DOMINGO
Jorge esperó a que Iván se cambiara escuchando música en el interior del todoterreno. Este apareció con sus botas y anorak con membrana transpirable e impermeable de Gore-Tex, y sus guantes de forro polar con gorro a juego. Se sentó y apoyó los pies en el salpicadero.
—Ya podemos irnos.
—¿Te importa ponerte el cinturón?
Abandonaron el pueblo por una carretera diferente, más sinuosa, empinada y estrecha. Jorge bajó el volumen del reproductor y puso en funcionamiento los limpiaparabrisas para barrer los nuevos copos de nieve que se estrellaban casi en horizontal contra la luna. En una de las curvas, Iván tuvo que bajar los pies para mantenerse pegado al asiento. Sacó el móvil de su bolsillo.
—Ya hay cobertura. ¿Podemos parar un momento?
—Llama desde aquí. El arcén es demasiado estrecho.
—¿Sabes lo que es la intimidad? —Iván miró a Jorge frunciendo el ceño.
—¿En serio me lo estás preguntando?
—Tú y yo solos en un mismo y claustrofóbico espacio —volvió a colocar los pies en el salpicadero y quitó el vaho de la ventanilla para poder contemplar el bosque—. Esto no está bien pensado.
Iván abrió el whatsapp y buscó entre los chats hasta dar con el nombre de Charly. Amplió la foto en miniatura. Un chico de espaldas sujetando unas mancuernas. Observó la última hora de entrada en la aplicación. Las nueve de la mañana. Le dio a enviar y el mensaje que había escrito en la casa por la mañana apareció en la pantalla. Cerró la aplicación, bloqueó el móvil y volvió a guardárselo en el bolsillo. Después estiró el cinturón de seguridad lo suficiente como para poder encorvarse y atarse bien las botas. Dio pequeños bandazos mientras el todoterreno tomaba curvas cada vez más cerradas y a mayor altura. Las ramas de los árboles chocaban contra las ventanillas, esparciendo en el aire la nieve que habían acumulado. Botó en su asiento de copiloto con cada uno de los baches. Se estaba quejando del incómodo viaje cuando frente a ellos apareció un imponente y sobrio edificio de piedra y ladrillo de tres alturas con grandes columnas, balcones y una escalinata de entrada. Aparcaron junto al cartel de “Zona de Visitantes”, frente a la entrada principal, y se abrigaron antes de bajar del todoterreno. La explanada estaba vacía, salvo por un autobús en la “Zona de clientes”.
—¿Dónde estamos?
—Es un balneario.
Jorge cerró todas las cremalleras de su ropa mientras Iván se retiraba hacia la entrada del edificio, donde un par de hombres despejaban con palas la nieve de la escalera, amontonándola a ambos lados. Al llegar a su altura y subir el primer peldaño, el hombre más viejo le informó de que el balneario estaba cerrado. Levantó la cabeza y cerró los ojos. Al abrirlos, observó a un grupo de gente con batas blancas que le observaban desde un ventanal. Deshizo sus pasos y avanzó hasta llegar a la altura de Jorge, que estaba a punto de internarse en un pequeño camino enmarcado por dos hileras de árboles que se perdía entre los pliegues de la montaña.
—¿No te quedabas? —Jorge había parado al escuchar su nombre en la distancia.
—Está cerrado. Y lleno de gente rara —se cerró el anorak—. Me temo que nos vamos juntos de paseo.
Avanzaron clavando los pies en la nieve durante unos diez minutos. Jorge siempre al frente. Iván cada vez a más metros de distancia. El ruido de sus pisadas quedaba absorbido por la espesa capa de nieve. Iván paró y se bajó la cremallera del pantalón. Su chorro dejó una mancha color amarillo que se fue hundiendo al fundirse.
—Tengo el pene helado —Iván observó el paisaje. Cielo blanco, nieve que caía y nada más—. Está nevando con más fuerza, ¿no deberíamos volver?
—Todavía es pronto.
Iván siguió a Jorge durante largos minutos colocando los pies sobre las huellas que iba dejando, con el aliento cubriéndole el rostro con una película opaca. El tamaño y la velocidad a la que caían los copos aumentaban por segundos. Se enrolló la bufanda en torno a la nariz. El aire era tan frío que empezó a dolerle la garganta al tragar. Comenzaron a formarse pequeños torbellinos. El viento les cerraba los ojos.
