—Escucha, madrecita: voy a matar al rey y vuelvo.
—¿Cómo dices, mi chiquitín?
—Al rey, que voy a matar al rey y cuando lo mate vuelvo otra vez a tu lado.
—¿Al rey? ¿Pero a cuál de todos, mijito: al de bastos, al de copas, al de espadas o al de oros?
—Así que ésas tenemos, ¿eh, mami?; pues, mira, te vas a chinchar porque, por si te interesa saberlo, no voy a matar a ningún rey de la baraja, sino a un rey de verdad, a un rey de carne y hueso, voy a matar nada más y nada menos que… tachán… tachán… ¡a nuestro rey!
—¿A nuestro rey? ¿Pero es que en la actualidad, a estas alturas de la historia, todavía quedan reyes por ahí?
—¿Cómo que si quedan? ¡Claro que quedan reyes! Lo que pasa es que éste al que me refiero lo más seguro es que viva lejos, muy lejos de aquí, a cientos y cientos de kilómetros de distancia, o pude que más lejos todavía, pero ten la seguridad de que no voy a descansar hasta dar con él y ese día, sí, ese día, ese glorioso día, madrecita mía, su corazón, ese corazón tan lleno de estiércol y de lombrices, se detendrá para siempre de los siempres: pata-pata-poooffff, y cuando ya ni respire ni bable ni pestañee, echaré a correr y a correr y a correr, a correr de vuelta a casa para procurar llegar a tiempo a las fiestas del 15 de agosto, a nuestras fiestas, a las fiestas de Santa Susana Niña, para celebrarlo por todo lo alto, para vestirme de domingo con esas ropas tan bonitas que tú sabes hacerme y bailar contigo en la plaza, dando vueltas y más vueltas… como si fuéramos novios… y riéndonos… ¿Te parece buena idea? Di, ¿te gusta que bailemos como te digo y que nos riamos y que no paremos de dar vueltas y vueltas y vueltas para festejar que ya no hay rey? Di, madrecita, ¿te gusta que giremos como si estuviéramos locos de alegría?
Amanecía con tal prodigalidad de alegres colores que era como si hubiera explotado un papagayo en el horizonte o una cacatúa o una cotorra o cualquiera de esos pájaros caribeños a los que parece que les ha caído un bote de pintura encima. Y engastado en ese amanecer en technicolor, el pequeño echó a correr por la frondosidad del bosquecillo de higueras de su casa, con una jaula en la mano de palomas amaestradas, azules, grises y blancas, palomas zuritas y torcaces que hacían mofletudos ruidos de bebé: gu, gu, hinchando y deshinchando el buche como si fueran los globos que vendían los tenderos en la festividad de Santa Susana Niña, las fiestas patronales de la aldea.
Apenas había dado unas zancadas cuando frenó en seco, levantando una gran polvareda, regresó entre toses de arena hasta donde estaba su madre y le dijo: «Jo, madrecita, con las prisas, por poco me voy sin decirte que te quiero mucho mucho muchísimo, infinito y más que infinito, que eres la persona más linda del mundo y la más divertida y la más amorosa y la más bonita y no sé qué más decir porque si digo más cosas me voy a poner a llorar y un hombrecito como yo no puede o no debe o ni puede ni debe llorar a plena luz del día» y se aupó sobre las puntas de sus pies y le pidió, mimosón: «Dame otro beso de despedida, madrecita, otro más, pero esta vez con ruido», y tras recibir no uno, sino dos, tres y hasta cuatro besos con ruido de labios, echó a correr, franqueó el arco de la tapia de adobes que ceñía esa aldea blanca llamada la aldea de Doña Sancha y se hundió en una oceánica planicie de cereal tostado que se extendía más allá del infinito en una monotonía visual que solo conseguía distraer la presencia esporádica, en la cima de los cerros, de destellantes joyas arquitectónicas de la Edad Media. Y qué joyas. Como una ofrenda celestial, ahí estaba el vecino castillo de Doña Sancha, que había ofrecido su identidad bautismal a la aldea, y el de Doña Toda la Grande y el de los Cuatro Donceles Yacentes y el castillo de los Condestables de Labrazno y el de los Nueve Infantes de Monterrubio y el castillo de Baltanás del Infantado y el de Garcirrodrigo… y más y más y más… castillos y más castillos… tantos que se decía que la luna quedó abollada la noche en que se dio un cabezazo contra las almenas de uno de ellos.
