Mientras corre con su madre moribunda en brazos, no sabe a ciencia cierta si hacia la iglesia o hacia el castillo de Doña Sancha por su estado de turbación, el hijo recuerda que fue ella, sí, sí, ella, la que le enseñó a leer y a escribir (y a multiplicar y a sumar y a dividir); empezó a enseñarle todo eso cuando él tenía solo tres años, porque la maestra, la eterna Doña Paulita, frágil, monjil y célibe por vocación, se perdió o enfermó o se ahogó en la espesura del cereal que rodea la aldea una calurosa tarde de mayo mientras jugaba al escondite con los niños de la escuela.
—¡Doña Paulita! —gritaban los escolares después de un buen rato de buscarla en balde.
Pero Doña Paulita no respondía.
—¡Venga, Doña Paulita, déjese de bromas y salga de donde esté que ya nos hemos cansado de jugar al escondite!
Pero Doña Paulita no aparecía.
Y los escolares insistían con sus voces infantiles:
—¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!
—¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!
—¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!
Pero Doña Paulita no daba señales de vida.
—¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!
—¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!
—¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!
Nada de nada de nada.
—¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!
—¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!
—¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!
Y Doña Paulita no contestaba. Era como si se hubiera evaporado o como si se hubiera ido haciendo transparente poco a poco hasta desaparecer como uno de esos espejismos tan habituales en esas tierras de cereal. «¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!», insistían mientras batían los trigales, formando un abanico, con las manos entrelazadas, y avanzando de forma sincronizada. Y con el Doña Paulita por aquí, Doña Paulita por allá siguieron los niños hasta que las últimas luces de la tarde, luces malvas y pulposas, los dejó a los pies del castillo de Doña Sancha.
«¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!», volvieron a gritar, alzando la cabeza hacia las alturas de las almenas de la fortaleza medieval, con sus pantalones de espuma, su bata rayada y el pelo cortado a lo paje, brincando con sus ojos de una saetera a otra, de un ventanal a otro, por si a la maestra seguía jugando con ellos al escondite y se asomaba de repente a una ventana y decía: «Yuju, aquí estoy, mirad aquí arriba, aquí arriba, ¿me veis?, ¿sí?, pues aquí estoy, pequeñines».
«¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!»
Y «¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!» siguieron voceando cuando, después de no pocos titubeos, se atrevieron a franquear aquel portón del castillo de Doña Sancha. «¡Doña Paulita!, ¡Doña Paulita!», decían con sus voces infantiles untadas de desconsuelo mientras avanzaban por las dependencias interiores, mientras subían y bajaban escalones, mientras miraban a derecha e izquierda, arriba y abajo, «¡Doña Paulita!» Pero Doña Paulita no daba señales de vida.
Estuvieron un buen rato caminando, con las manos anudadas entre sí para espantar el miedo que ya empezaba a mordisquearles la columna vertebral.
«¡Doooooña Pauliiiiiiiiiiita!»
Y fue al llegar a la última sala por inspeccionar cuando se dieron de bruces con aquella escena tan fantástica que los dejó mudos. Había más de cien cigüeñas. Puede que doscientas. O trescientas. Igual hasta cuatrocientas. Unas cigüeñas estaban subidas a tronos monárquicos o a los doseles de crujientes camastros, otras se envolvían en cortinajes de época, las había que se sostenían sobre una sola pata y no faltaban las que estaban sentadas en el suelo, sobre cojines de seda, empollando con las plumas del culo unos huevos blancos y tan grandes como sandías.
Ellos miraron a las cigüeñas y las cigüeñas les miraron a ellos.
Les pareció a los niños que aquellas aves tenían ojos humanos, ojos infantiles: redondos, acuosos, despiertos y tan vivaces que desprendían burbujas en cada parpadeo.
