Cómo eran las cosas
No sé por dónde empezar. Mi padre hacía chapuzas. Ocasionalmente trabajaba en jardines y cocinas por los alrededores. Hacía arreglos mediocres que cobraba sin factura. Era un hombre violento. Había perdido tres trabajos antes y le daba a la bebida. Mi madre se ocupaba de la casa. Los días transcurrían lentos. Las noches eran oscuras y estrelladas. No teníamos mucho dinero. Un par de años atrás habíamos alquilado una de las habitaciones de la planta superior de nuestra vieja casa a un matrimonio de ancianos, a cambio de una cantidad mensual para poder cubrir gastos. Vivíamos de eso. Y de las chapuzas de mi padre. Yo tenía quince años y un corazón al borde del desmoronamiento. En mi vida no habían ocurrido muchas cosas. Tenía mi bicicleta. Y estaba ella. Una vez me dijo:
«El invierno más frío que pasé fue un verano en San Francisco. ¿No te parece la mejor frase del mundo?… Es de Mark Twain».
Nunca fue una chica como las demás. Lo supe aún sin conocerla. Como se saben las cosas que no han ocurrido nunca. Y durante aquellas semanas excitantes y oscuras que marcaron el final de mi adolescencia, lo supe aún con más fuerza.
No quiero adelantarme… Todavía puedo recordar casi todos los detalles… El olor de la tierra al anochecer, el tacto áspero de la verja que bordeaba su parcela…
Recuerdo que los días parecían idénticos y que pasaba el tiempo ocupado en pequeños asuntos que he olvidado. Casi todo el tiempo me sentía como un extraño. En mi interior existía una especie de desmembramiento. Pero vivía con ello. No tenía amigos. Me gustaba estar solo. A menudo tenía problemas con mi padre. A veces recibía golpes. He olvidado muchas cosas anteriores a aquel verano... Pero recuerdo con nitidez los hechos que ocurrieron entonces… Recuerdo la mañana concreta en que se descubrió el cadáver apuñalado de aquel hombre. El sol sofocante. Los detalles pequeños. Recuerdo que era una mañana de verano corriente, nítida y tranquila, y que hacía un calor pastoso que secaba la sangre.
Aún era temprano…
Empezaré por ahí.
Aquella mañana hacía un calor pastoso que secaba la sangre. Aún era temprano.
Yo estaba sentado sobre el bordillo de la calle. A mi derecha, a unos veinte metros de distancia, la policía había rodeado con una cinta amarilla la entrada al jardín del primer chalet. La cinta era sencilla. Una de esas cintas de plástico que cuelgan oblongas, meneadas por el viento. Una cinta cualquiera, sin nada de particular. Estaba aquella cinta y los conos de un naranja fluorescente. También había un par de hombres, de uniforme, que aguardaban tensos frente al muro de entrada. Estaban allí esperando la llegada del juez, porque había un hombre muerto. Pero yo eso no lo sabía. Lo único que yo sabía es que era un día de verano y que había llegado hasta allí pedaleando en mi bicicleta y me había sentado sobre el bordillo con las piernas dobladas y la espalda empapada en sudor. Porque me sentía abrumado y no tenía fuerzas para ir a ninguna otra parte. Llevaba allí sentado unos cuantos minutos cuando el coche de la policía había doblado la esquina de la calle con las luces del techo centelleando. Cabeceando hasta frenar en seco frente a la verja del chalet de la esquina. Entonces habían aparecido los primeros agentes. Los había visto salir del coche y hablar con un hombre que se agitaba nervioso en la parcela contigua. Después se habían acercado al chalet de la esquina. Un par de gritos al aire antes de colarse en el interior de la parcela. Entonces los había perdido de vista. Después de eso, durante un rato, no había ocurrido nada. Unos pocos minutos más tarde, un segundo coche policial había doblado la esquina a mayor velocidad hasta frenar junto al primer coche patrulla. Entonces habían aparecido más policías. Y luego, en mitad de la calle, todos aquellos curiosos, medio desnudos y en chanclas. Lo último había sido la ambulancia. Tres enfermeros cargando con prisa máscaras de oxigeno y una unidad cardiaca, abriéndose paso.