—¡Toma una manzana para el camino! —alcanzó todavía a gritar su madre a la puerta de la casa, entre burlonas risas teñidas de cariño—. ¡Una manzana de esas que a ti tanto te gustan, mi vida! ¡Una manzana que ya está en sazón, bien madurita! ¡Una manzana refrescante/refrescante! ¡Toma una manzana, mi niño! —Así dijo su madre, y no había acabo de decirlo del todo cuando el sol comenzó a derretir las letras de la palabra manzana, las vocales y las consonantes, como si fueran de manteca antes de que llegaran a oídos de su hijo. Derritió sus sílabas:
Man…
…za…
…na…
Y es que, aunque era el mes de enero, en esas tierras del cereal siempre era verano o estío, estío o verano, tanto da, y siempre el sol abusaba de su poderío calorífico y siempre había pájaros estivales y siempre los campos estaban alfombrados de espigas doradas, tan doradas tan doradas que aquel ámbito fantástico bien podría compararse con una hoguera de una incandescencia volátil.
El mes de enero era, sí.
El día nueve.
El nueve de enero de 2020, una fecha con unos números tan airosamente dispuestos, tan alegremente repetidos (20 y 20) que en la aldea los vecinos y las vecinas, todos ellos, profetizaban que a lo largo del año era más que seguro que iba a suceder algo de unas dimensiones extraordinarias, un acontecimiento apoteósico, fuera de lo común (¿una tragedia?, ¿un milagro?), no se sabía qué, pero, se tratara de lo que se tratara, seguro que iba a dejar boquiabierto al mundo entero, al borde del shock, una creencia tan extendida que hasta el propio niño, antes de despedirse de su madre, le había dicho: «Madrecita, ¿sabes qué es eso tan llamativo que va a ocurrir este año de números tan redondos, di, lo sabes? Pues lo que va a ocurrir es que yo, tu único hijo y el más querido de todos, voy a matar al rey, sí, sí, ten la confianza de que eso será lo más espectacular que va a pasar». Y luego se fue y su madre allí se quedó, riendo de la inocencia de su pequeño, sin sospechar ni por un segundo que esa fecha, en principio tan anodina, habría de recordarla, dígito a dígito, letra a letra, por las mañanas, por las tardes y por las noches, a todas las horas, momentos y situaciones del día.
EL NUEVE.
DE ENERO.
DE 2020.
Y es que pasó una semana, con sus siete días, sin tener noticias de su hijo. De su niño. De su chiquitín.
Y dos semanas.
Y tres.
Y cuatro.
Y cinco.
Y seis.
Y siete.
Y ocho semanas.
Y un mes.
Y dos meses.
Y tres meses.
Y cuatro meses.
Y cinco meses.
Y seis meses.
Y al séptimo mes, al séptimo mes de su partida para matar al rey, hoy mismo, 15 de agosto de 2020, esta misma mañana muy de mañana, cuando los gorriones todavía tenían los párpados arrugados por el peso del sueño, por fin ha regresado, cumpliendo, de entre todas las que hizo a su madre, por lo menos con la promesa de presentarse justo/justo el día de Santa Susana Niña, en plenas fiestas patronales, tan bulliciosas desde siempre y tan llenas de sorpresas a cuál más disparatada o divertida o desconcertante o dislocada.