Podían ser niños y niñas cigüeñas. Y lo eran. Bien los sabía un juglar de nombre Crispín que, para ganarse la vida, andaba recitando sus coplas por los campos de trigo, de aldea en aldea. Ayudado con una especie de bandurria, unos días sí y otros también, iba diciendo: «Atención, niños y niñas, damas y caballeros. Atención y precaución, sobre todo eso: precaución, mucha, mucha precaución, pues hay quien da por bueno que los castillos, todos los castillos, desde los más grandes hasta los más chicos, están encantados desde los tiempos de la Edad Media. Y, en virtud de ese encantamiento, cualquier persona de ojos claros, de ojos verdes o azules, que cometa la temeridad de penetrar en ellos, se transformará irremisiblemente en una cigüeña; le brotarán plumas por todo el cuerpo, la nariz le crecerá en forma de pico cónico, los brazos adquirirán la forma de dos robustas alas y los pies se transformarán en patas como de palo seco».
«Atención, niños y niñas, damas y caballeros», iba diciendo de un lado para otro el juglar Crispín, sin que aparentemente nadie acabara de tomarse en serio su advertencia.
Por eso, nada recordaban los niños del encantamiento (ni sus padres, ni sus tíos ni sus abuelos), pero, aun así, su intuición infantil les decía que en esa habitación del famoso castillo de Doña Sancha estaban no ante cigüeñas comunes, sino ante peculiares aves con ojos de persona o ante personas disfrazadas de cigüeñas.
—¿Doña Paulita? —preguntó una niña a una de las cigüeñas—. ¿Es usted Doña Paulita? —Pero el ave no contestó. Y entonces la niña intentó comunicarse con otra— : ¿Doña Paulita, está usted dentro de esta cigüeña?
Silencio.
El resto de sus compañeros la imitaron.
—¿Doña Paulita?
—¿Doña Paulita?
—¿Doña Paulita?
—¿Doña Paulita?
—¿Doña Paulita? —siguieron preguntando y preguntando y preguntando, así hasta que la oscuridad de la noche comenzó a filtrarse por las ojivas de los muros de piedra del castillo de Doña Sancha. Una lechuza chilló: «Uhuhú». Y entonces, asustados, echaron a correr, a correr en estampida cada uno por un lado, unos por unas escaleras, otros, por otras, otros por recintos abovedados y otros por habitaciones donde habían dormido princesas y nobles y abades recién regresados de Asia de evangelizar a impíos o de socorrer a los enfermos de la peste.
—¡Dooooooña Pauuuuu… liiiiiii… taaaaaa! —voceaban para espantar el miedo que les abrazaba el cuerpo y que les tiraba del borde de la bata escolar mientras corrían.
—¡Dooooooña Pauuuuu… liiiiiii… taaaaaa!
—¡Dooooooña Pauuuuu… liiiiiii… taaaaaa!
Cada vez eran menos los niños a los que se oía gritar. Y aun menos cuando se diluyeron en los campos de cereal que rodeaban el castillo de Doña Sancha y menos cuando saltaron la tapia de adobes de la aldea; y cuando llegaron a la plaza de la iglesia, de todos los escolares que habían salido del castillo de Doña Sancha, solo quedaban tres: la Almudena, el Diego y la Amparito, los tres de ojos marrones, como los perros.
—¿Pero dónde están los demás? —preguntaron los padres—, ¿Dios mío, pero dónde se han metido? ¿Qué ha ocurrido con ellos? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?
Pero nadie supo dar respuesta, ni la Almudena ni el Diego ni la Amparito, tan asustados como estaban, y nada se supo de ellos al día siguiente, cuando, con el sol asomando su cabeza de fuego por levante, los padres se echaron al campo voceando:
—¡Tasio!
—¡Nando!
—¡Pencho!
—¡Quica!
Pero nadie respondía, ni Tasio, ni Nando, ni Pencho, ni Quica. Y tampoco dieron señales de vida los siguientes interpelados:
—¡Tina!
—¡Chucha!
—¡Laurita!
No se oía nada. No se veía nada. Solo cigüeñas. Cigüeñas tan solo. Unas cigüeñas de ojos infantiles, azules o verdes o verdiazules, que se empeñaban en volar muy cerca de la cabeza de los hombres y de las mujeres, como si quisieran posarse sobre ellos y anidar en su pelo.