Yo seguía enfrascado en mis asuntos. Mis pantalones cortos dejaban al descubierto una robusta costra en la rodilla derecha, justo encima de otra herida más fresca. El calor apretaba. La herida escocía. Esa mañana había tenido problemas. Hacía algo más de una hora, junto a las duchas de la piscina municipal, un chico se había burlado de mi tic (el que, algunas veces se apropiaba de mi ojo derecho y del izquierdo, obligándome a retorcer el gesto en un largo bostezo involuntario durante el que guiño los ojos aún con más fuerza y sin control durante varios segundos) y aquella burla me había puesto nervioso. Más nervioso que de costumbre. Retrasado. Tarado. Entonces los nervios habían activado por segunda vez el tic. Y la cosa había ido a peor. Un espasmo facial de los agudos. Exagerado y ortopédico. Un bostezo aparatoso. Suficiente para que otro de los chicos considerase gracioso golpearme un par de veces en la nuca con la palma de la mano abierta mientras me repetía Retrasado y las risas crecían a mi alrededor. Aquellas risas me habían llenado la cabeza, quemándome por dentro. (Como me ocurre a veces, cuando me siento acorralado) y al final había reaccionado revolviéndome y asestando un izquierdazo seco en la barriga de uno de los chicos, que había dejado de reírse al instante, colapsado por el golpe seco, para desplomarse sobre el césped quemado, como un alud de nieve vencida. Entonces había empezado la refriega. Primero un golpe en la espalda y luego, ya en el suelo, una patada seca que me había alcanzado en la boca, abriéndome el labio y haciéndome sangrar.
—Eh, tíos, ya vale, dejadle ya.
Después de eso había entrado cojeando en los lavabos para tratar de cortar la hemorragia y refrescar la herida, y luego, con el labio aún sangrando, me había marchado de allí, mientras aquellos chicos continuaban a lo suyo, como si nada hubiera ocurrido. Ahora la herida había dejado de sangrar, aunque aún podía sentir la hinchazón del labio y un latido interno que no dejaba de escocer por dentro. El día era muy caliente y el sol me pegaba en el cogote. Volví a levantar la vista hacia el otro lado de la calle. El chalet donde vivía Lucía se alzaba tranquilo. La persiana de su cuarto estaba subida. Era difícil discernir si la verja del jardín estaba abierta. A mi alrededor la gente continuaba arremolinándose y me impedía ver. Mujeres despeinadas que habían abandonado precipitadamente sus cocinas. Hombres desconcertados luciendo al sol sus barrigas. Algunos intercambiaban impresiones. Se había oído un grito de mujer. Un hombre había sufrido un infarto. Había habido un robo violento.
—La policía no deja acercarse a nadie.
Yo estaba allí sentado. Imaginándola cruzar la carretera. Con su camiseta roja y el pelo suelto. La convulsiones de mi cuerpo se detuvieron un instante, anestesiadas.
Llevaba una toalla al hombro.
En mi mente.
Pensaba en eso hasta que noté una sombra delante de mi cabeza y escuche una voz. Alcé la vista y topé con un uniforme azul oscuro, de policía. Un tipo con la cara alargada me miraba fijamente. Guiñé un poco los ojos por inercia. El hombre me preguntó mi nombre.
—¿Cómo te llamas, chico?
—Miguel.
Asintió ligeramente.
—Tengo entendido que llevas mucho tiempo aquí sentado... Mis compañeros te han visto. Dicen que ya estabas aquí cuando llegaron... Y parece que no te has movido en todo este tiempo. ¿Puedo saber por qué?
No sabía qué contestar:
—Solo estaba esperando.
El tipo me miró fijamente. Tenía una cara afilada y estrecha.
—¿A quién?
Aparté la mirada.
—Quería ver qué ocurría.
Resopló.
—¿Qué te ha ocurrido en la cara?
Me toqué instintivamente el labio. Supuse que no debía tener buen aspecto. Miré la bici, recostada sobre el cemento.
—Me caí.
El policía asintió.