Ha llegado el niño a la aldea envuelto en un aguacero de luz, tras haber caminado durante días y días a través del mullido trigo, descansando a la sombra de los castillos medievales y sofocando la sed en pozos de abandonadas haciendas feudales que, entre los espejismos del sol, aparecían y desaparecían, parpadeantes, como si fueran fantasmas jugando al escondite. Ha venido siguiendo la bella melodía que, desde el patio de la casa, su madre ha silbado para guiarle entre esa enormidad amarilla, para indicarle con precisión en qué punto exacto se hallaba la aldea. Y cuando a lo lejos ha visto las casas, encorsetadas por la tapia de adobes, ha echado a correr para llegar cuanto antes ante su madre para besarla y abrazarla y levantarla en el aire y volverla a besar y reír, reír los dos juntos, y decirle: «¡Ya estoy aquí, mi linda! ¡Vamos a bailar, que hoy es Santa Susana Niña! ¡Santa Susana Niña, madrecita, nuestra querida patrona!»
¡Siete meses llevaba su madre esperándole! Y eso que el día que se despidió de ella tenía la seguridad de que para la hora de la merienda ya estaría de vuelta, tras comprobar con sus ojos infantiles que los castillos que menudeaban en las lomas cercanas, también el de Doña Sancha, estaban vacíos, todos vacíos, y que en ellos no vivían reyes a los que ajusticiar, ni reinas ni bufones ni caballeros ni arqueros ni alabarderos ni ninguna persona de carne y hueso ni legendaria ni imaginada, ni inventada ni literaria.
Por eso reía cuando le ofreció una manzana para el camino. Una…
…man…
…za…
…na…
Pero pasaron las horas y no llegó. Las horas de la tarde y las horas de la noche. Las horas del primer día y de los siguientes. Y preocupada ante la temeridad de que hubiera naufragado en esa alfombra sin sendas que era esa pleamar de cereal rubio que rodeaba la aldea de Doña Sancha, se asomó a las ventanas de la casa que daban al Norte en su busca. Pero allá a lo lejos, la madre vio muchas cosas, pero no a su hijo.
Vio pasar una romería de animales circenses pastoreados por más de veinte payasos amarillos.
Vio jirafas dando volteretas.
Y cebras pedaleando sobre triciclos de unas dimensiones disparatadas.
Y elefantes bocabajo, botando sobre su trompa: poing, poing.
Y leones volando en parapente.
Y una bandada de loros cantando con un azucarado acento carioca.
Y un oso haciendo magia con un capirote estrellado sobre su cabeza.
Y un avestruz cantando ópera.
Y cuando terminó de pasar aquel circo alucinante de los payasos amarillos, no vio nada más. Solo trigo. Hectáreas y hectáreas de trigo.
Así días y días.
Semanas y semanas.
Y cuando al azar se le antojaba exhibir ante sus ojos un bando de palomas, palomas blancas y grises y azules, se ponía muy contenta, pensando que se trataba de las palomas de su hijo, pero las aves, tras revolotear un rato en acrobáticos tirabuzones en torno a su cabeza, se deshacían como terrones de azúcar y dejaban de existir disueltas en el fuego de la tarde.