—Esto es una locura. Tenemos que volver.
—Vuelve tú.
—Qué puta manía con que yo sé volver a los sitios.
Jorge se giró y retrocedió hasta llegar a la altura en la que Iván se había quedado. Su rostro parecía más rígido y pálido. Al echarse a un lado, una de sus botas se hundió hasta la rodilla en la blanda superficie sin hacer el menor ruido.
—¿Ves? Esto se está poniendo muy feo, montañero.
Echaron un vistazo a sus ropas manchadas de nieve antes de volver a tomar posiciones para dirigirse de vuelta al balneario. Jorge delante, Iván detrás. La capa blanca no les dejaba distinguir el horizonte y tuvieron que volver a recuperar la senda cuatro veces, cada vez que un árbol en mitad del camino les indicaba que habían vuelto a equivocar sus pasos. Iván levantaba la nieve con los pies casi congelados. Le hormigueaban las manos. Estaba empapado de sudor bajo la ropa y la barba empezaba a endurecerse en torno a la boca. La bufanda se había llenado de mocos y estaba quedándose rígida.
—¿Otra vez el puto árbol? —paró en seco, tomó aire y le dio un par de toques al tronco. Jorge siguió dando pasos sin contestar.
El viento hacía resistencia y el tiempo se hacía eterno, agobiante en mitad del silencio blanco. No hablaban. Solo caminaban. Cada vez más lento. Intentando distinguir qué había dos metros por delante de ellos, hasta que por fin se abrió un claro en el bosque y llegaron con las piernas cargadas al inicio del camino. Jorge se dejó caer de rodillas frente a la imagen del balneario, confirmando así que aquellas dos horas largas de travesía habían sido igual de angustiantes para ambos.
Un grupo de cinco personas, tres chicos y dos chicas, con sus batas blancas debajo de sus abrigos, se acercó con curiosidad hacia ellos.
—¿Estáis bien?
Iván había doblado su espalda y colocado sus manos sobre las rodillas. Las bocanadas de aire que tomaba hacían que todo su cuerpo se hinchase por debajo de la ropa. Con el último aliento, se incorporó y dio dos pasos para acercarse a Jorge y empujarlo con el pie para hacerle caer. Jorge se giró en el suelo antes de apoyar en él todo su peso, y cubrió su rostro con los brazos para intentar aplacar el primer puñetazo de Iván. Al segundo, respondió, y ambos se enzarzaron en el círculo de nieve y asfalto. Sus guantes, que estaban completamente blancos, iban recuperando su color mientras la nieve caía sobre sus caras como el azúcar. Entre los tres chicos consiguieron separarlos.
—¡Casi nos perdemos, hijo de puta!
Iván estiraba el cuello por encima de la cabeza de uno de los chicos. Jorge miraba al suelo, donde pequeñas gotas rojas comenzaban a caer sobre la superficie blanca. Iván se zafó de los cuatro brazos que le sujetaban y se dirigió hacia el aparcamiento, acompañado de las dos chicas.
—¿Tienes un cigarro?
Las dos sacaron sus cajetillas. Iván eligió el tabaco rubio ya liado y se apoyó en el capó del todoterreno colocando el cigarrillo entre sus labios. Esperó a que le dieran fuego. Una de las chicas sacó de su pantalón un pañuelo de papel y se lo ofreció. Lo manchó de sangre al pasarlo por una de sus cejas. Observó cómo los otros tres acompañaban a Jorge hacia la entrada del balneario.
—Vamos, no me jodas.
—No podéis ir a ningún sitio.
Una de las chicas habló, pero Iván no escuchó. Aplastó el cigarrillo contra el suelo y se plantó delante del grupo, un escalón por debajo de los demás.
—Sube al todoterreno y no te atrevas a decir otra vez que me vaya yo si quiero —amenazó a Jorge con el puño cerrado.
—No podéis iros con la que está cayendo —el chico más alto habló.
—Dame las llaves —Iván se dirigió a Jorge, omitiendo el comentario del chico.
—No.
—No vais a coger el coche ahora —el chico volvió a insistir interponiéndose entre ambos—. Han cerrado las carreteras.
—Si tengo que esperar, no va a ser con este gilipollas —Iván contestó al chico antes de girarse hacia Jorge—. Ya hablaremos —dio media vuelta y abrió la puerta del balneario—. Joder, que alguien me dé otro puto pañuelo.