Sentí los músculos de mis párpados contraerse amenazantes. Había llegado hasta allí caliente. Enervado aún por la refriega. Por las voces de aquellos chicos burlándose de mi junto a las duchas. Siempre trataba de evitar aquellas duchas porque los chicos se arremolinaban alrededor y ya había tenido problemas antes. Pero aquella mañana había bajado la guardia. Y las cosas se habían precipitado. No había mucho que contar después de eso. Simplemente había salido de la piscina con la herida aún caliente, me había subido en la bici y había pedaleado hasta aquel bordillo, esperando verla desde la distancia.
El tipo de uniforme me miró sin cambiar el gesto.
—Ven conmigo.
La voz era una orden.
—¿No me has oído? ¡Levanta!
Me incorporé y le seguí. La bici seguía recostada sobre el bordillo. El poli me agarró del hombro. Ya la recogerás luego. Algunas personas se apartaron para abrirnos paso mientras me echaban un vistazo con desaprobación. Caminamos en silencio hasta la otra acera. Atravesamos los conos y el cordón amarillo. La verja de entrada estaba abierta y el poli me hizo un gesto para que me adelantase. Para entonces mis músculos estaban tan tensos que apenas podía ver. Dentro, el césped del jardín parecía descuidado. Había un perro grande, de pelo oscuro, atado a una correa. Me pareció que me miraba. A esa edad las cosas tendían a abrumarme con frecuencia. Sentí un pellizco en las tripas. Una especie de mareo ascendiendo hasta mi garganta. Unos cuantos metros más allá, un grupo de policías charlaba en voz baja. Pasamos a su lado y eché un vistazo de pasada a la casa. No era más que una casa corriente, como el resto de las que ocupaban la calle. Ladrillo claro, tejas oscuras, ventanas blancas, dos plantas. Había tiestos con flores y platos de cerámica colgados en el porche. Parecidos a los de mi madre. Me fije en que la puerta de entrada estaba entreabierta y el aire mecía la cortina que guarecía del sol exterior. Unos cuantos bidones con un líquido transparente estaban abandonados junto a las escaleras. Había otros dos policías. Uno de ellos llevaba las manos enguantadas y una bolsa grande de plástico negra. El otro apuntaba datos en una especie de pequeña libreta. Los dos me miraron durante un segundo y siguieron a lo suyo. El poli que me llevaba del hombro me apremió para que continuara andando. Anduve a través del estrecho lateral del jardín unos cuantos metros más. Pisé sobre unas cuantas piedras planas, de pizarra. La mayoría estaban partidas o medio enterradas y costaba trabajo avanzar. Bajamos un poco más, hasta llegar al extremo de la casa, y allí giramos a la derecha. La parte trasera resultaba más espaciosa, con árboles frutales y un pequeño patio. Vi un tendedero descubierto y una barbacoa de piedra. La barbacoa parecía no haberse utilizado en mucho tiempo. Junto al tendedero había otro hombre vestido de uniforme que parecía esperar a alguien y unos metros más allá un bulto cubierto con una bolsa amarilla. Supe que era un hombre porque sus pies desnudos quedaban al descubierto. Me pareció que estaban hinchados. Supuse que estaba muerto. No podía estar seguro. Había otro hombre más allí, pero no iba vestido de uniforme. El policía que había visto hacía un minuto en el porche con la cámara de fotos apareció por el lado opuesto del patio. Se detuvo a pocos pasos del bulto amarillo y comenzó a hacer fotografías. El aire era caliente y supuraba. El tipo se movía deprisa. Podía escuchar el sonido del disparador y la palanca de arrastre.
—Asegúrate de que nadie toca nada mientras no tengamos órdenes. ¿Falta mucho para el juez?
El sol pegaba de pleno. El policía que me había conducido hasta allí me soltó.
—Está bien. Espera aquí.
Le hizo un gesto con la cabeza al tipo sin uniformar. El tipo me miró y se acercó caminando pesadamente. Era un hombre viejo, o eso me pareció. Tenía una mata de pelo blanca y revuelta y los ojos hinchados. Vestía pantalones largos, de un color oscuro y camisa blanca de manga corta. Sudaba en abundancia por la frente y las axilas. Parecía no haberse duchado en semanas.
