«¿Y por qué quiere el rey matar a la muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar?, dinos, ¿por qué la quiere matar?», le preguntaban los pastores a Crispín. Y el juglar les contaba que el odio hacia ella comenzó en la remotísima Edad Media, ya avanzado el siglo XV, porque le tenía unos celos tremendos, una envidia enfermiza que no le dejaba vivir ni comer ni siquiera pasear tranquilo y que esa loca repulsión hacia ella no había hecho sino crecer con el transcurrir del tiempo.
—¡Háblanos de la muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar! —le pedían los pastores—. ¡Háblanos de ella!
Y Crispín lo hacía con cariño. Con admiración por ella. «Hace muchos, muchos años, qué digo años, hace siglos, no pocos siglos, en esas tardes medievales de Vivar de los Toros, la ciudad de mármol, ella silbaba», decía Crispín. «Silbaba de la forma más sorpresiva y en los lugares más inesperados, bien dentro del recinto amurallado del Palacio Real o bien en otros rincones de la ciudad: podía ser al lado de las fuentes que esparcían su frescor por el aire o tras las enrejadas ventanas esquineras de esos palacios alejados de las calles más concurridas. Silbaba una melodía tan hermosa que no fueron capaces de imitarla con violas, violines, rabeles, laúdes, vihuelas, arpas, flautas, oboes, timbales, cítaras, mandolinas y salterios los más virtuosos maestros de aquella época ni otros que llegaron de otros castillos, de otros reinos y de otras ciudades convocados por el reto que suponía la creciente fama de la muchacha».
«Había quien pensaba», proseguía el juglar, «que esos cánticos, tan arrebatadoramente hermosos, solo podían ser emitidos por aves. Pero, a diferencia de éstos, la mayoría no dudó en atribuir a esa música una naturaleza humana y celebraban fiestas de toros y juegos de cañas en su honor para que a la autora de la misma (pues tenían el presentimiento de que era una mujer, y además joven), estuviera donde estuviera y fuera de la condición que fuera, de alta o de baja alcurnia, le llegaran esas muestras de pública admiración y se supiera querida y animada a continuar silbando esa melodía que les había hecho descubrir nuevos alicientes vitales, nuevos motivos para seguir andando por las calles con un pie delante y otro detrás y la cabeza alta y el pecho hinchado y los ojos iluminados por un brillo de optimismo».
«Su genialidad», continuaba relatando, «era festejada día tras día con un entusiasmo contagioso. En principio, con la aprobación general del vecindario de Vivar de los Toros, pero, paulatinamente, con las reticencias públicas y expresas de la Familia Real, que poco a poco fue comprobando cómo el creciente protagonismo de esa mujer anónima iba solapando la popularidad de los reyes y cómo su música inspiraba más a los pintores de cámara que los propios posados reales, así como a los escritores, a los músicos y a los escultores».
Crispín tomaba aire y seguía con su narración ante su público pastoril: «El vecindario de Vivar de los Toros aseguraba que la muchacha lloraba por las tropelías que cometía el rey contra los tarta tarta tartamudos. Y es que dentro del Palacio Real todos sabían, desde las hilanderas hasta los astrónomos, que al rey le divertía salir a cazarlos a los jardines del Palacio. Contaba hasta diez y cuando ya los creía escondidos o subidos a los árboles o con el cuerpo sumergido en los estanques salía con una ballesta y disparaba divertido contra ellos, contra los tarta tarta tarta tartamudos, muerto de risa: una, dos, tres, veinte veces. Así hasta que se quedaba sin saetas y retornaba ufano al Palacio a dejarse masajear el ego por sus aduladores de cabecera».
