos descanse hasta que le baje la fiebre. Las primeras horas son fundamentales.

Aguirre asiente. Le arde el cuerpo, todo el rostro se le ha perlado de sudor. El boticario recoge los utensilios. Las manchas de sangre tendrá que fregarlas con agua jabonosa, pero lo primero es acondicionar un jergón para el descanso del guerrillero. En esas está, ahuecando una almohada, cuando oye el ruido de la puerta. Se asoma a la botica a tiempo de ver a Tomás cruzando la calle, renqueante.