—¡Tolo! —gritó una mujer desesperada, deshecha en lágrimas, mientras espantaba a manotazos a una cigüeña que volvía una y otra vez sobre ella, una y otra vez —¿Tolito, mi niño, pero dónde te has escondido, di, dónde te has escondido, Tolito mío?
La escuela, tan bonita con sus jarrones de violetas y tan bulliciosa con las añoradas risas de los niños, no volvió a abrir sus puertas. Quedó congelada en una confusión infantil de lapiceros esparcidos por el suelo, de escuadras, cartabones y compases. Los gladiolos se marchitaron en los frascos de café. El moho borró el nombre de las ciudades del único mapa del país que había en la aldea. Los baños (el de niños y el de niñas) se llenaron de telarañas donde se enredaban los mosquitos de color verde clorofila. Las tizas criaron sarna. Una enorme radio subida a una repisa se fue pudriendo por efecto de los líquidos corrosivos de las pilas. Cuadros de geometrías formadas con alfileres e hilos de colores estaban destensados. Y las figuras de plastilina se habían derretido hasta quedar reducidas a un suflé desinflado.
Y el patio escolar, salpicado de jardincillos bordeados de piedras encaladas, se fue asilvestrando poco a poco, minuto a minuto, y a la maleza que nació en sus dominios comenzaron a acudir diariamente las cigüeñas, una montonera de cigüeñas de ojos claros, verdes y azules, que exteriorizaban un extraño y desinhibido regocijo infantil mientras se balanceaban en los columpios o se deslizaban en los toboganes; tan habitual se fue haciendo su presencia que nadie era capaz de recordar cómo era la aldea antes de la irrupción de esas aves tan grandes y a la vez tan pacíficas y aparentemente dueñas de una inocencia que movía al cariño.
Y allí seguían las cigüeñas, yendo y viniendo del castillo de Doña Sancha al patio de la escuela y del patio de la escuela al castillo de Doña Sancha, cuando las familias de los tres niños supervivientes (la Almudena, el Diego y la Amparito) decidieron irse a vivir a otros pueblos, pueblos verdaderos o fruto de los cotidianos espejismos, para que sus hijos, huérfanos de maestra, en vez de estar pateando gatos por las calles, aprendieran el nombre de montes, de ríos y de mares que no verían en su vida. Y su ejemplo fue imitado de seguido por la inmensa mayoría de los vecinos, despechados por el drama familiar que acababan de sufrir, de tal forma que la aldea quedó casi vacía, con un censo compuesto por una recua de viejas y por la madre y el hijo, que constituían un auténtico exotismo no solo por su edad sino por ser los únicos que tenían los ojos tan claros como uvas de cristal, y ambos, de inmediato, se convirtieron en profesora y en alumno. En una profesora aplicada y en un alumno travieso, protestón y vago, como debe ser.
Ayudada por cuadernos de cuando era niña, la madre, por las mañanas y por las tardes, en una mesa que dispuso debajo de las ramas de las moreras del redondo patio de luces, un luminoso patio abierto a la luz del sol, enseñaba al hijo a enlazar letras y formar frases de una sencillez conmovedora. Ana peina a Pepi, ma, me, mi, mo, mu, Daniela da en la diana, loma, mula, miel, muela, lomo, Emilia tiene melena, la, le, li, lo, lu. Pero el hijo, en vez de apuntar estas palabras en su cuaderno escolar, mula, miel, muela, lo que hacía era dibujar a su madre con todas las pinturas que tenía a su alcance, dibujarla porque adoraba la ternura que irradiaba su ser, dibujar su piel del color de la canela, su meloso cabello y esa mirada líquida en la que le gustaría nadar en busca de la paz reconfortante de la plenitud del espíritu; y, cuando le daba descanso, el niño salía a las calles vacías a perseguir a las gallinas o a tirarles piedras o se acercaba a estirar las piernas al apeadero de la olmeda, donde se rumoreaba que todavía seguían circulando trenes fantasmales de los que, de tanto en tanto, descendían ruidosos payasos amarillos que se ponían sin más a dar volteretas sin ton ni son.
