DOMINGO
Después de intentar seguir escribiendo sin ningún éxito, Miriam encendió el televisor y cambió de canal hasta que encontró una cadena sintonizada. Un hombre rubio se sentaba a la mesa de un restaurante cutre con una carta cutre entre las manos. Le pidió al camarero unos macarrones con queso y puso cara de rancio en cuanto se los llevó a la boca. Entonces miró a cámara y desveló el secreto para que ese tipo de pasta quedara perfecta. Si hubiera tenido hambre, habría apuntado cantidades e ingredientes para después preparar una deliciosa comida. En vez de eso, retiró de sus muslos el ordenador portátil y lo guardó dentro de la funda, con los cables y la batería metidos en el bolsillo exterior. Lo dejó apoyado en uno de los brazos del sofá. Miró, siguiendo el orden, hacia lo alto de la escalera, hacia su pie y hacia Bola de Pelo.
—Ya me bajará Jorge la mochila cuando vuelva.
Acababa de recostarse, con las piernas estiradas sobre la mesa de centro, cuando el timbre sonó. Apoyó su peso sobre el pie intacto. Tardó unos segundos en encontrar el equilibrio antes de cruzar dando saltos el salón. Se ayudó de las paredes del pasillo para darse impulso y llegar más rápido hasta la puerta. Lonsdale esperaba al otro lado. Llevaba la misma ropa de la noche anterior, pero olía a recién afeitado.
—La doctora me pidió que se las trajera —tendió las muletas a Miriam y se quitó el gorro de lana.
—Gracias —las recogió y las apoyó en el suelo para colocárselas pasando los brazos por delante de ellas—. Ya me siento menos inútil.
Bola de Pelo se había acercado a paso lento hasta la puerta. Lonsdale le frotó con ímpetu el lomo.
—¿Es suya?
—No, de un amigo. Bueno, más bien del amigo de un amigo. Se llama Bola de Pelo —señaló hacia el interior de la casa—. ¿Le apetece un café?
—Si no molesto —apartó a Bola de Pelo para cruzar el umbral de la puerta—. Yo podría prepararlo.
—Estoy sola, agradezco la visita —cuando llegaron a la altura del salón, Miriam levantó una de las muletas en dirección a la cocina—. Creo que el paquete está guardado en ese mueble de ahí.
—Hace tiempo que no entraba en esta casa —avanzaba lentamente, observando cada detalle del interior—. Pensaba que la habían reformado entera.
—No, solo pusieron radiadores y tiraron la pared de la cocina para meterla en el salón.
—Y no han tocado ni un solo mueble.
—Por lo visto no. Les gustaba como estaba.
Miriam se sentó en el sofá mientras Lonsdale se movía entre los muebles y electrodomésticos. Encontró a la primera el café, y también el cajón de los cubiertos. Enjuagó un poco la cafetera italiana y la llenó de agua y café antes de ponerla al fuego.
—Parece que sabe moverse bien por la cocina.
—Mi padre construyó todos los muebles de esta casa. Bueno, en realidad los de todas las casas. Era carpintero. Yo le ayudaba a montarlos cuando salía de la escuela.
Esperaron a que el café estuviera listo para sentarse juntos. El de él, solo y con un poco de agua. El de ella, con leche y una cucharadita de azúcar. Jorge había olvidado comprar sacarina.
—Hoy no lleva la escopeta.
—Solo hace falta por las noches.
—¿Este pueblo es peligroso?
—Menos que la ciudad.
—¿Vive solo?
—Sí. ¡Ah, pero no salgo con la escopeta por eso! —dio un largo trago al café—. Hace años los lobos bajaban del monte y tenía que salir a proteger mis ovejas. Ahora no tengo ovejas, pero me he quedado con la costumbre, ¿sabe? En realidad solo lo hago para estirar las piernas y bajar la cena.
Ambos contemplaron cómo el hombre rubio de la tele había vuelto al restaurante con una nueva carta bien impresa y un conjunto de platos que se desplegaba sobre una gran mesa para que los dueños y sus empleados pudieran probarlos. Los nuevos macarrones con queso tenían tan buena pinta que podían hacer salivar sin necesidad de olerlos. Entonces Lonsdale se aclaró la garganta y declaró ser un especialista en el potaje montañés.
Le contó que su mujer había muerto de una enfermedad pulmonar cuando el hijo de ambos solo tenía cuatro años. Se había dedicado desde entonces a pasar las tardes en casa después del trabajo en la carpintería, limpiando, cocinando e incluso cosiendo bajos de pantalones, hasta que el niño se convirtió en adulto y se marchó a estudiar, y más tarde a trabajar, a la ciudad. Desde entonces bajaba una vez a la semana, o cada diez días, dependiendo del tiempo, al cruce de la salida del pueblo, donde se encontraba el teléfono más cercano, dentro de la gasolinera en la que Miriam y Jorge habían conocido a Iván. La última vez que su hijo había subido a verlo, le regaló un teléfono móvil de última generación. Un cacharro inútil que deshizo el camino de vuelta, ya que no encontraron ningún punto del pueblo en el que hubiera cobertura.