Así una y otra vez. Las palomas aparecían y desaparecían. Una y otra vez. Tantas que llegó el momento en que a la madre se le agotó la paciencia y tomó la determinación de salir a buscar a su hijo por donde hiciera falta. Se puso un bonito vestido color limón, un broche dorado que imitaba un harpa musical, unos zapatos con hebillas resplandecientes, se maquilló sucintamente, domesticó sus cabellos con agua de colonia y, abriéndose paso entre las espigas, fue al viejo apeadero ferroviario con un cestaño de frutas en la mano y, sentada en uno de los bancos del andén, frente a las oxidadas vías de hierro, se puso a esperar al tren, quieta como un maniquí mientras, en el cielo sin nubes, el sol relinchaba su furia desatada. Iba a viajar hacia el Norte hasta dar con su hijo. Pero el tren de la mañana no vino. Tampoco el de la tarde. Ni el de la noche. Ni ese día ni los siguientes. Estuvo una semana de espera. Dos. Tres semanas. Cuatro, mordisqueando las frutas como un ratoncillo blanco. Y a la quinta, y otra vez por sorpresa, se volvió a hacer presente el bando de palomas, esas palomas fruto de los espejismos de los campos de cereal, y, como de costumbre, después de revolotear en torno a su cabeza un buen rato y en una coreografía ya conocida, se fueron disolviendo todas, una detrás de otra, como terrones de azúcar, se fueron disolviendo todas, ¡todas menos una!, una paloma de tonos cenicientos que, en un gesto de amistosa familiaridad y tras mostrarle sus plumas de verdad, su pico de verdad y sus ojos de verdad, inició un majestuoso descenso hasta posarse sobre uno de sus hombros con un papel enrollado en una pata que decía: «Mi linda, te quiero mucho, mucho, mucho, muchísimo, infinito, y me acuerdo mucho de ti y yo estoy bien y como te prometí intentaré estar allí contigo para las fiestas de Santa Susana Niña. Porque tenemos que bailar en la plaza. ¿A que sí? Dando vueltas. Y riéndonos. Riéndonos y dando vueltas. Abrazados los dos, tú y yo, como si fuéramos novios. ¿A que sí, madrecita? Pero antes tengo que matar al rey, porque todavía no se me ha presentado la ocasión de poner fin a sus días y a sus fechorías».
Y entonces, nerviosa y confundida, o confundida y nerviosa, la madre se levantó del poyo de cemento de la estación del tren y corrió hasta la casa y enfiló hacia su cuarto de costura, donde, con una sonrisa navegando serenamente por su cara, retomó su abandonada tarea con una pasión renovada y con el decidido propósito de coser las mejores ropas para su hijo a fin de que las luciera en las fiestas de la niña Santa Susana y fuera el más guapo de todos.
«Por eso va a pasar a la historia este año, 2020 (20 y 20), porque mi niño será el niño más guapo del baile», exclamó gustosa la madre. Y, dicho y hecho, se puso manos a la obra y, desde primeras horas del día, ya estaba afanada sobre su bien aceitada máquina Singer y, pedaleando con un ritmo sedante, comenzó por ampliar las ropas de fiesta de su hijo de otros años, alargando ligeramente mangas y perneras, ensanchando hombreras y acomodándolas a las medidas que, según sus cálculos y su imaginación, habría alcanzado tras ese lapso de ausencia.
Y cuando terminó de confeccionar la primera remesa de prendas, la madre, lejos de relajarse, incrementó su creativa actividad textil, diseñando nuevos y más vistosos pantalones y nuevas y más admirables camisas y nuevas y más centelleantes chaquetas. Y todo ello mientras silbaba. Porque su madre estuvo silbando todo el tiempo, desde el primer día, en diferentes momentos y por distintos motivos, y ha vuelto a silbar hoy mismo, esta misma mañana, 15 de agosto de 2020, festividad de Santa Susana Niña. Ha silbado la bella melodía de siempre con la esperanza de que su hijo la oyera. Y así ha sido: su hijo, ya de regreso y extraviado entre el trigo a decenas de kilómetros de distancia, la ha oído. La ha oído nítidamente. Y ha sido siguiendo sus acordes como ha podido orientarse adecuadamente y llegar a su destino.
Eran las once en el reloj de la iglesia cuando la blancura aldeana de Doña Sancha ha inundado sus ojos. Aparentemente, nada había cambiado. Agosto brillaba en toda su ferocidad, con el sol sobrándose en las calles. Todo estaba detenido en el sopor del verano, en el bochorno de los grillos. Era esa hora en que las mujeres, otros años, ya habían desplumado los gallos para hacer caldo de crestas de gallo. Poco después, como si fuera una Mary Poppins campesina, vendría la Salus, la tendera. Vendría como venía siempre a las fiestas de Santa Susana Niña. Vendría colgada a más de cien globos hinchados con helio y, tras aterrizar en la plaza y desplegar las fruslerías de su tenderete, vocearía: «Niños y niñas, vendo agua de coco y de piña y abanicos chinos de papel de seda y huevos de pato con vuestro futuro escrito en su interior. Niños y niñas, alegría, porque aquí está la Salus, vuestra tendera favorita. Y, por si no lo sabíais, estamos en el año 2020, un año mítico y mágico que según pronostican todos los horóscopos habidos y por haber va a ser el mejor de todos los años y va a depararnos muchas y muy variopintas sorpresas, ya veréis como sí».