Los sábados y los domingos, su madre le hablaba de los viajes migratorios de las palomas.
—¿Ves, mijito?, las palomas vienen y van, van y vienen. Van desde aquí, desde nuestra casa, hasta un mundo fantástico, hasta ese mundo que está pintado en las baldosas y que está tan lleno de atractivos. —Eso le decía su madre para encender su imaginación. Y con el mismo propósito, le relataba historias sin parar, historias que ella aseguraba que eran ciertas y que él dudaba de su veracidad. Le hablaba de episodios ocurridos en el cercano castillo de Doña Sancha y también le decía que entre ese océano de campos de trigo que rodeaba la aldea, además de los recurrentes payasos amarillos, todavía vivía gente de la Edad Media, de hace seis siglos. «Viven juglares que van contando historias de un lado para otro. Y uno bien famoso y juicioso que se llama Crispín, que no sabría decir si es un juglar de carne y hueso o un espejismo más, un entrañable espejismo», decía la madre y añadía: «Y bufones, sí, también viven bufones, bufones que, para divertir al gentío, saltan y al saltar suenan las ristras de cascabeles que llevan atadas a los tobillos. Y viven princesas que se dejan crecer las trenzas hasta que desde la ventana de su alcoba llegan al suelo a ver si algún galán se anima a trepar hasta ellas para enamorarlas. Y viven caballeros andantes que, lanza en mano, persiguen a los niños que se aventuran en el trigo al anochecer desobedeciendo a sus padres. Son caballeros con las cabezas enloquecidas y es que el solazo ha convertido sus celadas en una suerte de pucheros de lentejas en ebullición que han cocido sus sesos hasta derretirlos: plof, plof, plof, plof. Tienen nombres tan espeluznantes como Policisne de Boecia, Florambel de Lucea, Olivante de Laura o Lidamante de Armenia. Y hay uno que es el más cruel de todos y que es conocido como el caballero Don Nuño». Y entonces su madre unía la cara a la de su hijo y pestañeaba para hacerle cosquillas en la frente y que riera.
Y su hijo reía. Y decía: «Madrecita, perdona que te diga, pero eso son cuentos».
—Puede que sí o puede que no, mi niño —reía la madre.
—Cuentos; eso es lo que son: cuentos y nada más que cuentos; por cierto, ¿te sabes más?
—Pues claro que sí, me sé docenas, cientos, miles de historias más, como esa que dice que no muy lejos de aquí, ente los campos de trigo, existe una hermosa ciudad que se llama Vivar de los Toros, la más grande y más bella de todas las ciudades de la Edad Media. Una ciudad toda de mármol con estatuas de mármol que por la noche jugaban a perseguirse entre los jardines y los setos y las sendas.
—¿Y por qué nadie se ha lanzado a buscar esa ciudad, si es tan bonita como dices, vamos a ver?
—¡De dónde sacas tú que nadie se ha lanzado a buscarla! Cientos y cientos de payasos, de payasos amarillos, con sus zapatones amarillos, con su cara pintada de amarillo y con ropones amarillos, han estado de aquí para allá, buscándola, preguntando a unos y otros. Que lo sepas. Unos llevaban una margarita en el ojal que te escupía agua al tratar de olerla. Otros una bocina para avisar de su presencia… y siempre vestían de amarillo, para confundirse entre el trigo, para mimetizarse con él; pero nunca, nunca, nunca, que yo sepa, supieron llegar a la muy anhelada ciudad de Vivar de los Toros.
—Entonces es que no existe.
—Sí, sí que existe. Lo que pasa es que, según han contado los payasos amarillos, al llegar a sus inmediaciones, aparecen esas estatuas que te he dicho, unas estatuas de mármol muy atractivas que seducen a los buscadores de la ciudad y los enamoran y ellos pierden la razón y ya no saben qué hacen allí, tan lejos de la civilización.
—Ya, ya… seguro que son cuentos, madrecita.
Y ella decía que «puede que sí o que puede que no; o igual no son cuentos, sino espejismos, hijo mío, porque estas planicies de cereal están tan llenas de espejismos que es imposible saber si lo que vemos es verdad o es solo fruto de nuestra imaginación».