«Eso decía la gente», según el juglar Crispín; «y como quiera que, poco a poco, el centro de atención, en vez de desviarse, se fue focalizando cada vez más en esa mujer desconocida, de tal forma que no se hablaba de otra cosa en los mercados y de ventana a ventana y en los lavaderos públicos y en las callejuelas y caminos, el rey, herido en sus orgullo, decidió poner en práctica todas las iniciativas, ordenanzas y prohibiciones que le vinieron a la cabeza a fin de que nadie volviera a mencionar a la muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar. Pero al comprobar que nada de esto surtía efecto, el rey, Luis Carolino III, entró en un estado depresivo, con brotes esporádicos de cólera y de ira y una mañana, víctima de un arrebato de celos y con el objetivo declarado de mantener en pie el honor de la Corona y salvarla de posibles peligros desestabilizadores decidió marcharse de allí, abandonar Vivar de los Toros, llevarse la Corte a otro lugar, si bien antes convocó a las brujas más asquerosas de la ciudad para que no solo le garantizaran que iba a vivir eternamente…»
—¿Cómo que iba a vivir eternamente? —le preguntaban los pastores a Crispín.
—Sí, eternamente —contestaba el juglar—. Bueno, es que esto creo no os lo he contado. Pero el rey era inmortal. Cuando nació, un conjuro le garantizó que iba a vivir toda la eternidad, que ninguna enfermedad ni la edad ni ningún otro enemigo iba a poder acabar con su vida. Solo moriría si…
—¿Solo moriría si… qué? —se impacientaban los pastores.
—Solo moriría si alguien lo mataba. Y por eso convocó a las brujas de Vivar de los Toros y les hizo formular un nuevo conjuro para alejar la posibilidad de que acaeciera tan indeseable magnicidio. «Quiero que las personas que sientan la más mínima animadversión hacia mí, la más mínima», les dijo, «comprueben con angustia cómo en su cerebro nace un tumor cerebral que les hará perder la cabeza, les distorsionará el habla y menguará su capacidad de movimiento de tal forma que solo con verlas en tales condiciones estará claro que son enemigos míos y yo, llegado ese momento, podré decidir si las mato o si dejo que la enfermedad las vaya consumiendo poco a poco, hasta aniquilarlas».
Eso les dijo.
Y entonces aquel aquelarre de hediondas mujeres, atendiendo a sus deseos, se puso de inmediato a hervir en pucheros manteca de niño, patas de grajo, hocicos de rata, semillas de estramonio, uñas de gato, sudor de rana y otros aditamentos que llenaron el aire de un olor nauseabundo, al tiempo que recitaban oraciones de invocación a Satanás en un idioma incomprensible. Luego danzaron alrededor de los pucheros, entonando salmodias nasales y brincando sobre sus patas de chivo negro como si estuvieran pisando brasas, y finalmente se detuvieron. Entonces, una introdujo el cazo en el brebaje, lo probó y lo fue pasando de bruja a bruja. Cuando concluyó esta ceremonia, comenzaron a formular el conjuro:
—Cualquier persona, hombre o mujer, niño o anciano, que sienta el más mínimo desapego hacia el rey nuestro señor, con solo verlo en persona o en un retrato, con solo ser destinatario de su real mirada, notará cómo en su cerebro se formará un tumor, un doloroso tumor que irá creciendo poco a poco y que le irá privando paulatinamente, por etapas, del movimiento de las piernas y de la vista y hasta del entendimiento —decía la bruja que oficiaba de maestra de ceremonias.
—¡Haz que así sea, Satán! —salmodiaban las demás brujas.
—Y al perder el entendimiento empezará a desvariar al hablar, a decir disparates, cosas sin sentido —anunciaba la maestra de ceremonias.
—Haz que así sea, Satán —coreaban las demás brujas.
—Y las tonterías que salgan de su boca serán la mejor señal de que ese individuo en concreto, ese desecho humano, es un enemigo del rey nuestro señor. Y entonces el rey tendrá dos alternativas para borrarlo de la faz de la tierra: o bien lo mata con sus propias manos o bien deja que la enfermedad le haga retorcerse de dolor hasta acabar con su vida.
