La mañana del tres de agosto Emilio Alcántara se despertó temprano. Hacia las ocho entró en el estrecho baño, vació la vejiga y se aseó. Después se dirigió a la cocina. Su mujer aún dormía. Preparó con calma un desayuno abundante a base de pan con jamón y aceite. Sacó de la nevera una cerveza fresca y salió al porche trasero de la casa. La mañana ya era calurosa. Se dejó caer sobre la silla de mimbre y dio un trago largo. Las burbujas de cebada le aclararon la garganta. Sobre su cabeza, el cielo se abría azul brillante hasta las montañas y el sol parecía rebotar sobre las cosas, desplomado. El mundo giraba en orden. Volvió al plato y comió despacio. Los únicos ruidos eran los zumbidos de algún insecto madrugador y el sonido lejano de los motores que, en un goteo lento, cruzaban la estrecha carretera, a unos quinientos metros al sur de la parcela. Contempló su pedazo de tierra. El verano avanzaba a dentelladas y aún quedaba mucho trabajo pendiente, pero decidió tomarlo con calma. Tenía pensado dedicar la mañana a desbrozar las malas hierbas del huerto. El calor sofocante de los últimos días había echado a perder la mayor parte de la cosecha y apenas quedaban en pie matas de tomate y pepino y alguna patata tardía que rescatar de la tierra. Echó un último vistazo a la silueta lejana de las montañas. Apuró la cerveza y se dirigió al garaje en busca de sus herramientas. Mientras avanzaba, sintió moverse a Golfo entre sus piernas y tuvo que apartarlo de un par de manotazos. A sus once años, seguía siendo un buen ejemplar de pastor alemán. Un perro fuerte y leal que en una ocasión, le había salvado la vida. Entraron juntos en el garaje.
Aquel verano el calor estaba siendo tan duro y pastoso que algunas noches la gente tenía que salir a dormir en colchones improvisados sobre la hierba de sus jardines, bajo las estrellas, y a veces, ni aún así, lograban conciliar el sueño.
Emilio se abrió paso entre los trastos hasta llegar a la estantería. Escogió el azadón de mango corto y los guantes de faena, se caló el sombrero de paja y se encaminó hacia el huerto. Durante un buen rato repasó los surcos con la azada, seleccionó los tomates maduros y se esforzó en reparar un tramo de la goma del goteo que el duro sol del verano había cuarteado. Generalmente habría tratado de tapar aquellas grietas con cinta aislante, pero esta vez eran demasiado profundas. Por la tarde bajaría a la ferretería del pueblo y compraría treinta metros de goma nueva. Eso pensó. Después se detuvo un momento. Empezaba a acusar el cansancio. El sol le castigaba el pescuezo. Volvió al garaje y se mojó el cuello y el rostro con agua fresca. Dejó correr el grifo y se enjuagó la boca. Ya no era tan joven. Los años le pasaban factura. Sentía los tendones desgastados. En eso consistía la vida. Trabajar duro hasta que el cuerpo se consumiera y desaparecer. Respiró un par de veces. El agua le despejó la frente. Mojó un pañuelo sucio y se lo anudó al cuello. Pronto se sintió mejor. Cuando regresó al jardín, Antonia ya estaba despierta. Salió a saludarlo desde el porche. Emilio le devolvió el saludo y siguió con el trabajo. No hubiera prestado atención a ninguna otra cosa de no haber sido por el perro. Emilio trató de ignorarlo y afanarse en su tarea, pero el animal se movía inquieto, yendo de un lado a otro de la parcela nervioso y ladrando a la verja que hacía de medianía con el chalet contiguo, hasta que su insistencia lo distrajo.
—¿Qué demonios te pasa?