—¿Qué son los espejismos, madrecita?
—Son cosas que el sol del estío perenne en el que vivimos pone delante de nosotros y que, sin embargo, no existen.
—No entiendo.
La madre rió. Y dijo: «Mira, te voy a poner un ejemplo». Y, amusgando la mirada, le contó que ella, cuando niña, iba a fiestas de un pueblo que aparecía por sorpresa en el mes de julio, solo en el mes de julio, para celebrar sus fiestas patronales en honor a la Virgen del Verano. «Por la mañana sonaban las campanas y los cohetones en el cielo y yo iba por las tardes andando por el trigo, con mis amigas. Calzaba unas chanclas de goma. Y al llegar a las primeras casas, cambiaba esas chanclas por unos zapatos muy bonitos de charol o de ante que había llevado hasta allí envueltos en papel de manila y entonces los niños nos pedían de bailar y nosotras empezábamos a reírnos y a correr por las calles de aquel pueblo que no era un pueblo, sino una más de las fantasmagorías del verano».
Eso le contaba su madre los sábados y los domingos por la mañana, enfrente de un tazón de chocolate. Y como la aldea se había quedado sin niños con los que jugar, llegada su fecha correspondiente, revivía para él las tradiciones populares que durante años y años habían tenido por objeto divertir a los más pequeños. Cuando eran las fiestas de Carnaval, la madre se disfrazaba de mascareta, con una colcha cubriendo todo su cuerpo y con una caja de cartón atada con una goma a la nuca con ojos pintados en ella y con labios y con cejas y con mofletes anaranjados. Desde sus ventanas, divertidas, melancólicas, las viejas de la aldea la veían perseguir al pequeño con una vara de bambú en la mano, emitiendo aullidos de miedo: «Uuuuuuuuhhhhh». Y el hijo corría, rodeado de cigüeñas de ojos claros que también corrían a su lado. Y tantas veces aparecía y desparecía su madre por las esquinas descascarilladas por el sol que pensaba que no había una, sino ocho o nueve mascaretas acechándole en esas carreras de las que siempre conseguía salir victorioso. Y cuando llegaba el Domingo de Resurrección, la madre se subía al balcón de la Casa del Indiano y desde ahí lanzaba monedas y caramelos y otras golosinas al niño en esa mañana que era conocida desde antiguo como la Mañana de las Aleluyas. Y escenificaba otras tradiciones, otras fiestas infantiles, tan amenas todas ellas que de los trigos no tardaban en salir saltando sobre sus patas cigüeñas de ojos azules y verdes, infantiles y alegres cigüeñas que, amigablemente, disputaban al hijo los dulces que caían del cielo o hacían lo que tenían que hacer en cada momento, añadiendo una emoción que el hijo agradecía muy sinceramente hasta que, al caer la tarde, las cigüeñas volvían a adentrarse en los trigos caminando sobre sus patas como de palo hacia su hogar, el castillo de Doña Sancha.
Contemplando la felicidad de su hijo, la madre no podía menos que reír. Reír de alegría. Y después silbaba. Silbaba esa bellísima melodía que solo ella conocía y que hacía las delicias de todos cuantos la escuchaban.
Y los sábados y domingos que no había mascaretas o aleluyas (ni otros divertimentos), el hijo, llegada la tarde, de entre las treinta, cuarenta o cincuenta palomas de la casa, elegía a tres o cuatro y salía al campo con ellas para entrenarlas a fin de que fueran las más diestras palomas mensajeras que se hubieran visto nunca. Las llevaba en una jaula con barrotes de alambre. Tenían los ojos claros, como él. Al principio, intentó subir hasta lo alto del castillo de Doña Sancha para, desde allí, soltarlas, pero eran tantas y tantas las cigüeñas que le obstaculizaban el paso que optó por descartar no solo ése, sino todos los castillos y, a cambio, se decantó por las fortalezas derruidas (y deshabitadas de aves) de las que solo quedaba un burdo apunte de lo que habían sido en sus épocas de mayor esplendor. Su táctica consistía en alejarse cada vez más de la aldea. Y fue así como de las ruinas del castillo de los Nueve Infantes de Monterrubio pasó a las ruinas del castillo de Baltanás del Infantado y como las aves demostraban su instintiva pericia para encontrar la ruta de regreso a casa se atrevió a acercarse a las ruinas del castillo de Garcirrodrigo, que estaba a más de tres horas andando.