—Bien, bien, bien —se alegraban las brujas.
—Y este conjuro —intervino entonces el rey, que estaba presente en el aquelarre— será especialmente efectivo con la muchacha que silba cuando deja de llorar.
—Así será, majestad —asintieron todas las brujas.
—Y no solo eso, sino que la muchacha que silba cuando deja de llorar vivirá tres vidas.
—¿Y eso por qué, majestad?
—Para que sufra por partida triple —contestó el rey.
—Muy bien pensado —chillaron eufóricas las brujas—. Eso: ¡Que sufra, que sufra, que sufra!
—Mira —dijo engolando la voz Crispín ante los pastores que le hacían corro— ahora, al recordar este episodio, como sin querer, he respondido a vuestra pregunta del otro día de por qué la muchacha que silba cuando deja de llorar está viviendo ahora mismo su tercera vida, después de haber muerto ya dos veces. Está viviendo su tercera vida para sufrir tres veces.
Y, entonces, uno de los pastores, saltó indignado:
«Seguro que con esa villanía de los conjuros llenaría su reino de enfermos de tumores cerebrales… ¡Menudo rey más cabrón!»
—Bien has dicho. Menudo rey más cabrón—, asintió Crispín—. Y eso que el conjuro que os he contado fue solo uno de los muchos que mandó a las brujas formular contra sus súbitos. Pues hubo más, muchos más. Por ejemplo, en una ocasión y para complacer a su esposa, que se lamentaba de tener los ojos tan marrones como las lagartijas de las tapias, ordenó a las brujas que decretaran que toda persona de ojos claros que penetrara en un castillo se convirtiera de inmediato en una cigüeña, macho o hembra, según su sexo original.
—¿En una cigüeña?
—Lo que oís: en una cigüeña.
Crispín se regodeaba observando la atención que dispensaban los pastores a su relato. «Y ni las brujas se libraron de su crueldad, ¡ni las brujas! Y digo bien, pues se sabe que antes de abandonar Vivar de los Toros, mandó que las arrojaran a la hoguera para que no pudieran arrepentirse y dar marcha atrás a esos conjuros, principalmente al que le reservaba el privilegio de la inmortalidad. Y fue cuando las oyó gritar entre las llamas, cuando partió de Vivar de los Toros. Se llevó consigo el Palacio Real al completo, formado por un majestuoso edificio central donde moraban los monarcas y que se perdía hacia el cielo en fantasías constructivas que, combinando los más hermosos estilos arquitectónicos, formaban una suerte de ciudad aérea donde hacían su vida cotidiana infantas, gentes de la nobleza y del clero, comerciantes adinerados, efebos, hombres de ciencias y de letras, filósofos, rimadores y alquimistas, matemáticos y astrónomos, distribuidos todos ellos por las diferentes estancias que allí había, unas profusamente adornadas con plantas frondosas y otras desnudas como el cuerpo de una niña a punto de bañarse en una alberca».
«Fue lo que dio en llamarse la Corte errante», explicó Crispín a los pastores. «De ella tiraban doscientos rinocerontes y otros tantos hipopótamos que el monarca había criado a partir de sendas parejas con la que le había obsequiado un rey etíope en una de sus audiencias. Y detrás del rey y de la reina y de su palacio, en un ordenado goteo y obedeciendo a una ordenanza real, se fueron todos los vecinos de Vivar de los Toros. Se fueron los sacamuelas que desempedraban las bocas, los zambos de ojos y bizcos de piernas, los nigrománticos, los menestrales. Se fueron ancianos con el cabello comprado y no criado. Se fueron ricos portando en carromatos sus sillones de oro sembrados de balajes, rubíes y crisólitos. Se fueron caballeros con escudo, yelmo, cota de malla, grebas, coraza y espada bastarda. Unos se fueron vivos y otros presidiendo su propio entierro, con un acompañamiento de meninos de la muerte y lacayuelos del ataúd llorando a cántaros».