Eso diría.
Y siguiendo a la Salus y a sus globos de helio, vendrían los músicos, unos fibrosos mulatos con blusas de lunares y con mangas de volantes rizados cuyos instrumentos, como otras veces, brillarían según avanzaran hacia la aldea, sus saxofones, sus trombones, sus clarinetes. Y también vendrían las sillas voladoras y la churrera y la tómbola de las muñecas y de los chicles de bola y los licores, todo ello empapado de una aureola de irrealidad, de fascinación. Y es que era el día de la patrona. El día de Santa Susana Niña. Y por si fuera poco, era el año 2020, un año tan agradable de escribir como fácil de recordar.
Y de seguido la Damiana, la campanera oficial de la aldea, llamaría a la misa mayor, como llamaba desde que él tenía memoria y su madre lo subía a una silla, lo peinaba con colonia y le anudaba con una gomita la pajarita que le confería un divertido aire de bailarín de musical, «qué mayor eres ya, mi chiquitín», le decía, riendo, «a ver qué guapo estás, a ver cuánto me quieres», y él le abrazaba el cuello con todas sus fuerzas, clavándole el alfiler plateado de la pajarita, riendo, sofocándose por el esfuerzo y apretando, apretando y riendo…
Por eso, esta mañana, solo con ver la aldea ya se ha emocionado. Eran las once de la mañana. Y cuando, de entre todas las casas, ha alcanzado a distinguir la suya, ligeramente apartada de las demás, a la sombra de un bosquecillo de higueras y tan circular como un anillo caído del cielo, la nostalgia le ha despertado el apetito de la memoria. Y ha echado a correr. A correr hacia la casa de las palomas. Hacia esa casa que, de niño, el día de Santa Susana Niña, supuraba una luminosidad cósmica de un atractivo indescriptible.
Con los ojos empañados por la emoción, el hijo ha salido de los trigos, ha pasado bajo el arco de la tapia de adobes que bordea la aldea y, tras sortear las higueras y para darle una sorpresa a su madre, ha comenzado a caminar de puntillas, y de puntillas ha entrado en su casa y de puntillas ha empezado a buscar a su madre por la galería circular que bordea al patio interior, también circular, y que surte de luz y de frescor vegetal a todas las estancias de esa casa redonda.
Lleno de ansiedad y con el corazón acelerado, caminaba de puntillas abriendo y cerrando puertas.
Cerrando y abriendo puertas.
Abriendo y cerrando puertas.
Cerrando y abriendo puertas.
Abriendo y cerrando puertas.
Cerrando y abriendo puertas.
Pero no ha encontrado a nadie.
Se veía todo tan solitario…
Mirara donde mirara.
La casa parecía una calabaza hueca.
Era raro que su madre no estuviese a la vista; que no estuviese en la sala de costura ni en la despensa de frutas y tampoco sobre las baldosas frescas por donde, mientras las campanas llamaban a la misa de Santa Susana Niña, otros años, correteaba con sus apresurados andares de nailon pintándose, maquillándose, llenándose de agua de colonia la cabeza. «¿Se me ve guapa?», «sí, mi linda, muy guapa». Y la madre corría sobre sus tacones de un lado para otro hasta asomarse a una ventana para que se le acabaran de secar las uñas, al tiempo que la señora Damiana hacía sonar las campanas para recordar que se acercaba la hora de inicio de la misa mayor en honor de Santa Susana Niña.
Tlon, tlon: las campanas.