El policía le dijo:
—Es este… El chico que estaba en la puerta. No ha opuesto ninguna resistencia.
El hombre asintió. Me echó una mirada larga. Sacó un pañuelo del bolsillo derecho y se lo llevó a la frente para enjugar el sudor. Después lo devolvió al bolsillo.
Siguió mirándome fijamente antes de abrir la boca.
—¡Un día de mierda para morir! ¿No te parece?
Supuse que se refería al hecho de que el sol pegaba de plano volviendo el aire irrespirable y los insectos empezaban a amontonarse sobre la bolsa amarilla que cubría aquel bulto inerte, pero pensé que era mejor no decir nada y esperé sin hasta que el hombre volvió a hablar.
—Aunque de todos modos ningún día parece bueno para eso… ¿No es verdad?… ¿Cómo te llamas?
Traté de responder con rapidez y enmascarar mis tics.
—Miguel.
El hombre no pareció prestar atención a mis muecas.
—Miguel ¿qué más?
—Miguel Sánchez del Moral.
Asintió.
—Bien, Miguel... Voy a hacerte unas cuantas preguntas y quiero que las respondas todas con claridad y sinceridad. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—De acuerdo.
Tenía una voz ronca y pesada.
—¿Cuánto tiempo llevabas ahí fuera?
Llevaba allí un rato. No podía precisar cuánto.
—¿Estabas solo?
—Sí.
—¿Todo el tiempo?
—Sí.
—¿Estás seguro?
Volví a asentir. El hombre me miró, esta vez con mayor detenimiento. Sentí cómo mis párpados se disparaban. Supongo que se fijó en ello y en el modo en que las palmas de mis manos comenzaron a sudar.
—Tranquilo, muchacho. Solo son unas preguntas, nada más… No tienes por qué ponerte nervioso. A no ser que tengas algo que ocultar… ¿Lo tienes?... ¿De acuerdo?
—De acuerdo. No.
—¿Qué dices?
Le dije que respondía a sus preguntas. No tenía nada que ocultar. Estaba de acuerdo.
—¿Intentas hacerte el listo conmigo?
Negué con la cabeza.
—Bien. No quiero que pienses sientas que te estamos acosando ni nada de eso… Pero tampoco quiero que salgas de esta de rositas si huelo que sabes algo. ¿Entendido?...
Tragué saliva, pensé que tal vez estuviera metido en problemas, aunque no estaba seguro. Algunas veces me costaba diferenciar esa clase de cosas. Una vez un policía había venido a casa preguntando por mi padre y yo no había respondido sus preguntas y aquella noche mi padre me había golpeado con su cinturón. El tipo seguía mirándome. Pensé en lo que podía ocurrir cuando volviera a casa. Las plantas de los pies comenzaron a dolerme. Como cuando perdía el control. Aquel hombre volvió a enjugarse el sudor de la frente con el pañuelo.
—...Solo queremos saber si has visto algo que pueda ayudarnos... Alguien entrando o saliendo de la casa, ya sabes. Un coche. Algún ruido… Cualquier cosa que nos pueda servir…
Negué con la cabeza.
Él volvió a mirarme fijamente.
—¿Eres de por aquí?...
Asentí. Casi instintivamente volví a mirar el bulto. El tipo debió de notarlo, porque cambió de expresión antes de volver a preguntar.
—¿Qué edad tienes?
Me esforcé en que mi voz sonase normal.
—Quince años… Cumpliré dieciséis la semana que viene —balbuceé.
—¡Dieciséis!, ¿eh?... Bien. Ya no eres un niño.
Hizo una pausa.
—¿Dónde vives?
—En el pueblo.
Me miró fijamente. Tenía una mirada imponente.
—Sé más preciso, hijo.
Escupió al suelo y volvió a secarse la frente con el pañuelo. Sudaba tanto que parecía que iba a desgastarse. Le di la dirección exacta. Tartamudeé al hacerlo. Volvió a escupir.
—De acuerdo, ahora quiero que me cuentes qué coño hacías ahí sentado, solo, en un bordillo, a mediodía, con este sol del carajo...