El tercer día que fue allí, oyó a alguien hablar al otro lado del muro sobre el que estaba recostado, de forma teatral y como si fuera un bufón de feria. «Queridos amigos», decía, «les voy a relatar la increíble pero cierta historia de la muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar». Y el hijo miró entonces a través de un agujero y, forzando la vista, vio en la penumbra de la tarde a un hombre vestido al estilo de la Edad Media, con calzas, jubón de fustán, sayo y capa. Le hacían corro tres pastores con sus respectivos rebaños de ovejas merinas. Él hablaba y los demás escuchaban. Y tan magnética era su voz que hasta las ovejas y los perros parecían prestarle atención, estos sentados sobre sus cuartos traseros y con las cabezas ligeramente ladeadas. «La muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar fue una hermosísima mujer que nació en la Edad Media, en la ciudad de Vivar de los Toros, y que todavía hoy sigue viviendo, porque se ha ido reencarnado sucesivamente».
—Ohhhhh —se extrañaban los pastores.
—Sí, queridos amigos. Ha muerto dos veces y ha vuelto a nacer otras dos. Y ésta que está viviendo es su última vida.
—¿La última? —se lamentaban los pastores.
—Sí, la última vez, caballeros. Ya no habrá más vidas que ésta; cuando se acabe, se acabó.
—¿Y a qué se debe que haya vivido tres veces? —preguntaban los pastores.
—Pues no lo sé a ciencia cierta. Lo que sí me consta es que el 3 es un número no sé si mágico o emblemático en nuestra cultura. En la Biblia, el 3 aparece 467 veces. Ya sabéis que Jesús resucitó al tercer día. Ahí está la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y los tres reyes magos. Y las tres gracias de Rubens. Y los tres mosqueteros. Y hasta los tres tristes tigres del trabalenguas. El 3. Siempre el 3.
—¿Y dónde está esa mujer viviendo su tercera y última vida? —preguntó un pastor.
—En una aldea, queridos amigos, en una aldea plantada en medio de esta extensión de cereal que nos rodea, pero no me preguntéis en cuál de todas porque no lo sé. Solo sé lo que os he dicho: que sigue viviendo, después de reencarnarse por última vez. Y que silba como los ángeles. Como los mismísimos ángeles. De sus labios, queridos amigos, sale una música que ni los más virtuosos compositores han podido igualar —dijo el juglar Crispín y al hijo se le heló la sangre al reconocer a su madre en esa descripción. Y su asombro fue en aumento cuando el recitador entró en detalles, en descripciones y en consideraciones que eran del todo ciertas; y un golpe de sangre le nubló la vista cuando Crispín afirmó que el rey estaba buscando a la muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar para darle muerte.
—¿Habéis visto alguna vez semejante injusticia? —preguntó el juglar.
—¡Noooooo! —respondieron los tres pastores.
—Pues esa es su intención. Matarla. Privar al mundo de la hermosura de su melodía. Es una verdad tan verdadera como que yo me llamo Crispín.
—¡Noooo!
—¡Noooo!
—¡Noooo!
—Pues así es. El rey la está buscando para matarla.
—¡Noooo! —dijo el hijo en voz baja tras el muro.
—Y aquí, queridos amigos, termina por hoy la increíble pero cierta historia de la muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar —concluyó el juglar Crispín.
Y los pastores se fueron y detrás de ellos sus perros y sus rebaños y el propio Crispín. Y el niño, con los ojos embalsados de lágrimas, echó a correr por los trigos con la jaula de palomas mensajeras en las manos. «¡Madrecita!, ¡madrecita!», gritaba.
Y lloraba.
—¡Madrecita!