Y acodada en el alféizar y mientras se le secaban las uñas, la madre veía esa aldea que era como un nido de codorniz con una docena de huevos pintos en medio de una infinita mies amarilla. Y veía el muro de adobes que bordeaba las viviendas y libraba los gallineros del ataque de las raposas y las culebras. Y veía el camino donde, una hora después, discurriría la procesión de Santa Susana Niña, con todas las mujeres andando al trote y cantando, cantando esa canción de misa que dice Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén, con las Hijas de María ondeando al viento un estandarte color azul celeste, pespunteado con hilos de oro, y con los danzadores bailando al son de dulzainas y tamboriles y haciendo sonar sus alegres castañuelas de boj.
Y también desde la ventana, años atrás, mientras se le secaban las uñas, la madre veía al fraile capuchino, envuelto en el cri-cri de los grillos que tenía posados en su hábito de estameña, mientras buscaba parábolas agrarias para su sermón. Y veía a los gigantes y a los cabezudos, bucaneros, indios y enanitos del cuento de Blancanieves que corrían detrás de los niños, de unos niños que habían venido a las fiestas con sus padres de los pueblos y aldeas del trigo, de Ameyugo de Río Seco, de Maridal, de Verdonces, de Artillanel, de Pradorredondo y muchos pueblos más, muchos, muchos más. Y más allá, en la plaza y a los pies de la iglesia de piedra y musgo, veía a la Salus desayunar huevos del porvenir escalfados. Y veía a la churrera calentando el aceite con lumbre de naranjos. Y más allá, en el horizonte, veía ir y venir la marea de las cañas del cereal, subir y bajar, acercarse y alejarse a esa aldea sitiada por el trigo y donde siempre era verano. Veía esas tierras que en tiempos habían sido tierras de reinos medievales y que ahora eran propiedad del fulgor de la canícula.
Pero hoy, 15 de agosto de 2020, no estaba en la ventana como acostumbraba el día de Santa Susana Niña. No estaba secándose las uñas. Ni mirando al fraile mientras condimentaba su sermón. Ni deleitándose con la contemplación de los gigantes y los cabezudos.
Y la angustia ya estaba empezando a estercolar su ánimo, una angustia tan amarga como el vinagre, cuando de pronto y como si fuera una gratificación del destino, ha sentido la adorable presencia de su madre, su sello inconfundible, al entrar a su habitación, donde ha visto los mismos jarrones con flores moradas y amarillas de todos los años por esas fechas, esa misma luz apacible, juvenil y afrutada que su madre conseguía domesticar a su gusto abriendo los visillos hasta un punto determinado. Y lo más importante: ha visto que sobre una silla su madre acababa de dejar, muy limpia y ordenadamente, la ropa para la procesión de la niña Santa Susana, la pajarita de tergal («a ver qué guapo estás»), el pañuelo doblado en triángulo y la paga para gastar en la feria.
Estaba todo.
Y eso quería decir que también estaba ella, «aunque, conociendo lo juguetona que es, es posible que después de haber silbado tan hermosamente como ha silbado, se haya escondido por ahí para darme una sorpresa o un susto», ha pensado con una sonrisa en los labios y, para acabar de encontrarla, se ha asomado al cuarto ciego donde su madre se ocultaba de los relámpagos de las tormentas de verano, ha entrado en el comedor y, tras recorrer todos los rincones de la casa, le ha asaltado el presentimiento de que, probablemente, a esas horas, su madre estuviera en la iglesia, hermoseando la talla de la santa, aromatizándola con jarrones de amapolas y enjugándole el sudor con un pañuelo de seda violeta. Y por eso ha decidido salir a la calle, echar a correr para encontrarla y darle los besos que llevaba tanto tiempo guardando para ella. Pero antes ha querido refrescarse en el estanque del patio de luces. Por eso, ha descendido con agilidad los cinco escalones de mármol jaspeado, ha caminado bajo la sombra refrescante de las moreras y ha sido entonces, justo en ese preciso momento, cuando, inesperadamente, ha visto lo que no imaginaba ver por nada del mundo.