Estaba allí por ella. Porque esperaba verla. Pero eso no podía decirlo. No ante aquel tipo sudoroso que me miraba sin saber qué pensar. Seguramente tratando de calibrar si yo era una especie de retrasado. Tuve un espasmo repentino que pareció sorprenderle.
—¿Qué coño te ocurre?
Bajé la cabeza.
—Nada...
—¿Nada?
—Tengo algunos tics nerviosos.
El hombre frunció el ceño.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre.
Mi voz sonó sincera. El hombre asintió en un gruñido.
—De acuerdo, joder… Bueno, veamos. Un par de chicos de la patrulla dicen que ya estabas ahí fuera cuando llegaron… Dicen que eso debió de ser sobre las once menos cuarto. Tal vez antes. Necesito saber cuánto tiempo llevabas ahí sentado…
Le dije que un rato. Tal vez media hora. No estaba seguro.
—¿Y en todo ese tiempo no has visto nada?
Negué con la cabeza.
—¿Estás seguro? ¿Nada?... ¿Nadie? ¿Ningún tipo entrando o saliendo? ¿Alguna clase de ruido sospechoso? Digamos... como una botella al descorcharse... Un grito. ¿Alguien merodeando por los alrededores?… ¿Algún coche yendo o viniendo…?
Volví a negar.
—¿Estás totalmente seguro?…
—Sí, señor.
—¿Había alguien más contigo?
—No, señor.
Hizo una pausa. Pareció contrariarse.
—De acuerdo… Ahora dime… ¿Habías estado aquí dentro antes?
Dije que no.
—¿No?... ¿Conocías a la gente de esta casa?
Señaló al bulto cubierto en el suelo.
Volví a negar con la cabeza.
—¿Seguro?
—Sí.
—De acuerdo.
Se enjugó el sudor y escupió por tercera vez al suelo. El esputo voló y se detuvo a unos veinte centímetros de mis chanclas.
—¿Qué me dices de la chica?
La chica. No sabía de qué chica me hablaba. Se lo dije. Sacó una foto de algún bolsillo trasero y me la mostró. Era una foto pequeña, con agujeros de chincheta en las esquinas. Una chica pelirroja que sonreía a la cámara. Pelo rojo y maquillaje alrededor de los ojos.
—¿Te sitúas ahora?
Le dije que no.
—Haz un esfuerzo. Vives por la zona. Te sientas ahí fuera por la mañana, sobre un bordillo, sin ningún motivo concreto. ¿Pretendes que crea que nunca te has fijado en las chicas guapas del pueblo?... ¿O es que eres uno de esos maricas?
Sentí como el calor me ascendía por el cuello hasta las mejillas.
Le dije que no era marica.
Volvió a mostrarme la foto. Me dijo que me fijara. Me fijé. Llevaba los labios pintados y el pelo suelto. Iba vestida con una camiseta de manga corta y sonreía a la cámara. Traté de esforzarme. Quizá. Recordaba haberle visto alguna vez. Saliendo o entrando, mientras esperaba sentado en el bordillo de enfrente. No sabía su nombre, ni ninguna otra cosa que tuviera que ver con ella. Se lo dije al tipo.
Resopló, como si empezase a perder la esperanza.
—Está bien... Ahora necesito saber de dónde venías... Quiero decir, antes de sentarte ahí fuera…
Carraspeé antes de contestar. Comenzaba a sentirme mareado.
—De la piscina.
—¿De qué piscina?
Me encogí de hombros. No estaba muy seguro de lo que debía contestar. Así que lo repetí.
—De la piscina...
—Vamos, joder… ¿Estás intentando tocarme las pelotas?
El policía que me había llevado hasta allí intervino. Hasta entonces no me había dado cuenta de que seguía situado a mi espalda, custodiándome a un par de pasos de distancia.
—Hay una piscina en la urbanización. A un kilómetro y medio de aquí más o menos… La mayoría de los chicos y las familias que viven por aquí la frecuentan. Es una de esas piscinas de verano…
Me miró.
—¿Te refieres a esa?
Asentí.
Resopló.