Golfo le hundió el hocico en la rodilla. Apuntó con las orejas tiesas hacia algún lugar entre la maleza que les separaba de la parcela vecina. Emilio se acercó. Hizo un esfuerzo por buscar un hueco que le permitiese echar un vistazo. Antes de que el verano acabase tendría que ponerse a podar la amalgama de ramas secas. Trabajo extra que le pasaría factura. Pensaba en eso cuando distinguió un pie descalzo entre las frondas y sintió un vuelco en el vientre, por debajo del pecho. El cuerpo inerte de un hombre yacía boca abajo en el jardín contiguo. Eran las once y media de la mañana. Emilio entró en casa con el aliento justo. El sombrero de paja cayó sobre las baldosas del comedor. Marcó el 112. Sí, era una urgencia. Antonia lo observaba con incredulidad. Había un hombre tendido en el jardín de al lado. Suponía que era su vecino, sí, le había visto la cara. Tenía un cuchillo clavado en el cuerpo. No, no estaba seguro de si seguía con vida. Parecía estar muerto. Recitó la dirección. El diez de la Avenida del Paisaje. La policía se presentó en el lugar unos cuantos minutos más tarde. Emilio les recibió de pie aún con la azada en la mano. Les indicó el lugar donde había visto el cuerpo. Le pidieron que esperase allí. Un muerto en la zona no era algo habitual y no estaban acostumbrados al procedimiento. Eso pensó. El calor agotaba sus músculos. Los agentes se identificaron desde el exterior de la verja. Un par de gritos al aire que no encontraron respuesta. Hablaron un rato entre ellos. A Emilio le parecieron lentos. Pesados como elefantes. Finalmente forzaron la entrada y rodearon la propiedad. Tardaron un rato en encontrar el cuerpo. Tendido en el suelo del patio trasero con el cuchillo en la espalda, justo en el lugar que había indicado Emilio. El cadáver estaba expuesto, desnudo de cintura para arriba, con los pies descalzos. Tenía la cabeza girada hacia la derecha y la mandíbula abierta. Apenas había restos de sangre seca alrededor de la empuñadura. Algunas moscas pululaban alrededor. Los agentes volvieron al coche policial, llamaron a la central y pidieron refuerzos. Un segundo coche patrulla se detuvo frente a la casa pocos minutos más tarde. Bajaron más agentes. Colocaron un cordón de seguridad alrededor de la casa para alejar curiosos y preservar la escena. Nunca habían tenido un caso semejante y no estaban seguros de cómo proceder. Tendrían que llamar a la brigada científica y rastrear el perímetro de la casa y el jardín, en busca de pruebas. Hasta que no recibieron la orden de hacerlo no se adentraron en la vivienda. Comprobaron que la cerradura de la puerta principal no había sido forzada. En el interior, la casa parecía organizada y tranquila. Registraron las habitaciones de la planta principal sin encontrar nada relevante. Entonces accedieron hasta el piso superior. En uno de los dormitorios encontraron una mujer de mediana edad. Tumbada sobre una cama de matrimonio, desconcertada, con el rostro congestionado. Llevaba puesto un camisón oscuro que le marcaba las carnes bajo la cintura. Al verlos, comenzó a gritar. Los agentes se identificaron e intentaron calmarla. Les llevó un rato conseguir que entrase en razón. Para entonces ya había llegado la primera ambulancia. Los enfermeros se ocuparon de ella y le suministraron un calmante. Comprobaron su identidad y le informaron sobre lo ocurrido. Trataron de hacerle algunas preguntas, pero la mujer no era capaz de responder con claridad a las primeras cuestiones sencillas, y al ponerle al corriente de lo ocurrido, entró en shock. Decidieron trasladarla al hospital más próximo después de eso. Las pruebas forenses mostraron más tarde que había sido rociada con un potente gas a base de tolueno. El mismo gas que se había empleado con el hombre que había aparecido muerto en el jardín, que resultó ser su marido. Los policías continuaron con el registro. Los cajones y armarios estaban en orden y no parecía haber desperfectos importantes ni indicios de robo. Averiguaron enseguida, por la declaración de sus vecinos, que en la casa también vivía una hija adolescente. Intentaron localizarla, sin éxito. Encontraron algunas fotografías clavadas con chinchetas en la pared de su cuarto. Posados caseros de adolescente. Pelirroja y atractiva. En casi todas las instantáneas sonreía a la cámara con coquetería. Enseguida se tramitó una orden de búsqueda. Contactaron con sus amigos más cercanos y las unidades locales se ocuparon de peinar los alrededores, pero no encontraron nada. Al anochecer de aquel mismo día, la chica seguía sin aparecer. Seguía sin aparecer 24 horas más tarde. Para entonces, la policía era consciente de que el caso trascendería. Durante los días siguientes interrogaron a todo el mundo, especialmente a la madre, que no parecía ser capaz de argumentar con coherencia ni recordar nada relevante. Le hicieron docenas de preguntas, entonces y después, pero no consiguieron sacar nada en claro.