—Es curioso que todos tengan televisión pero no teléfono.
—Bueno, no tenemos mucha relación con la gente de fuera, pero en invierno pasamos muchas horas sin salir de casa —sonrió mientras se colocaba el gorro de lana—. En fin, tengo que marcharme. No se levante, conozco el camino. Que pase un buen día. Si necesita cualquier cosa, ya sabe.
—No creo. En cuanto vuelvan los chicos, nos marcharemos.
—Entonces que tengan un buen viaje y que no les pille mucha nieve. Si no le importa, puede dejar las muletas a cualquier vecino cuando se vayan.
—Lo haré. Gracias.
Tras unos minutos acariciando a Bola de Pelo y hablándole en voz baja, sin conseguir que no volviera a tumbarse bajo la mesa, decidió dar vueltas por el salón con las muletas. Al principio los brazos le temblaban y su cuerpo oscilaba de forma inestable. Avanzó de una esquina a otra varias veces hasta hacerse con los hierros. Frenó en seco frente a la librería. Suspiró. Apoyó la pierna vendada en el soporte para la mano y acarició con el dedo índice, de derecha a izquierda, los lomos de los libros. Novelas históricas, clásicos de la literatura hispana, colecciones de kiosco. Ninguno despertó su interés. Agitó la pierna en el aire hasta que la sangre volvió a circular y se dirigió de nuevo al sofá para tumbarse. Buscó el mando a distancia entre los cojines y subió el volumen. Un grupo de leñadores extendía un plano sobre el capó de una furgoneta y señalaba con sus dedos gordos y curtidos la zona que planeaban talar. Se durmió antes de que cayera el primer pino milenario y despertó con los ojos llorosos de un adolescente con prolapso anal intimidándola desde el otro lado de la pantalla.
—¿Tienes hambre? —bostezó mirando a Bola de Pelo—. Vamos a preparar algo de comer.
Echó mano de las muletas y avanzó hasta la cocina. Sacó de la nevera unas tiras de bacon, tres huevos, una cuña de parmesano, un pequeño brick de nata líquida y mantequilla. Giró sobre sí misma para dejarlo todo sobre la encimera y se agachó para sacar de un cajón con fondo hondo una botella de aceite, una cebolla y un paquete de espaguetis. También una botella de vino blanco. Encontró una olla dentro del horno. Encendió uno de los fuegos de la cocina y colocó la olla llena de agua, con un chorro de aceite y un poco de sal. Apoyó el pie vendado sobre el otro y abrió la botella para servirse una copa. Después de un generoso trago, volvió a llenar la copa y empezó a picar cebolla mientras tarareaba una canción. Bola de Pelo permanecía sentada sobre sus patas traseras, observándola con el hocico levantado.
El agua hirvió. Abrió el paquete de espaguetis y lo vertió por completo. Volvió a abrir el horno para sacar una sartén y fritó la cebolla y el bacon con aceite y un poco de mantequilla. Añadió la nata. No encontró la pimienta. Apuró la copa y se sirvió más vino.
Cuando la pasta estuvo lista, la coló y la volcó de nuevo en la olla. Batió los huevos, los añadió junto con la salsa y rayó un poco de parmesano. Bola de Pelo permanecía atenta a todos sus movimientos.
—Voilá, ya tenemos la comida —Miriam sonrió y bebió. Una baba pendía de los belfos de la perra—. ¿Quieres probarla?
Cogió un espagueti por uno de sus extremos y lo dejó oscilando en el aire. Bola de Pelo se acercó y lo hizo desaparecer al instante. Miriam sirvió un plato generoso de pasta y bajó la olla con el resto de los espaguetis a la altura del hocico de Bola de Pelo. La perra levantó sus patas traseras para acercarse y olisquear la comida. Dio unos pasos hacia atrás mientras se tragaba su propia saliva.
—Venga, come.
La perra metió el morro en la olla, al principio con desconfianza, y paseó su lengua por todo el contenido. Cuando se separó para masticar y tragar, Miriam la retiró y la dejó en la encimera sobre un paño de cocina.
—El resto lo guardaremos para los chicos.
Estiró la mano para acercarse una de las sillas del comedor y se sentó cruzando las piernas, con el pie vendado en suspenso. Cogió su plato de pasta y comió mirando a la perra, dejando de vez en cuando el tenedor en el plato para beber más vino.
Cuando terminó, cojeó acompañándose de las muletas, perdiendo el equilibrio durante un instante y pisando sin querer el rabo de Bola de Pelo.
—Distancia de seguridad —se dejó caer boca abajo en el sofá y cerró los ojos—. Siento haberte pisado.