El sol pegaba con fuerza.
—¿Tienes alguna prueba? ¿Alguien que estuviera contigo?
Su mirada resultaba amenazante. Recordé como en un chispazo las risas estridentes de aquellos chicos junto a las duchas, el calor ascendiéndome por las entrañas hasta la garganta. Los manotazos blandos en mi nuca. Y luego mi puño, seco y contundente, estrellándose contra el estómago de aquel chico que había dejado de reírse al instante para caer de bruces sobre la hierba con la cara condensada.
Asentí.
El otro policía se ajustó el pantalón y miró al tipo del pelo blanco.
—Podemos comprobarlo.
—Está bien... De todos modos, no es más que un crío.... Podéis sacarlo de aquí.
Dijo eso y dio media vuelta. Como si no mereciera la pena seguir prestándome atención. Sentí como volvían a sujetarme del hombro con determinación. El policía que me había llevado hasta allí me ordenó que lo siguiera.
—Vamos.
Dimos la vuelta en dirección opuesta, hacia el lugar por el que habíamos entrado al jardín. El policía me empujaba. Yo intentaba caminar deprisa. Al volver a pasar junto al porche de la casa, vi a una mujer. Bajaba los escalones del porche arropada en una especie de manta de aluminio, a pesar del calor asfixiante. Tenía un aspecto corriente. Pelo corto y teñido de un color castaño, casi pelirrojo. Podría haber sido mi madre. En un momento se detuvo y miró hacia donde estábamos. Caminaba junto a un par de tipos vestidos con chalecos fluorescentes que le sujetaban los antebrazos. Pensé que eran enfermeros. La mujer se tambaleaba un poco. Daba la impresión de que podía derrumbarse en cualquier momento. El policía me ordenó que siguiese caminando. Me apremió hasta que llegamos de nuevo a la verja de entrada. Entonces me soltó.
—Puedes largarte.
El perro de antes seguía atado a la correa en el mismo lugar. Le miré y me miró. Sentí que todo había acabado y me tranquilice un poco. El poli me repitió que me fuera.
Antes de cruzar la verja, escuché de nuevo la voz del hombre sudoroso gritando a mis espaldas desde el otro extremo del jardín.
—¡EH, CHICO!... ¡SI RECUERDAS ALGO, CUALQUIER COSA, NO DUDES EN VENIR A CONTARNOSLO!, ¿ME OYES?... No quiero enterarme de que nos has estado mintiendo… Y si mientes, da por hecho que me enteraré... ¿DE ACUERDO?...
Asentí.
Después de eso, volví al bordillo y me senté.
No sé cuánto tiempo pasó, pero creo que estuve allí sentado mucho rato. Me sentía agotado y nervioso y no dejaba de pensar en el bulto del suelo. Los curiosos seguían rodeando la casa. Hacia el mediodía, un coche oscuro y alargado se detuvo frente al chalet de la esquina, junto al resto de los coches patrulla. Vi desmontar dos tipos de uniforme gris. Un rato después sacaron un bulto envuelto en la bolsa amarilla, lo cargaron en la parte trasera del coche fúnebre y se largaron. Entonces se hizo el silencio. Después de eso, no ocurrió mucho más: los de la ambulancia recogieron sus artilugios y desaparecieron calle abajo, dejando en la arena una mancha oscura. Grasa y aceite mezclados con la arena seca. Los curiosos comenzaron a dispersarse: algunos agentes subieron a sus coches y retomaron sus rondas, hasta que solo quedó un coche patrulla estacionado frente a la verja de entrada del chalet. El tipo gordo sudoroso que me había hecho aquellas preguntas en el patio trasero salió a fumar un cigarrillo. Se fijó en que seguía sentado en el bordillo y me miró largamente.
—¿Vas a quedarte ahí todo el día?
No respondí.
—De acuerdo. No contestes.
Pensé en levantarme y volver a casa. Sentía el sudor caerme por la frente. Seguía estando nervioso y no lograba controlar del todo mis espasmos, pero al menos la herida del labio había dejado de escocerme por dentro. Podía volver a casa y esperar que mi padre no hiciese preguntas. El estómago empezaba a rugirme.