Lo que nunca le habría gustado ver.
Ha visto a su madre.
La ha visto a las puertas de la muerte, bañada en una luz medicamentosa y echada sobre una cama de la que emanaba un silencio mineral.
Como si fueran dos cirios de Semana Santa, a la madre la custodiaban sus dos hermanas, la Kili y la Kirika, que estaban sentadas sobre sillas de mimbre y que antes de quedarse dormidas habían dejado a sus pies un cestaño de higos del que habían picoteado como cuervos para apaciguar la sed de agosto.
Pero ni en los higos ni en sus tías, el hijo solo ha reparado en su madre.
Su madre…
¡Qué brutalidad de visión!
Y ha sido entonces cuando ha sentido el impulso de gritar su rabia, su pena, su desconsuelo. Quería arrancarse las uñas arañando las costras de yeso de las paredes, morder el suelo con sus dientes sangrantes, sumergir la cabeza en el estanque del patio interior de la casa hasta ahogarse. Gritar, gritar y gritar. «¡Madrecita de mi alma, por lo que más quieras, no te mueras! ¡No, no te mueras, madrecita! ¡No, no y no!» eso ha querido gritar, pero no ha podido, solo lo ha pensado mientras apretaba los ojos y al apretarlos le saltaban lágrimas de ellos como si fueran dos limones al ser exprimidos, «madrecita, yo no quiero que te mueras. No te mueras, madrecita, por favor te lo pido…»
Pero su madre se moría.
«¡Por favor, por favor, por favor! ¡Yo no quiero que te mueras!», pero su madre se moría.
Era la primera vez que la veía abatida, blanda, rendida, con lo luchadora que había sido durante toda su vida, la primera vez que la veía indefensa, desarmada y a merced de las veleidades del destino. Los pechos que de bebé le dieron su leche subían y bajaban fatigosamente, los brazos de abrazar los tenía parados sobre su vientre y, tendida entre sus dos hermanas adormiladas, se apreciaba cómo se iba apagando poco a poco, a pesar de que se había pintado los labios con jugo de moras para no asustar a su hijo con las destempladas tonalidades de la muerte.
Los párpados cerrados incubaban sus ojos. De haberlos tenido abiertos, la madre habría visto al hijo acercarse estremecido a ella y besarla. Besarla una, dos, tres, cuatro, cinco… cien veces, besarla y encharcarle el rostro con sus lágrimas. Porque eso es lo que ha hecho el hijo, besarla, besarla sin parar, besarla mientras lloraba. Y después le ha acariciado la frente y los labios y las mejillas. Y la ha tomado en sus brazos y, sin dejar de llorar, ha salido con ella de la casa para alejarla de allí, para apartarla de las garras de la muerte. «Vamos, madrecita, al castillo de Doña Sancha; vamos allá para pasearte por sus almenas, para que respires el aire puro de las alturas, para que te dé de lleno el sol sano de la mañana. Vamos allá para que veas llegar a la Salus colgada de sus globos y a la churrera y a los músicos mulatos, sí, madrecita, a la Salus, porque hoy es Santa Susana Niña, ¿no lo sabías?, pues sí, madrecita, hoy es Santa Susana Niña, Santa Susana Niña del año 2020, Santa Susana, nuestra patrona, madrecita, y como quedamos hace siete meses, ¡siete meses ya!, tenemos que bailar en la plaza, tenemos que bailar y bailar y bailar como si estuviéramos locos de alegría, y girar y girar y girar como si fuéramos novios, como si fuéramos unas peonzas enloquecidas... Por eso, madrecita, vamos al castillo de Doña Sancha. ¿O prefieres que te lleve a la iglesia? Di, ¿quieres mejor ir a la iglesia para besarle los pies a nuestra patrona? Lo que a ti mejor te parezca, madrecita, al castillo o a la iglesia…»