La primera vez que Lucía tuvo que atravesar la Cerca de Madrid por un túnel excavado en el suelo, a finales de junio, recibió la ayuda de una carrerista que prestaba sus servicios en una pequeña y recoleta plazuela. Le cuesta encontrarla porque nunca ha vuelto a pasar por allí, pero su vida de pilla callejera la ha convertido en una buena conocedora de la ciudad. Se orienta bien por el trazado laberíntico. Recuerda que estaba a dos pasos del Campillo del Mundo Nuevo, según se sube por la calle de Mira el Río Baja. En efecto, allí está la plazuela. Y la figura desgarbada con los tacones clavados en el barro es la prostituta de entonces.
—Me he acordado mucho de ti, te dije que fueras a la casa de la Leona, ayer me enteré de que había muerto. ¿No tendrás tú también el cólera?
Lucía le asegura que está sana, y repasa todo lo vivido desde que se conocieron: la subasta en la que la Leona la vendió, los días trabajando en la casa, la muerte de su madre, la desaparición de su hermana.
—¿Es una de las que mató la Bestia? He oído hablar de ellas.
—Creo que todavía puede estar viva. Por eso necesito que me ayudes.
La mujer mira el papel que Lucía se llevó del despacho de Ana Castelar.
—¿Manoir Miralba? No sé qué puede ser. Parece francés.
La carrerista —se llama Rosa, ahora sí que le ha preguntado su nombre— lleva a Lucía hasta una casa a pocas manzanas de allí, en la calle de los Cojos, casi esquina con la de Arganzuela.
—Aquí vive la Francesa. No sé cómo se llama, todas la llamamos así: la Francesa o la Gabacha. No sé si estará libre, ya sabes que las francesas tienen muchos clientes; como hacen de todo...
Lucía no sabe a qué se refiere, pero su nueva amiga la va ilustrando por el camino. La Francesa lleva ya tres años en Madrid y hasta ha podido comprarse una casa baja en el barrio.
—Hay cosas a las que las españolas no nos rebajamos, pero las francesas no le hacen ascos a nada, por algo le llaman «hacer el francés». Y la verdad es que nos lo deberíamos pensar porque a los hombres les gusta. A mí me daría igual hacerlo, si lo pagan...
Como Rosa preveía, la Francesa está ocupada y tienen que esperar a que su cliente, un hombre joven con ropa de trabajador, salga de la casa.
—Francesa, necesitamos tu ayuda.
Ni siquiera en el burdel de la Leona había visto Lucía a una mujer así: alta, morena, con los labios pintados muy rojos y un escote que deja a la vista sus pechos. Las recibe con amabilidad.
—¿Queréis tomar un té?
—No, sólo que nos digas si esto que hay en el papel es francés.
La mujer lo coge y le echa un rápido vistazo.
—Sí, es francés. Manoir Miralba es «palacio de Miralba». Y samedi 26 es «sábado 26». O sea, hoy.
Lucía se pone nerviosa. La voz de Ana Castelar resuena en sus oídos. «Esta noche tengo una cita con Clara...» No hay tiempo que perder.
—¿Dónde está el palacio de Miralba?
Ahora es Rosa quien da la respuesta.
—Palacio de Miralba, una vez estuve allí, pero hace ya tiempo: un estudiante quería hacerme creer que vivía allí. Es un palacio abandonado cerca de la Puerta de Alcalá, del otro lado de la Cerca, por donde la plaza de toros.
—Tengo que ir. Tengo que llegar lo antes posible...
—¿Cómo? No pensarás ir corriendo.
—¿Qué más da? No tengo dinero para un simón.
—Te iba a costar por lo menos dos reales. Te dejaría si tuviera, pero hoy no he hecho ningún cliente todavía.
Las dos miran a la Francesa.
—Ah, no... Habéis venido a que os ayudara a leer una cosa y lo he hecho. No querréis encima que os dé dinero...
—Te juro que volveré a devolvértelo.
—Merde, merde, merde...
Lucía deja a las dos mujeres en la casa. Lleva cinco reales en el bolsillo y se promete a sí misma que cumplirá con su palabra. Si logra salir con vida, le devolverá el dinero con creces a la Francesa.
El simón que ha encontrado en el mismo Campillo del Mundo Nuevo sólo puede llegar hasta la Puerta de Alcalá. Para salir de la ciudad necesitaría un salvoconducto que, evidentemente, no tiene. El cochero le señala dónde está el palacio, al otro lado de la Cerca. Lucía nunca ha entrado o salido por esa zona, pero sabe que en el subsuelo no hay controles de las milicias y es posible que alguna alcantarilla desemboque en el palacio de Miralba. Tiene que encontrar a uno de los matuteros que trabajan por allí para que le indique el camino, pero de noche no es fácil topar con uno. Resignada a la evidencia de que está sola, de que nadie la va a ayudar, piensa deprisa.
Necesita una luz para orientarse en la oscuridad de la alcantarilla. La solución es robar alguno de los faroles que iluminan la zona, justo delante de los edificios del Real Pósito de Madrid, las alhóndigas, los molinos y los silos de grano y otros alimentos que dan de comer a la ciudad. Allí hay también tahonas y a esa hora se está horneando el pan que se distribuirá por todo Madrid al día siguiente. Aunque muchas veces ha sentido miedo al pasear de noche por las calles desiertas que tanto le recuerdan a la última pesadilla que tuvo, se arma de valor. Se agencia un farol, aspira el olor a pan que proviene de un obrador y no le hace caso al rugido de sus tripas, ya recuperadas de la indigestión.
Levanta la tapa de una alcantarilla y baja a las cloacas por los peldaños de hierro sujetando el farol con una mano. La fetidez inunda el canal, pero ella avanza decidida contra la corriente de heces, con el agua hasta la cintura. Ha calculado los pasos que necesita para estar al otro lado de la Cerca. En un recodo de la piedra distingue el brillo herrumbroso de los escalones. Sube al exterior para comprobar dónde está. Se ha orientado bien, está fuera de la ciudad cercada y a salvo de los controles de las milicias. No muy lejos se alza la fachada del palacio: una especie de barco como los que viajan hasta América —un chico de las Peñuelas que había estado en Cádiz se lo había descrito—, varado en las sombras de la noche. Decide volver a bajar, no está muy lejos. Seguro que existe un acceso subterráneo.
Prueba por uno de los túneles, pero esta vez su intuición le juega una mala pasada. Es un túnel ciego. Retrocede y se extraña al dar con una oquedad muy angosta que la obliga a reptar. Se ha perdido. Una rata la ataca al sentirse amenazada por sus avances, pero se protege con el farol y se salva por los pelos de llevarse una dentellada. La farola da menos luz cada minuto que pasa, se le está acabando el aceite. Con un último impulso consigue atravesar la parte más estrecha del túnel. Ahora se abre a un vestíbulo de piedra por el que resbala una cascada de aguas fecales.
Sosteniendo el farol tembloroso, empapada, sucia, con las manos y las piernas surcadas de arañazos, la cara llena de barro, se asoma a la cascada. Hay una bifurcación detrás de la caída del agua. No sabe dónde está, pero es la única forma de continuar, si no quiere desandar el camino. Se mete en el agua pútrida y cruza al otro lado de la cascada. De los dos ramales, hay uno que la haría retroceder hasta el punto de partida, según le dice su sentido de la orientación. El otro debería conducir al palacio, pero la fuerza a agacharse para pasar. Es lo que hace, está segura de que ese ramal es el camino correcto. Avanza penosamente a gatas, hasta que llega a una zona donde se puede incorporar. Entonces se apaga el farol y se queda completamente a oscuras.