Entonces oí su voz.
—¿Sabes qué ha pasado?
Me volví y la vi, de pie, a mi lado. Unos ojos grandes y castaños. No sabía que tenía los ojos de aquel color. Nunca los había visto tan de cerca. Un espasmo me recorrió la cara antes de que pudiera reaccionar. Agaché la cabeza, pero ella siguió mirándome. Sentí un tic de los agudos apoderándose de mi párpado derecho. Su voz volvió a sonar tranquila, como si toda aquella aparatosidad de mi cuerpo no tuviera importancia.
—¿Sabes qué ha pasado?... La gente dice que han matado a alguien…
Eso fue lo que dijo.
La sangre ascendía hasta concentrarse en mi cabeza y un calor pegajoso me atascaba la garganta. Ella seguía allí, mirándome. Inmune a mis espasmos.
—Han matado al hombre que vivía ahí… —dije, señalando—. Y ha desaparecido una chica… Eso creo. No estoy muy seguro.
Sabía que había un muerto, pero no lograba pensar con claridad. Ella miró en la dirección que señalaba mi brazo y se llevó la mano derecha a la boca como si tratase de contener un grito. Pero no gritó. El verano anterior le había visto besarse con un chico junto al capó de un Ford a la salida del recinto de la piscina. Estaba anocheciendo y el chico le abrazaba la cintura. El viento nocturno soplaba suave y sus cabezas se movían despacio. Algunos recuerdos se grapan en la memoria. El modo en que su boca se abría en el aire nocturno. Era una imagen que no había logrado quitarme de la cabeza durante todo el invierno.
Tuve que bajar la vista. Me fijé en la herida de mi rodilla. Podía cerrar los ojos. Contar hasta cien. Esperar que, al abrirlos, se hubiera desvanecido. Quizá no estuviera a mi lado. No podía estar seguro. Al volver alzar la mirada, la cinta oblonga seguía colgando, bordeando el jardín, cercando a los curiosos. Ella llevaba puesta una camiseta sin mangas y algo azul.
Le oí murmurar.
—¡Dios mío!...
No sabía que creyese en Dios. No sabía nada de ella.
Volvió a mirarme.
—…¿Qué te ha pasado?...
Supuse que se refería a la herida del labio y la sangre reseca alrededor de mi rodilla. Señalé mi bicicleta en el suelo.
—Me caí.
Asintió. Hubo un silencio antes de que volviera a hablar.
—…¿Sabes si le han cogido…? Al que lo ha hecho…
Negué con la cabeza.
—Creo que no… No estoy seguro.
Me pareció que intentaba asimilarlo. Todo lo que yo quería es que dejase de mirarme. De fijarse en mí. Que se marchara de una vez y todo acabase cuanto antes. Para poder observarla de nuevo desde la distancia. Y que la vida volviera a resultar monótona y segura. Así era el amor para mí. Pero ella seguía a mi lado, sin moverse.
—…Es increíble que hayan matado a alguien aquí…
Hubo un silencio corto después de eso.
Su expresión cambió, se volvió más grave. Luego, de improviso, una voz de mujer la llamó, gritando desde el jardín del chalet vecino.
—¡Lucía! ¡Lucía!... ¿Eres tú? ¡Entra en casa! ¡Corre!...
Volvió a mirarme. Sus ojos recuperaron la calma
—Tengo que irme...
La vi dar media vuelta y correr hacia su casa. Seguía haciendo calor. Los mosquitos zumbaban y había nubes partidas en el cielo. El mundo giraba sobre su eje, desplazando su mole azul por el universo infinito. Pero todo era distinto para mí.
Así ocurrió.
No sé cuánto después me levanté del bordillo y cogí mi bicicleta. Traté de pedalear, pero las piernas me fallaban. Nueve días después me diría:
«El invierno más frío que pasé fue un verano en San Francisco. ¿No te parece la mejor frase del mundo?… Es de Mark Twain».
Y yo la amaría para siempre.
Aquel mediodía desmonté del sillín y cargué con mi bicicleta calle abajo. Con la cabeza repleta de ideas confusas y el estómago seco.